Nivel 26 (12 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Nivel 26
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—Este borde. Está perfectamente cortado. Mira.

Riggins comprobó que tenía razón. El borde del cristal formaba una perfecta media luna creciente, y eso no solía suceder cuando se rompía un ventanal con una piedra.

—¿Sigue Banner en activo? —preguntó Dark.

Riggins asintió.

—¿Qué otra cosa podría hacer un tipo como él? ¿Por qué? ¿Quieres utilizar el mejor laboratorio criminal del Departamento de Policía de Los Ángeles para encontrar a una pandilla de gamberros de Malibú?

Dark le dijo a Sibby que pusiera el café de Riggins en un vaso de plástico y que él regresaría al cabo de unas horas.

En el exterior de la casa de Dark, a una distancia profesional, Nellis seguía sentado en el asiento del acompañante de la furgoneta. Estaba escuchando una vez más los bramidos del secretario de Defensa.

—¿Cuál es la situación?

—Riggins y Dark están juntos. Alguien ha cometido un acto de vandalismo contra la casa de Dark y la de su vecino.

—¿Vandalismo? ¿En el puto Malibú?

—Les han tirado piedras contra las ventanas.

El secretario se quedó un momento callado.

—Seguramente sea el puto Riggins, que intenta ganar tiempo.

—No, señor —dijo Nellis—. Hemos estado con él todo el rato.

—Muy bien —dijo Wycoff—. A la mierda. Voy hacia allí. Si Riggins es incapaz de hacer este trabajo, tendré que hacerlo yo.

Dark golpeó con los nudillos la puerta del vecino. Riggins estaba detrás de él, a unos cuantos metros. Aquello podía ser interesante, Dark interactuando con otros seres humanos. En todos los años que pasaron juntos en Casos especiales, Dark había hecho todo lo posible por evitar a las personas. Abordaba sus casos como si fuera un científico y prefería que sus pruebas ya estuvieran preparadas, tratadas y entre dos piezas de cristal. No vivas.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el tipo; luego vió quién era—. Ah, usted otra vez.

—Lamento molestarle —dijo Dark—, pero me preguntaba si me podría dar unos cuantos cristales rotos de su ventana.

—¿Cómo? ¿Para qué coño los quiere?

—Mi amigo —dijo Dark señalando a Riggins— trabaja en el Departamento de Policía de Los Angeles. Por lo que se ve, hay unos
skaters
gamberros que llevan varias semanas cometiendo actos vandálicos en la zona. Si le diera unos trozos de cristal, los chicos del laboratorio criminal los analizarían.

—¿Para qué? —preguntó el vecino—. ¿Para buscar huellas? Han roto el cristal con una puta piedra, no con los puños. Su amigo debería llevarse la piedra para que le hagan la cosa esa del ADN.

—Pero los cristales también serían de gran ayuda.

El tipo miró a Riggins y de nuevo a Dark.

—No lo entiendo. ¿Para qué necesita los cristales? Veo esos programas de la tele. Sé qué pueden y qué no pueden hacer los laboratorios criminales. ¿De qué demonios les serviría un montón de cristales rotos?

—Nos ayudarían mucho, señor —contestó Dark.

—Usted, ¿cómo se llama? —preguntó el vecino señalando a Riggins con el dedo—. Trabaja para el Ayuntamiento, ¿verdad? Le propongo una cosa: puede llevarse mis cristales rotos si me pagan una puerta corredera nueva.

—Muy bien. Ningún problema, amigo —respondió Riggins. Cogió su cartera, extrajo quinientos dólares y se los ofreció al viejo.

—¿Qué es esto?

—Quinientos pavos.

—¿Me va a pagar quinientos dólares por un montón de cristales rotos?

—En Malibú nos tomamos el crimen en serio, señor.

—No me extraña que el Ayuntamiento esté en quiebra —farfulló. Después señaló hacia el interior de la casa—. De acuerdo, entren. Les daré los cristales. Incluso les daré la piedra sin cobrarles nada.

Riggins vió que Dark lo escudriñaba cuando pasó por delante de él hacia el interior de la casa. Sonrió para sí. Por bueno que fuera Dark comprendiendo a las personas, a veces no tenía ni idea de cómo interactuar con ellas.

Capítulo 32

Centro de Los Ángeles

11.19 horas

Cuando mueres en Los Ángeles de un modo viólento y misterioso, tu cadáver va a la morgue. Tus posesiones se dividen entre tus seres queridos. Puede que incluso tu alma viaje a otro plano de la existencia.

Todo lo demás termina en el laboratorio de análisis de huellas de Josh Banner.

Si tu muerte requiere una investigación policial, pequeños fragmentos de todo aquello que te rodeaba en el momento del fallecimiento llegarán tarde o temprano a manos de Banner.

Había muchas muertes en Los Ángeles. Motivo por el cual era algo bueno, probablemente, que Josh acumulara todo lo que encontraba.

Riggins odiaba ir a su oficina. Todos y cada uno de sus rincones olían a una especia de «
Eau
de muerte».

