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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (21 page)

BOOK: Nadie te encontrará
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Me desperté sola en la cama, donde debía de haberme dejado él, con un doloroso martilleo en la mandíbula. La manta de mi hija estaba cuidadosamente doblada encima de la almohada, a mi lado.

Hasta este día, nadie sabe el nombre de mi hija, ni siquiera la policía. He intentado decirlo en voz alta, sólo para mí misma, pero se me queda atascado en la garganta, en el corazón.

Cuando el Animal salió por aquella puerta con ella, se llevó consigo todo lo que quedaba de mí. Sólo tenía cuatro semanas cuando murió… o fue asesinada. Cuatro semanas. Eso no es tiempo suficiente para haber vivido. Vivió nueve veces más en mi vientre de lo que llegó a vivir en el mundo.

Veo fotos en las revistas de niños de la misma edad que ella tendría ahora, y me pregunto si se parecería a ellos. ¿Tendría todavía el pelo oscuro? ¿De qué color serían sus ojos? Cuando fuera mayor, ¿habría sido una persona feliz o una mujer seria? Nunca lo sabré.

El recuerdo más nítido que tengo de aquella noche es el de él sentado a los pies de la cama con ella en brazos y pienso: «¿Y si lo hizo?». Luego pienso que aunque no fuese intencionadamente, él la mató al negarse a buscar ayuda para ella. Es más fácil odiarlo a él, culparlo a él. De lo contrario, no hago más que rememorar una y otra vez esa noche tratando de recordar en qué posición estaba la última vez que la dejé en su cuna. Durante un rato me convenzo de que estaba boca arriba y fue culpa mía porque seguramente tenía neumonía y se ahogó en la mucosidad. Luego pienso que no, que debí de ponerla boca abajo, y me pregunto si murió asfixiada estando yo durmiendo a menos de metro y medio de ella. He oído que se supone que una mujer sabe cuándo sus hijos están en peligro. Pero yo no presentí nada. ¿Por qué no lo presentí, doctora?

Sesión catorce

Discúlpeme por no haber venido a las dos últimas sesiones, pero le agradezco encarecidamente lo comprensiva que se mostró conmigo cuando llamé para anularlas, y tengo que decirle que me dejó de piedra cuando llamó la semana pasada para preguntarme cómo estaba… no sabía que los psicólogos hacían esas cosas. Fue todo un detalle.

Después de nuestra última sesión, necesitaba estar unos días sin ver a nadie. Parece ser que al final he caído en una depresión, o mejor dicho, me ha caído ella encima. Y no con suavidad, precisamente. No, la muy jodida me ha aplastado contra el suelo y ahí me tiene, sin dejarme levantar cabeza. Nunca hasta ahora he hablado de mis sentimientos sobre la muerte de mi hija; la policía sólo quiere hechos, y me niego rotundamente a hablar de ella con la prensa. La mayoría de la gente intuye que no debe preguntarme por ella, supongo que hay quienes todavía tienen un poco de sensibilidad, pero de vez en cuando algún periodista desgraciado se pasa de la raya.

A veces se me pasa por la cabeza que, si la gente no me pregunta, es porque no se les ocurre pensar que a lo mejor la quería. Cuando volví y estuve viviendo en casa de mi madre, una tarde las oí a ella y a la tía Val cuchichear en la cocina. La tía Val dijo algo sobre mi niña y mamá le respondió: «Sí, es muy triste que muriera, pero en el fondo, seguramente fue lo mejor para ella».

¿Había sido lo mejor? Me dieron ganas de irrumpir en la estancia y decirle lo equivocada que estaba, pero no habría sabido por dónde empezar. Me tapé los oídos con la almohada y me eché a llorar hasta quedarme dormida.

