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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (22 page)

BOOK: Nadie te encontrará
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—Gracias, Luke —dije—. Son muy bonitas.

Durante unos segundos que se me hicieron eternos, el único ruido que se oía en la cocina era el chup-chup de la salsa, luego apareció Wayne, con su aire arrogante, y le dio una palmada a Luke en la espalda.

—¡Luke! ¡Cuánto me alegro de verte, hombre! ¿Te quedas a cenar?

Mamá, Wayne y yo miramos a Luke y sus mejillas se tiñeron de rojo. Me miró y dijo:

—Si Annie…

—Pues claro que Annie quiere que te quedes a cenar —dijo Wayne—. Joder, a esta chica no le vendría mal tener amigos en casa. —Antes de que pudiera decir algo en uno u otro sentido, Wayne lo tenía rodeado por los hombros y lo estaba dirigiendo hacia el salón—. Quería que me dieras tu opinión con respecto a un asunto…

Mi madre y yo nos quedamos mirándonos la una a la otra.

—Podrías haberme avisado de que estaba aquí, mamá.

—¿Y cuándo se supone que iba a hacerlo? Nunca sales de tu habitación. —Se tambaleó ligeramente y apoyó una mano en la encimera.

Y entonces me percaté: mamá no tenía la cara sonrosada sólo del calor de la cocina. Tenía los párpados ligeramente caídos, y uno —el derecho, como siempre— más caído que el otro, además. Mi mirada encontró lo que buscaba detrás del recipiente para la pasta pero al alcance de la mano, un vaso que sabía que contenía vodka.

Ya me había dado cuenta de que la predilección de mamá por lo «borroso» parecía haber alcanzado cotas nuevas en mi ausencia. Apenas llevaba un par de días en su casa, asomé la cabeza fuera de mi dormitorio cuando me pareció oler que algo se quemaba. Descubrí una bandeja de lo que supuse eran galletas de mantequilla de cacahuete en el horno y a mamá traspuesta delante del televisor, donde estaban emitiendo una reposición de una entrevista conmigo, una que me habían hecho cuando acababa de salir del hospital y no debería haber hablado con nadie. Tenía la cara vuelta hacia un lado para que el pelo me cayera y me protegiera de la cámara. Apagué el televisor.

Llevaba la bata rosa —o, tal como ella la llamaba, en un francés pésimo, el
peignoir

entreabierta, dejando al descubierto la piel de su cuello y la porción superior de sus pechos menudos. Advertí que su piel, siempre motivo de orgullo y satisfacción para ella —aunque lo cierto es que no había demasiadas partes de su cuerpo que no constituyeran un motivo de orgullo y satisfacción para ella— había empezado a arrugarse. Sujetaba con la mano una botella de vodka, el primer indicio para mí de que las cosas habían cambiado: hasta entonces, al menos siempre solía mezclarlo con algo. Debía de haberse quedado dormida, porque el cigarrillo que sostenía entre sus labios carnosos aún estaba encendido. La ceniza de la punta medía más de dos centímetros, y mientras yo la miraba, tembló un instante, cayó y aterrizó en su pecho desnudo. Hipnotizada por el ascua del cigarrillo, cada vez más cerca de sus labios, me pregunté si llegaría a despertarse siquiera cuando empezara a quemarle, pero se lo quité con delicadeza. Sin tocarla, me incliné y le quité la ceniza de un soplo, y luego tiré las galletas a la basura y me volví a la cama. Supuse que iría perdiendo el hábito conforme hiciese más tiempo que había vuelto a casa.

En ese momento, de pie en su cocina, siguió mi mirada hasta la copa y se desplazó un palmo para esconderla con su cuerpo. Con la mirada me desafiaba a que le dijese algo.

—Tienes razón. Perdona.

Era más fácil darle la razón, simplemente.

