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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (58 page)

BOOK: Necrópolis
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Entonces, tras disipar el relámpago de duda, relató por tercera vez en el día la historia que iniciara el doctor Rodríguez con sus investigaciones. Cuando terminó, hubo un lapso de silencio.

—¿Sigue usted ahí, teniente? —preguntó al fin.

—Sí, seguimos aquí —dijo Romero. —Es un poco difícil de entender lo que usted ha explicado.

—Sí.

Pero Jukkar, que había estado jugando con sus propias manos todo ese tiempo, se adelantó un par de pasos y se inclinó sobre el micrófono.

—Buenas noches, teniente. Me llama profesor Jukkar Kanninen y soy experto en Epidemiología e Investigación Clínica por mi Universidad de Helsinki, ¿usted escucha bien?

—Buenas noches, profesor —contestó Romero tras una nueva pausa—, yo le escucho perfectamente.

—Yo me alegra. Yo debo decir a esto, yo investigado mucho sobre el virus H1N9 que luego
nossotra
llamamos Necrosum, ¿usted conoce?

—Continúe —dijo el teniente, ahora con cierta prudencia.

—¡Claro! Yo colabora con su gobierno desde mes de Septiembre en instalaciones en Marbella sobre primero casos, porque H1N9 tenía base de otros virus anteriores que yo descubro en Noruega y también en Groenlandia. Mi trasladaron en Octubre a
ereopucrto
donde yo debía volar a Madrid para continuar trabajo pero entonces todo
kaput,
y desde entonces yo no puede tomar contacto. Yo puede dar nombre código de operación que a mí asignada para que usted comprueba, porque lo que señor Aranda ha comunicado a usted es mucho muy cierto, ¡que yo vi con ojos propios! Él puede realmente andar entre muertos.

—Eh... de acuerdo, señor... ¿cómo ha dicho que se llamaba?

—Profesor Jukkar Kanninen.

—¿Jucar.. Quenine?

—J-U-K-K-AR K-A-N-N-I-N-E-N.

—¿Ha apuntado eso? —preguntó el teniente en voz baja, como si hablara a alguien más en la habitación. —Ok, lo tenemos. Por favor, no mencione su código de operación, ésta es una frecuencia abierta.

—¡Muy bien!

—Teniente Romero —dijo Aranda entonces, acercándose al micrófono—. ¿Cómo está la cosa por allí, por qué no han venido todavía a Málaga?

—Eh... verán... todo ha sido más complicado de lo que parece. Esas cosas casi acaban con nosotros. Fue muy complicado organizarlo todo, el país estaba desmembrado, sin gobierno, sin altos mandos militares, sin comunicaciones, sin ayuda internacional por supuesto, porque el mundo estaba igual que nosotros. Ningún plan de contingencia sirvió, porque no había estructuras básicas que los hiciesen posibles. La protección civil estaba transferida a las comunidades cada una con sus medios y planes, por lo que hubo un caos horrible. Las poblaciones que resistieron mejor acabaron pasando hambruna y enfermedades. Las características del enemigo nos superaron: no se cansan, son difíciles de matar, nunca interrumpen un asedio. Fueron las Fuerzas Armadas y en particular nosotros, la UME con nuestras divisiones NBQ las que poco a poco retomamos el control, estableciendo un Plan de Recuperación por provincias allí donde ya había reductos más o menos importantes. ¿Ustedes no han tenido ninguna noticia de todo esto?

—No, ninguna —comentó Aranda.

—Bueno, larga historia en pocas palabras. Hace solamente un mes que llegamos a Granada. Por un tiempo nos concentramos en Madrid y conseguimos recuperarla. Fue el centro de operaciones de todo, y allí activamos la Sala de Crisis. Pero después, no sabemos muy bien qué pasó, seguramente intentaron poner en marcha la central nuclear de Trillo, en Guadalajara, ya sin personal cualificado y reventó. Todos los expertos dicen que eso no funciona así; las centrales nucleares no explotan como las bombas, son de fisión lenta, y la fisión lenta no reacciona de esa manera por lo que ya entonces se habló de un acto de sabotaje. No puedo imaginar que alguien quisiera hacer eso. Lo cierto es que la bola de fuego tuvo un radio de tres kilómetros, dejando un cráter de sesenta metros de profundidad —el equivalente a un edificio de veinte plantas— y el pulso térmico produjo quemaduras de tercer grado a todos los que se encontraban a una distancia de catorce kilómetros.

