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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (4 page)

BOOK: Nervios
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Blake se acercó, entre risas, y se detuvo mientras señalaba a Ferrel.

—Ya está aquí el comité de inspección, doctor. —Reía de oreja a oreja—. ¡Pero los periodistas no! El viejo Palmer es un zorro. Ha puesto a trabajar al número Uno esta mañana en algo que nos ha encargado el Ejército. Es un asunto lo bastante secreto como para que se declare la planta zona restringida, pero no lo suficiente como para que se impida la visita de los congresistas. Así que los periodistas están dando vueltas en un intento de conseguir que se les franquee la entrada. Con un poco de suerte lograrán entrar cuando ya haya terminado todo.

El doctor también sonrió, aunque tenía sus dudas. Los hombres de la cadena Guilden iban a escribir de todos modos lo que quisieran y con aquellas medidas sólo lograrían enfrentarse a aquellos que pudieran haberse comportado de un modo amistoso hacia la central. También iban a proporcionar complicaciones un par de congresistas que sólo parecían estar en el comité por la publicidad que pudieran conseguir. Para los más, que probablemente eran sinceros, aquella medida iba a crear la sospecha de que se intentaba encubrir al público lo que sucedía en el interior de la planta.

Palmer tenía generalmente buenas razones para actuar de un modo determinado, pero el doctor no veía en aquella ocasión la lógica por ninguna parte. Casi parecía que el gerente se había equivocado e intentaba hacerse enemigos y perder amigos.

Pero por lo menos era una buena historia. Hasta Dodd se reía cuando sospechó lo que ocurría. Con un súbito presentimiento, Ferrel salió al exterior y se dirigió a la cafetería. En aquellos momentos sólo había allí pequeños grupos, pero mientras esperaba el café oyó retazos de conversaciones. La mayor parte de la charla parecía girar en torno al destino de los periodistas. La impresión general era que Palmer había hecho su mejor jugada en mucho tiempo.

El doctor volvió a salir con un café extra para Meyers, ya que seguramente iba a necesitarlo. En el fondo, y hasta aquel momento, ella era la única que había estado trabajando. La encontró sola.

—¿Ya va mejor el trabajo? —le preguntó, al tiempo que le entregaba el pequeño vaso de papel.

—Gracias, doctor Ferrel. ¡Es usted un resucita muertos! —Se echó azúcar suficiente para que pareciera almíbar concentrado y bebió a sorbos el líquido caliente con expresión de placer—. Me parece que estoy perdiendo la popularidad. No se ha presentado nadie por aquí en los últimos veinte minutos.

Ferrel siguió dando vueltas por allí unos minutos y luego se marchó convencido de que su presentimiento había sido acertado. Palmer se había dado tanta cuenta como Jenkins de que entre los hombres se había difundido la noticia de la inspección y que aquello afectaba en gran manera a la moral de trabajo. Se había preparado para ello y había efectuado su único movimiento de contraataque posible: darles a sus hombres algo de qué reírse en lugar de inquietarse. Quedaba por ver si aquello iba a dar resultado cuando la verdadera inspección se iniciara.

Dodd llevó algunos informes de la inspección. Según parecía, el grupo era mayor de lo que el doctor había pensado. Había media docena de congresistas y cierto número de

«expertos» que les acompañaban. En el exterior, otros varios se movían con sus instrumentos, comprobando en diversos puntos si la atmósfera y el suelo estaban o no contaminados. Aquello era, al menos, una precaución muy valiosa, aunque no hacía más que repetir las pruebas que la National realizaba periódicamente por sí misma.

Ya habían visitado dos de los convertidores sin que hubiera el menor accidente o dificultad que emborronara el informe. Todavía no daban ninguna muestra de acercarse a la enfermería, aunque el doctor había creído que iba a ser uno de los primeros lugares que visitarían. Echó una mirada al reloj y vio que ya era mediodía.

Salió a localizar a Dodd y a pedirle más detalles, pero a muchacha poco pudo añadir a su relato anterior. Los miembros de la comisión se estaban moviendo al azar por las instalaciones, y en aquel momento aparentemente estaban examinando el departamento de envasado de productos.

Durante quince minutos más siguió echando pestes. Al final descubrió su propio nerviosismo en el puro que estaba fumando. Había estado mordiendo el cigarro hasta que al fin se le hizo trizas en la boca. Masculló unas palabras fuertes en voz baja y escupió las hebras.

No iban a ser los empleados que estaban pasando en aquel momento la inspección los que iban a dar problemas, ni los que ya la habían pasado. Los que le preocupaban eran los que continuaban esperando sin saber cuándo les llegaría el turno. El mismo no tenía nada que temer, y a pesar de ello estaba empezando a ponerse…

Se dirigió a la oficina principal con el pensamiento de que quizás allí alguien sabría qué era lo que venía a continuación. Por lógica, eran el recepcionista y la secretaria los que habían de tener algún compinche en Administración, y cualquier insinuación podía ser útil.