Sin que se me ocurriera modo alguno de salir airosa de aquella situación, no tardé en verme llevando la cena a la mesa al tiempo que trataba de evitar la mirada de Luke. Extendió las manos para recoger un tazón de sopa que le ofrecía yo y recordé aquellas mismas manos recorriendo mi cuerpo, luego recordé las manos del Animal recorriendo mi cuerpo, y se me cayó el tazón de sopa. Los rápidos reflejos de Luke lo atraparon justo antes de que cayera en la mesa, pero no antes de que mamá lo advirtiera.

—¿Estás bien, Annie tesoro?

Asentí, pero no estaba bien, ni de lejos. Me senté enfrente de Luke y empecé a empujar la pasta de mi plato hacia los lados. Estaba demasiado pendiente del tictac del reloj de mi cabeza, que me decía que no me estaba permitido comer a esa hora, y mi estómago vacío se cerró en banda.

Durante la cena, mi padrastro estaba intentando explicarle a Luke su última idea para un posible negocio cuando mi madre lo interrumpió para preguntar a Luke si había notado que le había echado perejil fresco al pan de ajo que ella misma había horneado. Ah, y ¿le había dicho ya que el perejil lo cultivaba ella misma en su jardín? Wayne logró inserir un par de frases más y luego hizo una pausa para tomar un bocado. Mamá había cogido la directa. Explicó los pasos esenciales para crear la salsa de espaguetis perfecta, que por lo visto, incluían tocar el brazo de Luke cada veinte segundos y sonreírle para animarlo a continuar cada vez que hacía una pregunta.

Cuando los platos de los demás estuvieron vacíos, se hizo una pausa en la conversación mientras todos se concentraban en el mío, que aún estaba lleno. A continuación, Wayne dijo:

—Annie está ya mucho mejor.

Mamá, Luke y yo nos lo quedamos mirando y pensé: «¿Comparado con cuándo?».

—Lorraine, estaban exquisitos. Y tienes razón, los nuestros en el restaurante no tienen punto de comparación —comentó Luke.

Mi madre le dio un golpecito en el brazo y dijo:

—Ya te lo había dicho, ¿no? Y si te portas bien tal vez te enseñe alguno de mis trucos.

Otra risa ronca.

—Sería un honor para mí que compartieses conmigo tu receta, pero ahora me gustaría estar unos minutos a solas con Annie, si os parece bien.

Se volvió hacia mí, pero la idea de quedarme a solas con Luke me había helado la sangre en las venas y, al parecer, también en los labios, porque por mucho que quisiese, no conseguían articular las palabras: «No, no me parece bien. No me parece nada bien».

No era yo la única a quien la propuesta había pillado por sorpresa. Mamá y Wayne levantaron la cabeza al unísono, como un par de marionetas de cuerda. Mi madre tenía la mano apoyada en el brazo de Luke, y la retiró como si acabara de quemarse.

—Bueno, en ese caso, supongo que ya puedo empezar a despejar un poco la cocina.

Cuando nadie hizo nada por detenerla, retiró su silla hacia atrás con tanta fuerza que hizo un arañazo en el suelo de linóleo, y se llevó un par de platos. Wayne se levantó para ayudarla, y cuando ya estaban en la cocina, lo oí decir algo acerca de dejar cierta intimidad a los jóvenes mientras él y mi madre salían al porche a fumar un cigarrillo. Por el tono lánguido de la respuesta de ella, la idea no parecía hacerle mucha gracia, pero al poco oí abrirse y cerrarse la puerta de la cocina y los pasos de ambos en el porche de fuera. Durante una fracción de segundo, mamá asomó la cabeza por la puerta corredera de cristal que comunicaba el comedor con la terraza del porche, pero cuando la vi, se escondió enseguida.

Seguí enredando los espaguetis en mi tenedor. Luego, Luke me dio un golpe en el pie por debajo de la mesa y se aclaró la garganta. Se me cayó el tenedor en el plato con un ruido metálico, y la salpicadura de la salsa de tomate me manchó entera y, lo que era aún peor, le manchó a él la camisa blanca como si fuera un reguero de sangre.

Me levanté de un salto a por un trozo de papel de cocina, pero Luke se me adelantó y me sujetó de las manos.