"Las primeras veinticuatro horas fueron cruciales por la lluvia radiactiva, que se extendió y fue arrastrada por el viento más de doscientos treinta kilómetros hacia el oeste, con una franja de veinte kilómetros. Ya sabemos los síntomas que produce esto, sed intensa, vómitos, fiebre... también manchas en la piel debidas a las hemorragias subcutáneas. Por último diarreas, pérdida de cabello y hemorragias intestinales. Y después la muerte. Lo perdimos todo.

—Eso es horrible —dijo Aranda con un hilo de voz. Su imaginación conjuró rápidamente
zombis
iridiscentes, brillando con una trémula aura blanquecina por efecto de la radiación, en las calles de un Madrid contaminado.

—Sí lo fue —contestó Romero. —Así que una parte permaneció en Barcelona con la misión de expandirse hacia el oeste, y otra acometimos el Plan hacia el sur. En dos meses instalamos bases en Alicante, Murcia y Granada. En Valencia fracasamos, esa ciudad está completamente muerta. Desde aquí hemos sacado bastantes supervivientes de Jaén y Almería, y el Plan marcaba hacer vuelos de reconocimiento en Málaga y Córdoba en unos veinte días. Lamentablemente nuestros recursos son escasos, y en cada operación perdemos hombres.

—De cualquier forma teniente, es maravilloso escuchar que hay cosas en marcha a pesar de las malas noticias.

—Lo que usted nos ha contado hoy lo cambiaría todo ¿se da cuenta? —preguntó Romero, recuperando su ritmo lento.

—Me doy perfecta cuenta, por eso vine aquí tan pronto como tuve oportunidad. No es oro todo lo que reluce sin embargo, nuestro médico dice que existe la posibilidad de que Necrosum pueda acabar minando nuestro organismo, como parece que le está pasando al sacerdote. Sin embargo, no contamos con medios para hacer exámenes fiables.

—Entiendo, sin embargo es lo único bueno que he oído en todo este tiempo. Hay científicos en todo el mundo trabajando las veinticuatro horas, y lo único que han obtenido es el porqué, pero no cómo frenarlo.

—¡Ellos averiguada porqué! —exclamó Jukkar, pero estaba demasiado alejado del micrófono para que el teniente Romero pudiera oírlo.

—¿Y cómo está el resto del mundo, teniente? —preguntó Aranda vivamente interesado en todo lo que Romero estaba aportando.

—Todo está igual por lo que sabemos, con la notable excepción de los países nórdicos, el frío no les sienta bien a los muertos: se vuelven lentos y se congelan durante las noches. Las nevadas los dejan aletargados, tiesos como postes de electricidad. Pero cuando la temperatura aumenta, vuelven a la carga. Sin embargo, hasta el lugar más maravilloso del mundo deja de serlo cuando la gente se entera de su existencia. En los Estados Unidos, tan pronto observaron el fenómeno, la gente emigró masivamente al norte. Alaska, Canadá, se volvieron lugares masificados y hay serios problemas para abastecer a la población. Miles mueren diariamente. Han cerrado las fronteras, pero no pueden contener a la gente que arrastra sus pertenencias y familias. Por lo que hemos oído, hubo grandes matanzas de civiles.

—Siento oír eso —dijo Aranda, pensativo.

—De cualquier forma, ahora lo importante es sacarles a ustedes de allí.

Sombra escuchaba la historia con los ojos y la boca abiertos. Era como un serial radiofónico, el argumento delirante de una de esas películas catastrofistas que Hollywood producía con regularidad. La sensación que tenía era, por tanto, de estar inmerso en una historia surrealista que empezaba a escapársele. Su mundo era simple y pequeño, y así era como quería que fuera. Nunca había salido de España, nunca había pensado qué ocurriría en otras partes del mundo. Una cosa era vivir la propia experiencia personal, el día a día, y otra aprender que todo el planeta sufría los mismos problemas.