Me siento como una hipócrita, dejando que todos crean que él la mató y que yo soy la víctima inocente… cuando sé perfectamente que su muerte fue culpa mía. Y sí, ya hemos hablado usted y yo de esto por teléfono, y me gustó mucho ese artículo que me envió por correo electrónico sobre el complejo de culpa de los supervivientes. Todo tenía mucho sentido, pero a pesar de eso, pensé: «Qué bien le vendrá esto a la gente que esté en esa situación». No importa la cantidad de libros o artículos que me lea, yo ya me he juzgado y condenado por no haberla protegido lo suficiente.

He intentado escribirle una carta a mi hija, tal como usted me sugirió, pero cuando hube sacado hoja y bolígrafo, me quedé allí sentada a la mesa, mirando el papel en blanco. Al cabo de unos minutos, miré por la ventana el ciruelo de mi jardín y vi a los colibríes revoloteando alrededor de su comedero, y luego volví a mirar la hoja en blanco. Todos aquellos pensamientos que tenía al principio de mi embarazo, sobre lo de que el bebé era un monstruo, ¿debió de percibirlos ella cuando estaba en mi vientre? Intenté concentrarme en los recuerdos felices que tenía de ella, en lugar de pensar sólo en cómo murió, pero mi cerebro se negaba a colaborar, rememorando una y otra vez aquella noche. Al final me levanté y me preparé una taza de té. La maldita hoja de papel y el bolígrafo siguen ahí encima de la mesa. Tengo la sensación de que no basta con un «lo siento».

Los primeros días después de nuestra última sesión, no hacía otra cosa más que llorar. No me hacía falta ningún motivo en concreto para que me entrara la llorera.
Emma
y yo podíamos estar paseando por el bosque cuando, de repente, el dolor me asestaba tal golpe que me obligaba a doblarme sobre mi estómago, impidiéndome respirar. Durante uno de nuestros paseos, me pareció oír el llanto de un bebé, pero cuando corrí sendero arriba, vi que era una cría de cuervo en la rama de un abeto. Acto seguido, me hinqué de rodillas en mitad del sendero, clavando las uñas en el suelo, un torrente de lágrimas anegando la tierra que me rodeaba, mientras
Emma
trataba de acercarme el hocico al cuello y lavarme la cara a lametones.

Como compitiendo en una carrera con mi dolor, eché a correr en dirección a casa, y la sensación de pisar la tierra con movimiento firme me pareció sólida y reconfortante. El tintineo del collar de
Emma
corriendo delante de mí me trajo recuerdos de otros tiempos, cuando salíamos juntas a correr por las mañanas, otra cosa que había olvidado que me gustaba. Ahora salgo a correr todos los días. Corro hasta tener todo el cuerpo empapado en sudor, sin concentrar el pensamiento en nada más que no sea mi respiración.

Luke me llamó una semana después de nuestra última sesión; antes me dejaba mensajes diciéndome que lo llamase si me apetecía, pero yo no se los devolvía. Al fin renunció a dejarme mensajes, pero seguía llamando al menos cada dos semanas a pesar de que yo nunca respondía al teléfono. Hacía ya casi un mes desde su última llamada, justo antes de que lo viera con aquella chica, y no creía que fuese a intentar llamarme de nuevo.

Cuando sonó el teléfono, estaba abajo, en el cuarto de la lavadora, y tuve que correr para buscar el inalámbrico. En cuanto vi su número, mi corazón, que ya estaba acelerado, se aceleró aún más, y estuve a punto de devolver el auricular a su sitio, pero pulsé al botón de hablar y oí su «¿Hola?» antes de saber lo que hacía. Luego no me di cuenta de que no le había contestado hasta que lo oí decir:

—¿Annie?

—Hola.

—Has contestado. No sabía si me ibas a…

Hizo una pausa y supe que yo debería decir algo, alguna frase que sonase amigable, algo que quisiese decir: «Me alegro de que hayas llamado».

—Estaba haciendo la colada.

Joder… Para eso, más me valía haberle dicho que estaba en el baño.

