Nada (23 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Nada
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El aire de fuera resultaba ardoroso. Me quedé sin saber qué hacer con la larga calle Muntaner bajando en declive delante de mí. Arriba, el cielo, casi negro de azul, se estaba volviendo pesado, amenazador aun, sin una nube. Había algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo aplastado sobre la calle silenciosa. Algo que me hacía sentirme pequeña y apretada entre fuerzas cósmicas como el héroe de una tragedia griega.

Parecía ahogarme tanta luz, tanta sed abrasadora de asfalto y piedras. Estaba caminando como si recorriera el propio camino de mi vida, desierto. Mirando las sombras de las gentes que a mi lado se escapaban sin poder asirlas. Abocando en cada instante, irremediablemente, en la soledad.

Empezaron a pasar autos. Subió un tranvía atestado de gente. La gran vía Diagonal cruzaba delante de mis ojos

con sus paseos, sus palmeras, sus bancos. En uno de estos bancos me encontré sentada, al cabo, en una actitud estúpida. Rendida y dolorida como si hubiera hecho un gran esfuerzo.

Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos.

Empezó a temblarme el mundo detrás de una bonita niebla gris que el sol irisaba a segundos. Mi cara sedienta recogía con placer aquel llanto. Mis dedos lo secaban con rabia. Estuve mucho rato llorando, allí, en la intimidad que me proporcionaba la indiferencia de la calle, y así me pareció que lentamente mi alma quedaba lavada.

En realidad, mi pena de chiquilla desilusionada no merecía tanto aparato. Había leído rápidamente una hoja de mi vida que no valía la pena de recordar más. A mi lado, dolores más grandes me habían dejado indiferente hasta la burla...

Corrí, de vuelta a casa, la calle de Aribau casi de extremo a extremo. Había estado tanto tiempo sentada en medio de mis pensamientos que el cielo se empalidecía. La calle irradiaba su alma en el crepúsculo, encendiendo sus escaparates como una hilera de ojos amarillos o blancos que mirasen desde sus oscuras cuencas... Mil olores, tristezas, historias subían desde el empedrado, se asomaban a los balcones o a los portales de la calle de Aribau. Un animado oleaje de gente se encontraba bajando desde la solidez elegante de la Diagonal contra el que subía del movido mundo de la plaza de la Universidad. Mezcla de vidas, de calidades, de gustos, eso era la calle de Aribau. Yo misma: un elemento más, pequeño y perdido en ella.

Llegaba a mi casa, de la que ninguna invitación a un veraneo maravilloso me iba a salvar, de vuelta de mi primer baile en el que no había bailado. Caminaba desganada, con deseos de acostarme. Delante de mis ojos, un poco doloridos, se iluminó aquel farol, familiar ya como las facciones de un ser querido, que se levantaba sobre su brazo negro delante del portal.

En aquel momento vi con asombro a la madre de Ena que salía de mi casa. Ella me vio también y vino hacia mí. Como siempre, el hechizo de la dulzura y de la sencilla elegancia de aquella mujer me penetraron hondamente. Su voz entró por mis oídos trayéndome un mundo de recuerdos.

—¡Qué suerte haberla encontrado, Andrea! —me dijo—. He estado esperándola en su casa mucho tiempo... ¿Tiene usted un momento para mí? ¿Me permitirá que la invite a tomar un helado en cualquier sitio?

Tercera Parte
XIX

Cuando estuvimos frente a frente en el café, en el momento de sentarnos, aún era yo la criatura encogida y amargada a quien le han roto un sueño. Luego me fue invadiendo el deseo de oír lo que la madre de Ena, de un momento a otro, iba a decirme. Me olvidé de mí y al fin encontré la paz.

—¿Qué le sucede a usted, Andrea?

Aquel usted en labios de la señora se volvía tierno y familiar. Me produjo ganas de llorar y me mordí los labios. Ella había desviado los ojos. Cuando los pude ver, ensombrecidos por el ala del sombrero, tenían una humedad de fiebre... Yo estaba ya tranquila y ella era quien me sonreía con un poco de miedo.

—No me pasa nada.

—Es posible, Andrea..., llevo unos días que descubro sombras extrañas en los ojos de todos. ¿No le ha sucedido alguna vez atribuir su estado de ánimo al mundo que la rodea?

Parecía que sonriendo ella tratara de hacerme sonreír también. Decía todo con un tono ligero.

—¿Y cómo es que no va usted por casa en esta temporada? ¿Está usted disgustada con Ena?

—No —bajé los ojos—, más bien creo que es ella la que se aburre conmigo. Es natural...