Estaba arañando la superficie de ese nuevo concepto que se abría en su mente cuando escuchó un ruido sordo. Se giró por instinto para encontrarse con la puerta de entrada que habían cerrado tras de sí. Un nuevo golpe la sacudió, y la hoja tembló en los goznes.

Levantó una mano para apoyarla sobre el hombro de Aranda, que seguía hablando animadamente con el teniente Romero.

—Juan —dijo. —Están... ¿Alguien está llamando a la puerta?

Aranda se giró para mirarle.

¡BUM, BUM!

El sonido era ahora más intenso. La puerta cimbreaba como si al otro lado, se estuviera levantando un temporal.

—No llaman a la puerta, Marcelo —dijo Juan con la boca repentinamente seca. Sombra buscó sus ojos.

No es alguien llamando a la puerta. No es el vigilante, que viene a ver qué coño pasa. El vigilante pasea quizá por Calle Larios con un coágulo negro e hinchado bajo la lengua y el andar lento y azaroso de la vida más allá de la muerte. Son ellos, esas cosas, los zombis. La luz los despertó, y la radio los ha traído hasta aquí.

—¿Hola? —preguntó el teniente a través de los altavoces.

—Eh... teniente... —dijo Aranda, dubitativo— creo que tenemos compañía.

—¿A qué se refiere? Oh,¿se refiere a...?

¡BUM, BUM!

—No se retire, por favor —dijo Aranda, incorporándose de la silla.

Sombra preparó la ametralladora que llevaba colgada en su hombro, olvidada hasta ese momento, pero Juan levantó una mano en el acto indicándole que esperara.

¡BUM!

—¡Marcelo! —dijo Jukkar. —¡Dispara través de la puerta!

—Pero —balbuceó Sombra—. ¿Y si...?

—¡Dispara, Marcelo! —pidió Aranda.

—¿Y si no son zombis? —gimió Sombra, pasando la mirada de uno a otro.

Aranda pestañeó.
Así es como perdimos, así es como los zombis ganan la batalla.

—¡Por el amor de Dios, Marcelo, son
zombis!

¡BUM, BUM!

Sombra apretó el gatillo y una ráfaga de disparos voló en dirección a la puerta. Dos de ellos arrancaron la madera alrededor de los agujeros que las balas dejaron en la puerta, y otros dos fueron a parar a la pared donde una pequeña nube de yeso salió despedida al instante. Hubo un momento de intensa expectación durante el cual nadie dijo ni hizo nada, arropados por la estática que surgía de la emisora de radio. Por fin, la puerta volvió a sacudirse.

¡BUM, BUM!

—¡Dispara más arriba, intenta calcular un disparo a la cabeza!

Pero ya no hubo tiempo para más. De pronto, la puerta se abrió violentamente, incapaz de resistir los formidables envites de los muertos. Eran al menos tres, dos hombres y una mujer; y tan pronto el paso estuvo libre se lanzaron hacia el interior. Sombra reaccionó en el acto apretando de nuevo el gatillo y dejando que la ametralladora escupiera una tormenta de balas. El sonido fue poderoso y terrible, y Jukkar, sin poder evitarlo, agachó la cabeza entre los hombros.

Las balas impactaron en los muertos, arrancando trozos de ropa y descarnándolos. Una fina lluvia de sangre brotó de cada una de las heridas. Se agitaron como sometidos a un baile demencial, sacudiendo los brazos alocadamente sin poder avanzar pero sin detenerse. La mandíbula de uno de ellos saltó por los aires, dejando expuesta una lengua atroz que se agitaba como un extraño gusano, tumefacto y violáceo. Otro perdió la mano, primero cuatro de los cinco dedos, después la palma entera desgarrada por los proyectiles que volaban zumbando por el aire.

Cuando la ráfaga cesó después de unos interminables segundos, Aranda se fijó en las caras de los
zombis
que parecían luchar por mantenerse en pie. La sangre los cubría casi completamente, y sus piernas resbalaban en el plasma inmundo y oscuro que se había creado en el suelo. El olor a hierro y óxido los abofeteó, espantoso, cerrándoles la garganta.

