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Authors: Patricia Cornwell

Niebla roja (11 page)

BOOK: Niebla roja
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—¿Estás preocupada por lo que pueden decir las cartas? —me pregunta Leonard.

—No parecen describirme de una forma favorable, si lo que me han dicho es cierto. Podría ser útil para ella.

Será de gran ayuda para Dawn Kincaid. Lo señalo sin decir su nombre en voz alta mientras estoy en una acera oscura, la gente y los coches que pasan, los faros me hacen daño en los ojos.

Cuanto más menospreciada me siento, menos creíble me vuelvo, y los miembros del jurado se mostrarán mucho menos comprensivos.

—Ya nos ocuparemos de las cartas si se presentan —dice Leonard, poco dispuesto a inquietarse por algo que no ha sucedido.

—También siento curiosidad por saber si Jaime Berger podría haberse puesto en contacto contigo. —Voy al grano.

—¿La fiscal?

—La misma.

—No, no se ha puesto en contacto conmigo. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Carter Roberts —el abogado que Tara Grimm me mencionó—, ¿qué puedes decirme de él?

—Es un abogado que colabora con el proyecto Inocencia de Georgia, trabaja en una empresa de Atlanta.

—Así que está representando a Kathleen Lawler pro bono.

—Eso parece.

—¿Por qué el proyecto Inocencia está interesado en ella? ¿Hay alguna duda legítima acerca de su condena por homicidio como consecuencia de conducir borracha? —pregunto.

—Solo sé que llamó en su nombre.

Decido no preguntar nada más mientras pienso en la nota de Kathleen Lawler y sus instrucciones de que utilice un teléfono público. ¿Por qué? Si lo hizo por indicación de Jaime, entonces sugiere que podría estar preocupada por lo que hable por el móvil.

Le digo a Leonard Brazzo que le daré más detalles más adelante y que disfrute de su cena. Finalizo la llamada y cruzo la calle para enfrentarme a lo que sea que deba enfrentarme. Me pregunto qué ventanas son las de Jaime y si está atenta a mi llegada y lo que debe ser mirar un mundo que ya no incluye a Lucy. Yo no querría perder a mi sobrina. No me gustaría padecer el sufrimiento de conocerla y después no tenerla nunca más.

El edificio no es de servicio completo, ni siquiera hay un conserje, y pulso el botón del apartamento 8SE en el portero eléctrico. Suena el chasquido de la cerradura electrónica que se abre como si la persona que me deja entrar supiera quién soy sin preguntar. Por segunda vez en el día de hoy busco las cámaras de vigilancia, y veo una en una carcasa de metal blanco que se confunde con el ladrillo blanco, en una esquina sobre la puerta. Se me ocurre que si Jaime me ve en el monitor, entonces es probable que la cámara de circuito cerrado la instalase ella y debe de incluir rayos infrarrojos para que pueda funcionar en la oscuridad.

No veo ninguna indicación de que el edificio en sí tenga seguridad, nada más que las cerraduras electrónicas y el portero eléctrico, y mi curiosidad aumenta. Savannah no es simplemente un refugio, no si Jaime se ha tomado la molestia de instalar un sistema de seguridad avanzado. En el momento de abrir la puerta siento algo detrás de mí, y me giro, sorprendida, mientras una persona que lleva un casco con tiras reflectantes se apea de una bicicleta y la apoya en una farola al comienzo del pasillo de entrada, cerca del bordillo.

—¿Jamie Berger? —me pregunta.

Me doy cuenta de que es una mujer, y se quita la mochila y la abre para sacar una bolsa blanca de gran tamaño.

—No soy yo —le contesto cuando camina hacia mí con una bolsa de comida para llevar con el nombre de un restaurante.

Ella presiona el timbre y se anuncia por el interfono.

—Entrega de Jaime Berger.

Como tengo la puerta abierta, le digo:

—No se moleste, ya la subo yo. ¿Cuánto es?