A Dark, sin embargo, siempre le había gustado ir. Banner era uno de los pocos espíritus afines a él en el cuerpo de policía local; eran como dos chavales de trece años comentando su cómic favorito.

—Pensaba que te habías retirado —dijo Banner.

—Y lo he hecho —repuso Dark—, pero necesito un favor.

—Claro, claro. Lo que quieras.

Lo único que Riggins pudo hacer fue entregarles las dos cajas llenas de cristales y observar cómo los muchachos se ponían manos a la obra. Miró la hora y deseó que Banner no tardará mucho en sacar algo en claro de todo aquello. Sus cuarenta y ocho horas expirarían dentro de muy poco. Eso sí lo tenía claro.

Dos cajas de cristales rotos. Aquello iba a llevarle mucho rato.

Algo que a Josh Banner le parecía bien.

Le encantaba enfrentarse a solas a las pruebas. Las personas eran volubles, temperamentales, molestas. En cambio las pruebas eran inmutables. No te dejaban tirado. No les daban arrebatos. No jugaban contigo.

Las pruebas se limitaban a permanecer ahí quietas, a la espera de que las entendieras. Silenciosa y pacientemente.

Banner se puso los guantes de plástico, las gafas de seguridad y extrajo unas pinzas del bolsillo lateral de su bata blanca. Empezó a reordenar con paciencia los trozos de cristal sobre una gigantesca mesa lumínica que lanzaba un suave resplandor azul sobre los fragmentos transparentes. Banner se imaginaba que estaba montando un enorme puzzle y que todas las piezas que necesitaba estaban sobre la mesa que tenía delante. Y que, al igual que un rompecabezas, cuando estuviera completo le contaría una historia.

Trabajaba de forma relajada y con rapidez. Cuanto más se acercaba al final del puzle, más rápido iba. Justo cuando estaba encajando las últimas piezas y empezando a comprender la historia que contaban, Riggins y Dark entraron en la habitación.

—Justo a tiempo —dijo Banner sonriendo con nerviosismo.

Riggins se metió las manos en los bolsillos y se acercó a la mesa lumínica arrastrando los pies.

Para entrar en el laboratorio criminal,

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Shards

Capítulo 33

11.55 horas

Justo cuando Banner estaba terminando su explicación, Wycoff entró en la habitación flanqueado por dos agentes del servicio secreto.

Dark apenas les prestó atención. Todavía estaba dándole vueltas a la revelación de Banner.

—Maldita sea —dijo—. He registrado todas las habitaciones. Todos los armarios. He levantado la puta alfombra…

Riggins presionó la mesa lumínica con los dedos, como si pretendiera partirla con la mera fuerza de sus manos. Miró a Wycoff, luego a Dark.

—No quería que esto pasara. Tienes que creerme.

Pero Dark no lo oyó. Ya estaba llamando a Sibby.

—Todo va bien, cariño —dijo ella—. La poli está aún aquí, viéndoselas con las amenazas de demanda de nuestro querido vecino. ¿Cómo estás tú?

—Bien —respondió Dark.

—No me mientas. Algo va mal, lo noto en tu voz.

El análisis de Banner indicaba que, efectivamente, las piedras habían roto ambos ventanales. Pero sólo los fragmentos del de Dark mostraban un patrón circular, lo que demostraba que, antes de que la piedra impactara contra él, se había utilizado un cortavidrios sobre el cristal. También habían detectado las huellas de una ventosa, usada para extraer el pequeño disco de vidrio. Así era como había entrado.

—Estoy bien —dijo Dark—, de verdad. Te volveré a llamar dentro de un rato. Pero avísame en cuanto se vaya la policía.

Dark colgó y se dio la vuelta para ocuparse de la situación que tenía entre manos.

La cuenta atrás prácticamente había llegado a su fin; Nellis y McGuire estaban esperando en el pasillo, y ya estaban preparados. Por completo. Las capuchas en los bolsillos. Las cuerdas para las muñecas y las jeringuillas listas. El piso franco y el vertedero a la espera.

Las órdenes habían cambiado ligeramente hacía unos minutos, cuando llegó Wycoff. En cuanto el secretario le diera el ultimátum final, la decisión estaría en manos de Dark.

Un «sí» supondría que la misión de Nellis y McGuire acabara; tras un breve permiso, ambos serían reasignados. Nellis se preguntaba con pereza si volvería a ser en la zona de Los Ángeles. No le hacía mucha gracia la idea de dormir en el avión.

Un «no» de Dark, en cambio, supondría que la misión fuera doble. Wycoff lo había dejado bien claro: capturar a Dark y Riggins; reducirlos; llevarlos al piso franco. Riggins ya no saldría de él, y entonces comenzarían las cuarenta y ocho horas de Dark.

Aunque puede que sólo fueran veinticuatro horas. O doce. Wycoff se estaba impacientando por momentos.

Quizá también tuvieran que capturar a la esposa de Dark, algo que a Nellis tampoco le hacía mucha gracia. Pero formaba parte del trabajo. Había conocido a agentes que no querían ocuparse ni de mujeres ni de niños; lo que les pasaba era que les daba miedo llegar hasta el final. Francamente, eran unos maricones.