—¿Te he interrumpido?

—No… quiero decir, sí, pero no pasa nada. Puede esperar.

—Te vi hace unas semanas y quise llamarte entonces, pero no sabía si querías que lo hiciera o no.

—¿Me viste?

—Estabas saliendo del supermercado. Intenté alcanzarte, pero ibas demasiado rápido.

Me ardía la cara. Mierda… Me había visto saliendo de la tienda.

Esperé a que dijese algo sobre la chica, pero como no decía nada, exclamé:

—¿Ah, sí? Pues yo no te vi. Paré un momento a comprar una cosa, pero no la tenían.

Los dos nos quedamos en silencio unos instantes, y luego dijo:

—Bueno, ¿y qué tal te va últimamente? Siempre acostumbro a observar por si veo tus carteles en el jardín de alguna casa.

Resistí la tentación de ser mala y contestarle que el último cartel que había clavado en el jardín de alguien había sido en la casa donde me habían raptado. Sabía que no lo había dicho con mala intención.

—Pues creo que tendrás que esperar una buena temporada.

—Echo de menos ir por ahí con el coche y verlos; tus tréboles de cuatro hojas siempre me hacían sonreír.

Y yo que me había creído tan lista incorporando tréboles de cuatro hojas a mis carteles, mis tarjetas de visita y hasta en la puerta de mi coche… Mi lema distintivo era: «Annie O'Sullivan: la suerte de los irlandeses». La suerte era la base de toda mi puta campaña de marketing. A eso lo llamo yo ironía.

—Tal vez algún día. O tal vez me dedique a otra cosa.

Como tirarme por un puente.

—Tendrás éxito hagas lo que hagas, pero si alguna vez vuelves a dedicarte al negocio inmobiliario, no tardarás nada en llegar de nuevo a la cima. Se te daba de fábula.

No tan bien como a mí me habría gustado, no tan bien como mi madre creía que debería haberlo hecho: durante todo el tiempo que había trabajado en el sector inmobiliario, mi madre se dedicaba a enseñarme los anuncios de los otros agentes y a preguntarme por qué no me había quedado yo con tal propiedad o tal otra. Y no se me daba tan bien como a Christina, que era una de las principales razones por las que me había dedicado a aquello, para empezar. Después del instituto, había tenido una serie de trabajillos de mierda —camarera, cajera, secretaria—, pero luego me había salido uno que me gustaba de verdad, trabajando en la parte técnica de un periódico, en la creación del diseño de anuncios. Pero me pagaban una miseria, y para cuando estaba a punto de cumplir los treinta, ya estaba harta de no tener nunca dinero, sobre todo viendo que Christina y Tamara ganaban una fortuna, cosa que mi madre siempre se encargaba de sacar a relucir, y… ¡qué narices! Yo también quería conducir un buen coche.

—He estado yendo al psicólogo.

Joder, primero la colada y ahora la terapia… lo único que quería era dejar de hablar del tema de la inmobiliaria.

—¡Eso es genial!

Sí, ahora ya puedo ir a mear con más asiduidad durante el día, y comer cuando tengo hambre, y hasta que me tocó hablar de mi hija muerta, había conseguido reducir eso de encerrarme a dormir en el armario a un par de veces por semana. ¿A que era genial? Pero me tragué mis amargos comentarios; el pobre sólo estaba tratando de ser amable, y además, ¿a quién coño quería engañar? Lo cierto es que necesitaba un psicólogo.

—¿Sigues ahí? —Y entonces, dando un suspiro, añadió—: Mierda… lo siento, Annie. No hago más que decir cosas que no debo, ¿verdad?

—No, no, si no eres tú… Es sólo… bueno, ya sabes… cosas mías. Bueno, y ¿cómo te van las cosas en el restaurante?

—Hemos variado la carta. Deberías venir alguna vez, ¿te apetecería? A los clientes parece gustarle.