—Dos tekka maki, dos unagi maki, dos California maki, dos ensaladas de algas marinas. Ya están cargados en su tarjeta de crédito. —Me da la bolsa y le doy una propina de diez dólares—. Su habitual entrega de los jueves. Buenas noches.

Entro, cierro la puerta y subo en el ascensor hasta el último piso donde sigo por un pasillo alfombrado y desierto a un apartamento en la esquina sureste. Llamo y miro la lente de otra cámara mientras se abre la pesada puerta de roble, y nada de lo que podría haber dicho es eclipsado por mi asombro.

—Doc —dice Pete Marino—. No te cabrees.

8

Me invita a entrar como si se tratase de su apartamento, y la gravedad de sus ojos detrás de las gafas anticuadas y la dureza de su boca, en un primer momento, me desconciertan del todo.

—Jaime debería estar al caer. —Cierra la puerta.

Mi respuesta de asombro de repente se convierte en rabia mientras lo observo de arriba abajo, desde el cuero cabelludo brillante de la cabeza rapada y el rostro grande y curtido hasta los zapatos de lona con suela de goma que lleva sin calcetines. Tomo nota de su camisa hawaiana y la caída sobre los hombros que parecen más abultados y una barriga que parece más plana de lo que recuerdo. Los holgados pantalones cortos de pesca verde con bolsillos grandes en las perneras cuelgan bajos en sus caderas, y luce un bronceado intenso excepto debajo de la barbilla donde el sol le ha perdonado. Ha estado en un barco o en una playa, en algún lugar de pleno verano, su piel bronceada con un tono rojizo. Incluso su cabeza calva y la parte superior de sus orejas son del color del brandy, aunque está pálido alrededor de los ojos.

Ha estado usando gafas de sol, pero no una gorra, y recuerdo la camioneta blanca y los folletos de alquiler de barcos en la guantera.

Pienso en las servilletas de la comida rápida.

A Marino le encanta Bojangles y el pollo frito a lo Popeye y galletas, y a menudo se queja de que los alimentos fritos no son un «grupo de alimentos» en Nueva Inglaterra, como lo es en el sur. Están los comentarios que hizo no hace mucho tiempo sobre camionetas usadas que consumían muchísimo y barcos que se vendían por nada, y lo mucho que echaba de menos el clima cálido, y recuerdo que me molesta un poco su aviso de última hora, cuando pasó por mi despacho a principios de este mes. Dijo que le habían ofrecido una oportunidad para unas vacaciones estupendas. Quería ir a pescar y no tenía ningún tema pendiente. Su último día de trabajo en el CFC fue el 15 de junio.

Marino desapareció a mitad de este mes, y otras cosas sucedieron casi al mismo tiempo. Cesaron los emails de Kathleen Lawler. Fue transferida al Pabellón Bravo. De repente, quiso que la visitara en la GPFW, para hablar conmigo de Jack Fielding.

Leonard Brazzo pensó que aceptar era una buena idea, y luego descubro que Jaime Berger está aquí. Ahora que tengo el lujo de mirar hacia atrás, está claro lo que ocurrió. Marino me mintió.

—Ha ido a buscar la cena —dice, y me coge la bolsa de sushi—. Comida de verdad. Yo no como cebo para pescar.

Veo un escritorio, una mesa pequeña y dos sillas colocadas cerca de la pared del fondo con dos ordenadores portátiles y una impresora, libros y blocs, y en el suelo pilas de archivadores de acordeón.

—Que nosotros tres hablemos en un restaurante no es lo que se dice una buena idea —añade, y pone la bolsa de comida en la encimera.

—Yo no sé si es una buena idea o no, porque no tengo idea de por qué estás aquí. O mejor dicho, por qué estoy yo —le respondo.

—¿Quieres algo de beber?

—Ahora, no.