—Sólo es salsa de espagueti. —Me quedé mirando sus manos, alrededor de mis brazos, y luego intenté zafarme de él. Me los soltó al instante—. Mierda. Lo siento, Annie.

Me froté los brazos con las manos.

—¿Es que no puedo tocarte en absoluto?

Me puse a pestañear desesperadamente para contener las lágrimas, pero no pude evitar que una de ellas se me escapara cuando vi el brillo de la respuesta a esa pregunta en sus propios ojos. Volví a sentarme de golpe.

—No puedo. Todavía no…

Su mirada suplicante me imploraba que me sincerase con él, que compartiese con él mis sentimientos como había hecho siempre, pero no podía.

—Lo único que quiero es ayudarte a superar todo esto, Annie… me siento tan increíblemente inútil… ¿Es que no hay nada que pueda hacer por ti?

—¡No!

La palabra salió disparada llena de rabia y rencor, y su rostro se estremeció como si le hubiese pegado. Él no podía hacer nada, nadie podía hacer nada. Ser consciente de eso era lo que me hacía odiarlo en ese preciso instante, y odiarme a mí misma por sentirme así un instante después.

Sus labios esbozaron una sonrisa amarga. Negó con la cabeza y dijo:

—Soy un auténtico idiota, ¿verdad? Creía que si hablábamos, entonces entendería…

Víctima de mi propio dolor, sólo quería hacer daño.

—Tú no puedes entenderlo. Nunca podras entenderlo.

—No, tienes razón. Seguramente no puedo entenderlo, pero quiero intentarlo.

—Y yo sólo quiero que me dejéis en paz.

Mis palabras quedaron suspendidas en el aire como moscas alrededor de los restos de la que había sido nuestra relación. Tras asentir con la cabeza, se levantó. Por dentro, quise gritar: «Lo siento. Olvida lo que he dicho. No lo decía en serio. Por favor, quédate».

Pero él ya había abierto la puerta corredera de cristal. Estaba dándole las gracias a mi madre por la cena, excusándose porque tenía que volver al restaurante y que se aseguraría de conseguir esa receta, mostrándose tan cortés. Tan cortés. Mientras yo seguía ahí sentada, roja como la grana de vergüenza, lamentándome.

Luego se detuvo un momento en la puerta y, con la mano en el pomo, se volvió y dijo:

—Lo siento mucho, Annie.

La sinceridad de su voz me dolió muy adentro, en recovecos que creía ya tan llenos de dolor que no sabía que cupiese más dolor aún, y le di la espalda, le di la espalda a su belleza y su amabilidad, y me fui pasillo abajo, pasando por su lado, sin dignarme siquiera mirarlo a los ojos. Desde mi dormitorio, oí el ruido de la puerta principal al cerrarse y de su camioneta al arrancar y alejarse. Ni siquiera rápidamente, llena de ira como habría hecho yo, sino despacio. Con tristeza.

Y en esos momentos, meses más tarde, me interrumpió por teléfono y dijo:

—Por favor, Annie, déjalo. No me debes ninguna disculpa, a mí menos que a nadie. Lo fastidié todo. No debería haber aparecido así, sin más. Te presioné. He estado maldiciéndome por ello todo este tiempo. Por eso no he dejado de llamarte, porque sabía que estarías culpándote a ti misma.

—Te dije cosas horribles. Fui muy mala contigo.

—Tenías todo el derecho, fui un capullo insensible. Por eso he intentado mantenerme a distancia, pero a lo mejor todavía no estás preparada para hablar conmigo. No me enfadaré si es así. Te lo prometo.

Eso era lo que nos decíamos siempre; él me decía «te quiero» y yo, reacia todavía a decírselo a él también a pesar de que ya llevábamos un año juntos, le contestaba: «¿Me lo prometes?».

—Sí quiero hablar contigo, pero no puedo hablar de lo que pasó.

—No tienes que hacerlo. ¿Qué tal si te voy llamando de vez en cuando y, si te apetece, respondes al teléfono y hablamos de lo que quieras? ¿Te parece eso bien? No quiero presionarte, como antes.