En el mismo momento en que iba a salir entró un hombrecito delgado y nervudo que se quitó el sombrero y se atusó un bigote también delgado al tiempo que se dirigía hacia el recepcionista. Ferrel le reconoció al verle.

—¡Hola, Ferrel! —exclamó el hombrecito.

—¡Busoni! ¿Qué haces aquí? —repuso el doctor, aunque podía adivinarlo con toda claridad.

En efecto, se trataba de lo que pensaba.

—Vengo en calidad de experto. Soy tu inspector. Estoy intentando encontrarte desde que me he enterado de que estabas trabajando aquí. ¿Qué tal tus lavados de sangre?

—Olvidados por la medicina general, o al menos así era hasta que has aparecido, rompehuesos.

Busoni había asistido a las clases de Ferrel en la escuela médica y se había especializado en fracturas. Había logrado cierta fama por su técnica de tratamiento de fracturas antiguas mal soldadas, mediante una nueva rotura y la posterior corrección. A continuación alcanzó gran renombre por sus investigaciones, que le llevaron a descubrir el medio de limpiar de iones radiactivos el calcio de los huesos sin dañar los propios depósitos de calcio. En cierta ocasión el doctor le había enviado un paciente en el que falló el tratamiento habitual de cambios de sangre y medicación con el grupo químico de los versenos.

Le sostuvo la puerta al recién llegado mientras éste pasaba al interior. Busoni dio algunas vueltas, examinó el equipo, estudió los aparatos y se dirigió al vestuario de las enfermeras. Allí realizó una inspección completa, asintió y comenzó a garabatear notas en las hojas que llevaba.

—Aprobado, Ferrel. Todo hombre que consigue mantener limpia la sala de las mujeres se merece una buena puntuación en mi libro.

Al decir esto dejó escapar una sonrisa, pero el doctor no se sintió muy seguro de qué significaba. Con aquello, el hombre se las había ingeniado para cubrir los puntos clave de la revisión. Tras ello, cerró el libro de un golpe y se relajó.

—He terminado deprisa contigo, Roger. Ya les había dicho que te conocía, y ellos creyeron que ibas a cagarte en mí más que nadie. Yo te conozco mejor, pero ¿para qué desilusionarles? Lo que me temo es que esta planta reciba un trato muy malo. La mayor parte de los componentes del comité son hombres muy honestos, pero les han llenado la cabeza con tal cantidad de rumores malintencionados acerca de Palmer que… ¿Y qué hay de él? ¿Huele mal o merece una oportunidad?

—Bueno, yo todavía estoy aquí —le contestó Ferrel—. De hecho he venido aunque podía haberme tomado el día libre.

Busoni sonrió.

—Me apuntaré esta respuesta, aunque no creo que pueda influir para nada. Ha cometido un grave error al excluir a los periodistas de la visita. Bueno, yo lo comprendo, pero hay un par de tipos en la comisión a los que ha sentado muy mal y…

Del exterior llegó hasta ellos el sonido estridente de una sirena eléctrica que subió de tono hasta alcanzar un tono agudo que atravesaba las paredes y penetraba profundamente en los oídos para destrozarlos. ¡Emergencia! Y por el tipo de sonido, se trataba de una emergencia relacionada con material radiactivo fuera de control.

—Doctor Ferrel —aulló el altavoz—. Al teléfono.

Ferrel descolgó el aparato:

—¡Ferrel al habla!

—¡Punto veinte! —repuso la voz de Palmer, que colgó a continuación. Sin embargo, aquella información fue suficiente.

El «Punto Veinte» era el que les proporcionaba la energía que lo movía todo, y para el doctor era exactamente el peor sitio para que se produjera un accidente.

Recogió de la pared el maletín de urgencias y se dirigió a la puerta de atrás. Dodd le acompañaba con la bata de cirujano en la mano. Ferrel le hizo un gesto con la cabeza, pero la enfermera la siguió sosteniendo tenazmente al tiempo que corría. En la sala de recepción de la parte trasera del edificio, Beel ya estaba disponiendo el vehículo equipado con dos camillas gemelas y ponía en marcha el motor. Aguardó hasta que Ferrel y Dodd se asieron a los manillares y salió disparado mientras el otro conductor esperaba todavía al doctor Blake y a su enfermera. El doctor Ferrel le echó un vistazo al instrumental que se había dispuesto y asintió. Jones ya había probado muchas veces anteriormente su preparación como celador, y seguía siendo un valioso elemento en el equipo.

Entonces, por primera vez, se dio cuenta de que Busoni iba con él en el vehículo.

—¡Material radiactivo! —le gritó el doctor por encima del aullido de la sirena. Sin embargo, se alegraba de tener un médico más a su lado.