Me muevo más allá del monitor de circuito cerrado montado en la pared, junto a un perchero, y por un instante huelo a cigarrillos.

—No te culpo por preguntarte qué demonios pasa —dice Marino, y cruje el papel cuando abre la bolsa—. Quizá debería meter esto en la nevera. No te cabrees, Doc.

—No me digas cómo me debo sentir. ¿Estás fumando de nuevo?

—Diablos, no.

—Huele a tabaco. Alguien estuvo fumando en la camioneta de alquiler que no reservé, que también huele a pescado y a comida rápida rancia y tiene unos folletos sospechosos en la guantera. Por el amor de Dios, espero que no hayas vuelto a fumar.

—De ninguna manera me engancharía de nuevo al tabaco después de todo lo que pasé para dejarlo.

—¿Quién es el capitán Link Michaels? —Me refiero a uno de los folletos en la guantera—. «Pesque todo el año con el capitán Link Michaels» —cito.

—Un barco de alquiler de Beaufort. Un buen tipo. He navegado con él unas cuantas veces.

—No llevabas una gorra, y lo más probable es que tampoco te pusieras protección solar. ¿Qué pasa con el cáncer de piel?

—Ni rastro.

Se toca, avergonzado, la calva rojiza donde le extirparon varios carcinomas de células basales hace unos meses.

—El hecho de que te hayan quitado las manchas que tenías no significa que no debas usar protector solar. Debes llevar siempre una gorra.

—Se fue volando cuando íbamos con el barco a tope. Me quemé un poco.

Se toca de nuevo el cráneo.

—Creo que no necesitamos buscar en el registro la matrícula de la camioneta que he estado conduciendo hoy. Supongo que sabemos que no nos llevará a Lowcountry Concierge Connection —digo. Y añado—: ¿Quién estuvo fumando en ella, si no fuiste tú?

—No te siguieron hasta aquí, y es lo que importa —dice—. Nadie iba a seguirte en la camioneta. Me olvidé de limpiar la guantera. Debería haberme imaginado que mirarías.

—El chico que me la entregó, ¿quién era? Porque no creo que trabaje de verdad para una empresa de coches de alquiler VIP llamada Lowcountry Concierge Connection. ¿Es tu camioneta de alquiler y mandaste al chico de algún capitán del barco de alquiler para que me la entregase?

—No es de alquiler —responde Marino.

—Creo saber por qué Bryce no me ha devuelto las llamadas de hoy. Tengo la sensación de que le influenciaron, no es que no haya ocurrido antes cuando actúas a escondidas a mis espaldas y consigues que te ayude diciéndole que lo haces por mí. ¿Le dijiste tú que cancelase mi habitación de hotel?

—No importa mientras haya salido bien.

—¡Dios mío, Marino! —protesto—. ¿Por qué le dijiste a Bryce que cancelase mi habitación? ¿Qué diablos te pasa? ¿Y si no hubiesen tenido otra habitación disponible?

—Sabía que tenían.

—Podría haberme matado en la maldita camioneta. Es imposible de conducir.

—El otro día funcionaba bien. —Frunce el entrecejo—. ¿Qué hacía? Nunca te pondría en algo que no fuera seguro. Además, si hubieses tenido una avería lo hubiera sabido.

—Decir que no es segura es quedarse corto —le corrijo—. Acelera, frena, se tambalea de un lado a otro de la carretera, como si estuviese teniendo una convulsión generalizada.

—Anoche llovió a cántaros, una gran tormenta en Carolina del Sur, incluso peor que aquí. Diluviaba y la camioneta durmió al raso. Hay que cambiarle el cierre del capó.

—¿Carolina del Sur?

—Quizá se mojaron las bujías. Puede que todavía se mojasen más cuando la aparcaste en la cárcel y quizá Joey se metió en unos cuantos baches o algo así y los neumáticos están desalineados. Un buen chico, pero un poco bobalicón. Tendría que haberme llamado si la camioneta no iba bien. Bueno, lo siento. Sí, tengo un lugar pequeño que acabo de alquilar. En Charleston, un condominio cerca del acuario con un muelle y amarraderos, a un tiro de piedra en coche o en moto desde aquí. Te lo iba a decir, pero sucedieron cosas.