—Eso me parece bien. Quiero decir que lo intentaré, que quiero intentarlo. Empiezo a estar un poco cansada de hablar sólo con mi psicóloga y con
Emma
.

Su risa suave quebró la tensión.

Después de eso estuvimos hablando de
Emma
y de
Diesel
, su labrador negro, un buen rato. Al final, dijo:

—Te llamo dentro de unos días, ¿de acuerdo?

—No te sientas obligado a llamarme.

—No me siento obligado. Y tú no te sientas obligada a contestar cuando te llame.

—No me sentiré obligada.

Me llamó al día siguiente y otra vez a principios de esta semana, doctora, y sólo hemos charlado de cosas intrascendentes, sobre todo del restaurante y de nuestros perros, pero todavía no sé cómo me siento al respecto. Me gusta, pero a veces siento rabia hacia él. ¿Cómo puede ser todavía tan bueno conmigo? No me lo merezco. Ese hombre no es normal. Su bondad misma me hace quererlo y odiarlo al mismo tiempo. Quiero odiarlo.

Soy como una herida que alguien acaba de coser, y cada vez que hablamos, se saltan los puntos, la herida se reabre y yo tengo que volver a coserla.

Y para colmo, su amabilidad conmigo me hace sentirme aún más estúpida, porque mi mayor temor ante la idea de volver a verlo de nuevo es que intente tocarme. Sólo de pensarlo empiezo a sudar de puro pánico. ¿Y que tenga esta reacción con Luke, precisamente…? Luke, que es capaz de sacar arañas del fregadero y llevarlas a la calle sólo para no matarlas… Es completamente absurdo. Si no puedo ser capaz de sentirme cómoda al lado de una persona como Luke, entonces es que estoy oficialmente para que me encierren. Para eso, más vale que haga una maleta con todas mis cosas y me vaya derecha a la suite más cara que tengan en Chez Manicomio.

Sesión quince

Gracias otra vez por aceptar que no quisiera hablar de la montaña en nuestra última sesión, y ha sido una semana infernal, así que no estoy muy segura de querer tocar ese tema hoy tampoco… ya veremos cómo me siento. Mi dolor es como un vendaval. A veces puedo ponerme delante de él y soportarlo sin problemas, y cuando estoy enfadada, soy capaz incluso de plantarle cara y desafiarlo a que me tire al suelo si puede. Pero otras veces necesito agacharme en el suelo, quedarme hecha un ovillo y dejar que me azote la espalda. Últimamente me ha dado sobre todo por quedarme agachada en el suelo.

Joder, seguramente usted también necesita un descanso: toda esta mierda es muy deprimente, ¿no? Ojalá pudiese contarle alguna anécdota feliz o hacerla sonreír con alguna ocurrencia que haya dicho. Cuando salgo de aquí, me siento mal por haber hecho que escuchara todas mis penas, hace que me sienta egoísta. Pero no basta con que quiera cambiar. Toda esta mierda me ha convertido en una persona egoísta. Tengo una tristeza justificada.

La primera vez que hablé con usted, le dije que tenía un par de razones para intentar asistir de nuevo a sesiones de terapia, pero no llegué a contarle lo que hizo que abandonara al fin la burbuja de «estoy muy bien y no necesito ayuda de nadie, gracias» en la que vivía encerrada.

Sucedió en una tienda. Yo sólo salgo a hacer la compra de noche y con una gorra de béisbol. He pensado en la posibilidad de hacer la compra por internet, pero a saber a quién me mandarían a casa a traerme los productos, y ya estoy harta de que los periodistas utilicen cualquier artimaña para colarse en mi casa. Total, el caso es que había una mujer agachada en el pasillo, buscando algo en el estante inferior. Hasta ahí no había nada raro, sólo que unos pasos detrás de ella estaba su carrito, solo, sin que nadie lo vigilara, y en él había una niña pequeña.

BOOK: Nadie te encontrará
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