Dios mío. Dios mío, mira eso, están confusos, casi sorprendidos. ¿Qué pensarán, sentirán dolor? ¿Experimentarán también ellos el miedo al olvido eterno, a la muerte tras la muerte?

Pero cuando apenas había terminado de esbozar esos pensamientos, el primero de los espectros se lanzó hacia delante con las manos extendidas y se precipitó encima de Sombra. Éste cayó hacia atrás incapaz de soportar la tremenda embestida. El arma se disparó en su mano y describió una parábola que acabó desgajando la pintura y la escayola del techo, que cayó sobre ellos formando una nube blanca.

Aranda no perdió el tiempo: se acercó al espectro y lo cogió por las axilas intentando mantenerlo alejado de Marcelo. No era una tarea fácil, era como sujetar un odre de vino que pierde líquido por una desmesurada cantidad de agujeros. Estaba empapado en sangre y resbalaba cuando se agitaba; el olor era repulsivo, metálico, penetrante. Detrás de él Jukkar había cogido la silla y la sujetaba con ambas manos preparado para resistir el ataque de la mujer que venía detrás, bamboleándose con paso errático. Una cascada de sangre corría por la mandíbula y el cuello, manchando su camisa blanca de ejecutiva.

Sombra, de alguna manera, había interpuesto el fusil ametrallador entre él y el
zombi,
lo que impedía que sus dentelladas lo alcanzaran; tenía el rostro arrugado y mostraba los dientes, esforzándose por mantener el mismo nivel de resistencia en todo momento.

Aranda se giró, nervioso por controlar al tercer zombi. Si dos de ellos iban a por Jukkar a la vez se vería completamente superado. Al volverse, vio al cadáver caer pesadamente sobre el suelo, de bruces, y allí se quedó. Ni siquiera adelantó los brazos para amortiguar la caída. Estaba muerto; una de las balas había entrado limpiamente por encima de la ceja izquierda y le había atravesado el cerebro.

Mientras tanto, la mujer estaba ya encima del finlandés. Jukkar tenía dibujada en su rostro una expresión sublime de horror, pero conseguía mover la silla de forma que sus patas mantenían al monstruo apartado. En un momento dado, el espectro cogió una de esas patas con fuerza y tiró hacia sí; la silla escapó con violencia de las manos del profesor y fue lanzada a la otra punta de la habitación. La mujer chilló, y el grito brotó burbujeante y denso, como si el aire tuviera que pasar por entre espesos cuajarones de sangre.

Jukkar soltó un alarido de pánico: fue un grito agudo y estridente. En los altavoces, el teniente Romero, que lo escuchaba casi todo exclamó algo con la voz sobrecogida, pero nadie lo escuchó.

Juan, determinado a ayudar al doctor soltó al espectro de repente y Sombra sintió sobre sus brazos todo el peso y la fuerza monumentales del zombi. Era como si pesase cien kilos, y a cada segundo que pasaba, la presión parecía redoblarse. Gritó, quizá para hacer acopio de toda su energía, y consiguió contraer las piernas para interponerlas entre él y su enemigo. Quería empujarlo hacia atrás para disponer de tiempo para apuntar, pero sus brazos estaban trabados con fuerza y sólo consiguió levantarlo en el aire. Al estirar las piernas, el
zombi
voló por encima de él y cayó con estrépito sobre la mesa donde reposaban los micrófonos detrás de su cabeza. El tablero de madera se venció, derrumbándose sobre los ordenadores que emitieron un par de pitidos antes de quedar aplastados. También la estructura metálica donde estaban ancladas las pantallas se vino abajo, y éstas cayeron encima del espectro en medio de una explosión de chispas y fogonazos formando una algarabía tremenda. El
zombi
se puso tenso, con los brazos extendidos y los dientes apretados; el blanco de sus ojos daba la sensación de refulgir con luz propia, y el aire se incendió con el olor a quemado, a goma arrastrada por la carretera. Después hubo un intenso chispazo en algún lugar de la pared y un par de cables salieron despedidos, como látigos ennegrecidos, para quedar colgando, fláccidos, fuera de la canaleta que los protegía.

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