—Riggins —volvió a decir Wycoff señalando su reloj.

Riggins miró a Dark con cara de fastidio y suspiró.

Dark advirtió que el reloj de Wycoff era un MTM, los que solían llevar los grupos de operaciones especiales de la Armada; sin duda, uno más de los esfuerzos de Wycoff por parecer un tipo duro. Dark conocía un poco su historial y sabía que jamás había puesto un pie en una zona de combate.

Así que la amenaza era real, venía directamente de arriba y Wycoff había viajado hasta allí para encargarse de Riggins y montar un numerito con el que intentar convencer personalmente a Dark.

Odiaba a aquellos cabrones.

Se volvió hacia Riggins.

Riggins se dio cuenta de que, lamentablemente, una vez más tenía razón.

Ni siquiera después de matarlo a él dejarían en paz a Dark. No con Wycoff en persona allí. Lo único que tenía que hacer el secretario era cambiar las tornas y presionar a Dark del mismo modo. ¿Por qué no iba a hacerlo? Aquel tipo era un mocoso engreído con un traje caro y acostumbrado a conseguir lo que quería. Cuando le salía de los cojones.

Wycoff miró su reloj y vió que la manecilla larga se acercaba a las doce. A la mierda Riggins; había tenido su oportunidad. Se dio cuenta de que debería haberle apretado las tuercas a Dark desde el principio.

No pensaba salir de aquella comisaría sin la respuesta que quería.

Que necesitaba.

Nellis observaba la escena desde el pasillo y, en un instante, sopesó mentalmente las opciones.

Si intentaban algo, sería Riggins quien diera el primer paso; era probable que cogiera algo del mostrador del laboratorio y lo arrojara contra ellos. Dark se le uniría un segundo después e intentaría atacar por un flanco, o quizá incluso coger de rehén al secretario. La situación sería incómoda durante unos segundos, pero se resolvería fácilmente. Puede que no tuvieran que usar jeringuillas, sino pistolas. A él le daba igual, mientras pasara algo pronto. Se estaba muriendo de aburrimiento.

Estaban en medio de una comisaría de policía, así que cualquier acción letal sería difícil de ocultar; aunque claro, si decían que Riggins y Dark habían intentado asesinar al secretario, el Departamento de Policía de Los Ángeles no tendría más remedio que cerrar el puto pico.

Nellis sentía la excitación y la adrenalina recorriendo su torrente sanguíneo. Aquello podría estar bien. Aquello podría estar muy bien.

00.03…

00.02…

00.01…

Dark miró a Wycoff. Sólo podía hacer una cosa.

—Señor secretario —dijo Dark—, Riggins me ha hablado de la escalada de actividad de Sqweegel. Quiero que sepa que puede contar con mi total cooperación. Acepto…

Riggins y Dark intercambiaron una mirada. Los hombros de Riggins parecieron liberarse del peso del mundo. Acababa de darse una tácita prueba de lealtad, algo que ninguno de los dos hombres podría explicar.

Wycoff estaba atónito, como si se hubiera tragado un hueso de melocotón. Y sus guardaespaldas tampoco parecían dar crédito a lo que ocurría. De hecho, el propio Riggins estaba estupefacto.

—Eh —dijo—. Dark, mira…

—Hemos descubierto algo en mi casa. ¿Quiere echarle un vistazo?

Dark comenzó a mostrarle las pruebas, una a una.

Aquélla era la única opción que tenía sentido. Si estaban dispuestos a eliminar a Riggins, entonces era evidente que no se detendrían ahí. Acosarían a Dark, día y noche, y muy posiblemente involucrarían a Sibby y a su familia —recurrirían a años de declaraciones fiscales, expedientes laborales y médicos, y cualquier otra cosa que pudieran encontrar—; y seguirían acosándolos, presionándolos, hostigándolos hasta que sus vidas quedaran completamente consumidas. Y lo que era peor, Dark se quedaría sin un aliado en el que confiar dentro de Casos especiales.

No, evitar que se cargaran a Riggins era el único modo de hacerse con el control de la investigación.

Porque estaba claro que aquel monstruo volvía a estar interesado en Dark, y él no iba a permitir que se saliera con la suya ignorándolo.

No pensaba rendirse hasta que no lo atravesara con una bala; al de verdad, no a su reflejo en un espejo.

La misión había terminado. Nellis y McGuire regresaron a su furgoneta. Ahora dormirían; luego les esperaba un nuevo encargo. Nellis no lo admitiría ante nadie, ni siquiera ante sí mismo, pero tenía ganas de clavarle la jeringuilla a Riggins en su rollizo cuello y ver cómo la vida se apagaba en sus ojos. Cómo se desvanecía esa sonrisilla de suficiencia de sus labios. Cómo su cuerpo se tornara frío y, finalmente, se quedaba inmóvil. Lo cierto era que irse en aquel momento le resultaba un poco decepcionante.

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