Una muchedumbre se dirigía al convertidor, sin hacer caso del riesgo, llevados de la atracción que representaba asistir a un desastre. La presencia de la gente podía dificultar aún más las tareas de rescate, pero los guardianes entraron en acción y les obligaron a echarse hacia atrás. Pasó a toda velocidad un vehículo que parecía un coche de bomberos con escalera y garfios. Su complicada superestructura le daba una apariencia de pinza de langosta gigantesca y multiarticulada. En cada extremo había un hombre enfundado en un pesado traje protector.

El camión de urgencias frenó junto a la entrada lateral del enorme edificio que albergaba la pila. En su época, aquella pila había sido el reactor nuclear de fisión para usos comerciales más grande que existía, y todavía en la actualidad seguía siendo uno de los mayores. Desintegraba el U-235, y utilizaba parte de los núcleos fisionados para convertir el U-238 corriente en plutonio, del que derivaba la mayor parte de la energía que proporcionaba la pila. Al contrario que muchas de las plantas primitivas, aquella pila no sólo era una fuente de energía, sino que también servía para alimentar otras fuentes, lo que la hacía muy útil para la producción de pequeñas cantidades de otros elementos, como el potasio radiactivo que se procedía a separar en el momento del accidente.

El calor que generaba era conducido en primer lugar por sodio líquido, luego transformado en vapor y por último llegaba a las enormes turbinas que producían los miles de kilovatios necesarios para el funcionamiento de la planta y el consumo de Kimberly. Todavía restaba la energía suficiente para servir de fuente auxiliar para otros sectores.

Pero en aquel momento se había alzado la bandera roja, lo que significaba que todos los extintores automáticos iban a entrar en acción, en espera solamente de que los hombres atrapados escaparan por las puertas de emergencia.

Una de las puertas, sin embargo, parecía presentar problemas. El complicado garfio se preparaba junto a la entrada en el momento en que el vehículo médico llegaba al lugar. El garfio tenía que introducirse en el edificio, con un escudo protector de gran eficacia para los que lo manejaban —y que también llevaban trajes protectores —y adaptarse luego a los ángulos del pasadizo. Como en todas las pilas atómicas, las salas de escape estaban construidas por cierto número de ángulos rectos, según la teoría de que la radiación liberada viaja en línea recta y que sólo una pequeña parte rebota en las paredes, dando la oportunidad a los trabajadores de correr en zig zag retirándose a lugares cada vez más seguros.

De repente, el garfio comenzó a avanzar por el corredor con la rapidez que podían imprimirle los hombres que lo manejaban. Había otros guardas con escudos protectores que mantenían lejos a los mirones, y uno de ellos se acercó a Ferrel con un traje enorme y muy pesado en la mano. El doctor hizo una mueca, pero comenzó a ponérselo inmediatamente.

—¿Qué ha sucedido?

—Sólo sé algunas cosas —informó el guarda—. Parece que estaban retirando un recipiente de material radiactivo con destino al hospital de Kimberly. A uno de los hombres le fallaron las tenazas. El material cayó al suelo o algo así. Uno de los hombres no pudo salir.

El doctor observó que Dodd, Busoni y Blake se habían enfundado ya los trajes y cerró de golpe el casco. El garfio regresaba ya con un cuerpo fláccido entre sus pinzas. Dio la vuelta y colocó el cuerpo en el interior de una caja acorazada y acolchada.

Cuando el doctor Ferrel se adelantó hacia la caja, Busoni se puso a su lado. Beel, que acababa de ponerse también el traje, estaba acercando el vehículo y el equipo e instrumental aparecieron antes incluso de que el doctor llegara hasta la víctima.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

Mervin, el superintendente de la pila, lo había estado comprobando y respondía ahora, con la voz apagada, por el diafragma de su casco.

—Seis minutos. No sé por qué, la alarma no funcionó en seguida. Lo que he sabido es que el muchacho vio que el recipiente iba a caer, lo tomó entre sus guantes, lo echó a la pila, le puso la tapa y se dirigió luego a la puerta que había quedado abierta para salir. Al menos debe haber recibido radiación durante medio minuto.

El doctor se sintió mal. ¡Medio minuto! Hubiera sido mejor para el muchacho morir en la cámara.

En aquellos momentos todos trabajaban en equipo, Dodd, Busoni, Blake y él mismo. Le colocaban a aquel cuerpo inconsciente todos los accesorios para sustituirle la sangre; le extraían la vieja y la reemplazaban hasta la última gota por otra fresca del grupo sanguíneo que el joven llevaba tatuado en la muñeca. Dodd se dedicaba a desnudarlo y la caja acorazada se llenó de espumas especiales para liberar su piel de la contaminación externa, si es que la había.

Entonces el doctor hizo un alto y miró al paciente con más detenimiento. Aquel hombre era Clem Mervin, ¡el hijo del superintendente! La cara del viejo Mervin era casi invisible tras el casco, pero devolvió la mirada interrogativa del doctor con un lento movimiento de la cabeza. Lo había sabido desde el primer momento.

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