Estuvimos charlando un rato sobre el restaurante, pero era como mantener una de nuestras viejas conversaciones a través de uno de esos laberintos con espejos de los parques de atracciones: todo estaba distorsionado, y ninguno de los dos sabía qué puerta era la correcta. Yo abrí una que no era segura.

—Luke, nunca te lo he dicho, y sé que debería haberlo hecho antes, pero de verdad lamento mucho cómo me comporté contigo la primera vez que viniste a verme al hospital. Es que…

—Annie.

—El tipo que me secuestró… me dijo cosas, y yo…

—Annie…

—Yo no supe la verdad hasta más tarde.

Cuando seguí negándome a ver a Luke, mamá quiso saber por qué. Luego me dijo que Luke no sólo no tenía ninguna novia nueva, sino que había estado organizando recaudaciones de fondos en su restaurante para financiar las partidas de búsqueda hasta una semana antes de mi regreso. Mi madre también me contó que la policía había estado interrogándolo varios días, pero él demostró que estaba en el restaurante cuando se produjo el secuestro. Me dijo que incluso después de que lo soltaran, mucha gente siguió tratándolo aún como si hubiera tenido algo que ver con todo aquello.

Recordé mi reacción cuando el Animal me dijo que Luke había pasado página y había empezado a salir con otra chica… cuando en realidad había sido acusado de hacerme daño y luego había seguido intentando encontrarme incansablemente. Lo menos que podía hacer era acceder a que fuera a visitarme.

—Pero entonces monté todo aquel jaleo con tu visita —dije.

—¡Annie! Chsss… No pasa nada, no tienes por qué hacer esto…

Pero lo hice.

—Y luego, cuando viniste a casa de mamá…

Ni siquiera sé por dónde empezar a explicar lo que pasó ese día. Sólo hacía dos semanas que me habían dado el alta en el hospital, estaba dormitando en mi vieja habitación en casa de mi madre cuando oí voces en la cocina y salí para pedirles a ella y a Wayne que no hicieran tanto ruido.

Mamá estaba de espaldas a mí delante de la cocina, con una enorme cazuela al fuego, frente a ella, y un hombre a su lado. El hombre, que también me daba la espalda, se inclinó para que ella le diera a probar algo con un cucharón. Empecé a retroceder para salir de la cocina, pero el suelo emitió un crujido. Luke se volvió.

Oí a mamá decir a lo lejos:

—¡Caramba, te levantas justo a tiempo! Luke estaba probando mis espaguetis Surprise, y quiere la receta para su restaurante, pero yo le he dicho que, si la quiere, tendrá que ponerles mi nombre. —Su risa bronca inundó el aire ya espeso con orégano, albahaca, salsa de tomate y tensión.

La expresión sincera de Luke era uno de los rasgos que más me gustaban de él, y en esos momentos tenía la cara completamente pálida, de la impresión. Me había visto en el hospital, y estoy segura de que había visto mi foto en los periódicos, pero había perdido más peso y seguramente, con el viejo chándal de Wayne aún parecía más flaca de lo que estaba. Tenía unas profundas ojeras y no me había lavado ni cepillado el pelo en varios días. Naturalmente, Luke estaba aún más guapo de lo que recordaba, y su camiseta blanca le resaltaba el bronceado de los antebrazos y le marcaba los pectorales. El pelo oscuro, que llevaba más largo que cuando me secuestraron y perfectamente despeinado, le relucía bajo la luz brillante de la cocina.

—Te he traído flores, Annie. —Gesticuló con la mano en dirección a un jarrón que había en la encimera, lleno de rosas. Rosas de color rosa, nada menos.

—Te las he puesto en agua, Annie tesoro.

Mamá examinaba las rosas entrecerrando los ojos… sólo un poco, no lo suficiente para que alguien más lo notara, pero conozco a mi madre. Las estaba comparando con sus propias rosas y no daban la talla.

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