Miro a mi alrededor y trato de encontrarle un sentido a qué cosas se refiere Marino. ¿Qué ha pasado? ¿Qué demonios pasa?

—Tenía que asegurarme de que no te siguieran, Doc —añade—. Seamos sinceros, Benton conoce tus planes y tiene tu itinerario porque Bryce se lo copia por email. Está en el ordenador del CFC.

Me está diciendo que el coche de alquiler que Bryce reservó para mí está en mi itinerario, pero no lo está una camioneta que no funciona bien y necesita que le cambien el cierre del capó, y tampoco mi habitación en el Hyatt porque la cancelaron. Pero no estoy segura de lo que insinúa Marino de Benton.

—Míralo de esta manera —dice Marino—. No hay un Toyota Camry en el aparcamiento de Lowcountry Concierge Connection a nombre de la doctora Kay Scarpetta. Si alguien rondaba por ahí esperando que lo recogieses, porque quizá tienen acceso a tu itinerario, tus correos electrónicos o averiguaron tu itinerario de alguna otra manera, no hubieses aparecido. Y si llamaban a tu hotel, se hubiesen enterado de que habías cancelado tu habitación porque perdiste la conexión en Atlanta.

—¿Por qué me haría seguir Benton?

—Tal vez él no lo hiciera. Pero quizás alguien vería tu itinerario que fue desde tu correo electrónico al suyo. Puede que esté al corriente de la posibilidad o la probabilidad de que ocurriese y por eso no quería que vinieses aquí.

—¿Cómo sabes que no quería que viniese aquí?

—Porque él no querría.

No respondo ni miro a Marino a los ojos. En cambio, miro a mi alrededor. Observo los detalles del precioso ático de Jaime con los ladrillos viejos a la vista, suelos de pino y los techos de yeso blanco altos, con vigas de roble antiguas, muy de mi gusto, pero con toda claridad no del suyo. La sala de estar, amueblada muy sencilla, con un sofá de cuero, un sillón a juego y una mesa de centro con la superficie de pizarra, se comunica con una cocina grande con una encimera de mármol y los enseres de acero inoxidable propios de alguien muy aficionado a la cocina, algo que Berger no es ni por las tapas.

No hay obras de arte, y sé que es una coleccionista. No veo ninguna evidencia de algo personal más allá de lo que está sobre la mesa y el suelo junto a la pared del fondo debajo de una ventana grande a través de la cual veo la noche, la luna ahora distante, pequeña y de un color blanco hueso. No veo ningún mueble o alfombras que puedan ser de ella, y conozco sus gustos. Contemporáneo y minimalista, en su mayoría de alta gama italiana y escandinava, maderas claras como el arce y el abedul. El gusto de Jaime es sencillo porque su vida es la antítesis de la sencillez, y recuerdo lo mucho que le desagradaba el apartamento de Lucy en Greenwich Village, en un edificio fabuloso que había sido antaño una fábrica de velas. Recuerdo que me ofendía cuando Jaime solía referirse al apartamento como «el viejo granero ventoso de Lucy».

—Ella alquila este apartamento —le digo a Marino—. ¿Por qué? —Me siento en el sofá de cuero marrón que es una reproducción, en absoluto el estilo de Jaime—. ¿Cómo encajas tú en la ecuación? ¿Cómo encajo yo? ¿Por qué estás convencido de que alguien me seguiría, si tuviera la oportunidad? Podrías haberme llamado si estabas tan preocupado. ¿Qué pasa? ¿Estás pensando en cambiar de trabajo? ¿Es que has vuelto a trabajar para Jaime y se te olvidó decírmelo?

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