—¿Por qué? Ena la quiere a usted muchísimo... Sí, sí, no ponga usted esa expresión reconcentrada. Es usted la única amiga que tiene mi hija. Por eso he venido a hablarle...

Vi que ella jugaba con los guantes, alisándolos. Tenía unas manos delicadísimas. La punta de sus dedos cedía tiernamente hacia atrás al menor contacto. Tragó saliva.

—Me cuesta muchísimo trabajo hablar de Ena. Nunca lo he hecho con nadie; la quiero demasiado para eso... Yo a Ena se puede decir que la adoro, Andrea.

—Yo también la quiero muchísimo.

—Sí, ya lo sé..., pero ¿cómo podría usted entender esto? Ena para mí es diferente de mis demás hijos, está sobre todos los que rodean mi vida. El cariño que siento por ella es algo extraordinario.

Yo entendía. Más por el tono que por las palabras. Más por el ardor de la voz que por lo que decía. Me daba un poco de miedo... Yo siempre había pensado que aquella mujer quemaba. Siempre. Cuando la oí cantar aquel primer día en que la vi en su casa, y luego, cuando me miró de tal manera que sólo recogí un estremecimiento de angustia.

—Sé que Ena está sufriendo esta temporada. ¿Comprende lo que eso significa para mí? Hasta ahora su vida había sido perfecta. Parecía que en cualquiera de sus pasos estaba el éxito. Sus risas me daban la sensación de la vida misma... Ella ha sido siempre tan sana, tan sin complicaciones, tan feliz. Cuando se enamoró de ese muchacho, Jaime...

(Delante de mi sorpresa, ella se sonreía con cierta tristeza y travesura a la vez.)

—Cuando se enamoró de Jaime todo fue como un buen sueño. El que hubiera encontrado un hombre capaz de comprenderla, precisamente en el momento en que al salir de la adolescencia lo necesitaba, era a mis ojos como el cumplimiento de una maravillosa ley natural...

Yo no quería mirarla. Estaba nerviosa. Pensé: «¿Qué quiere averiguar por medio de mí esta señora?». Estaba resuelta en todo caso a no traicionar ningún secreto de Ena, por muchas cosas suyas que su madre pareciera saber. Decidí dejarla hablar sin decir una palabra.

—Ya ve, Andrea, que no le pido que me cuente ninguna cosa que quiera callar mi hija. No es preciso que lo haga. Es más, le ruego que nunca le diga a Ena todo lo que de ella sé. La conozco bien y sé lo dura que puede llegar a ser en ocasiones. Nunca me lo perdonaría. Por otra parte, algún día me contará estas historias ella misma. Cada vez que le sucede algo a Ena, vivo esperando el día en que me lo cuente... No me defrauda nunca. Siempre llega ese día. De modo que le pido su discreción y también que me escuche... Yo sé que Ena va con frecuencia a casa de usted y no para visitarla, precisamente... Sé que sale con un pariente suyo llamado Román. Sé que desde entonces sus relaciones con Jaime se han enfriado o se han terminado por completo. Ena misma parece haber cambiado enteramente... Dígame, ¿qué opinión tiene usted de su tío?

Me encogí de hombros.

—A mí también me ha hecho pensar este asunto... Creo que lo peor de todo es que Román tiene atractivo a su manera, aunque no es una persona recomendable. Si usted no le conoce es imposible decirle...

—¿A Román? —la sonrisa de la señora le hacía volverse casi bella, tan profunda era—. Sí, a Román le conozco. Hace muchos años que conozco a Román... Ya ve usted, fuimos compañeros en el Conservatorio. Él no tenía más que diecisiete años cuando yo le conocí y galleaba entonces creyendo que el mundo habría de ser suyo... Parecía tener un talento extraordinario, aunque estaba limitado por su pereza. Los profesores tenían en él grandes esperanzas. Luego, sin embargo, se ha hundido. Al final ha prevalecido lo peor de él... Cuando le he vuelto a ver hace unos días me ha dado la impresión de un hombre que se hubiera acabado ya. Pero conserva su teatralidad, su gesto de mago oriental que va a descubrir algún misterio. Conserva sus trampas y el arte de su música... Yo no quiero que mi hija se deje coger por un hombre así... Yo no quiero que Ena pueda llorar o ser desgraciada por...

Los labios le temblaban. Se daba cuenta de que hablaba conmigo y le cambiaba el color de los ojos a fuerza de quererse dominar. Luego los cerraba y dejaba que desbordase aquel tumultuoso decir como un agua que rompe los diques y lo arrastra todo...

—¡Dios mío! Sí que conozco a Román. Le he querido demasiado tiempo, hija mía, para no conocerle. De su magnetismo y de su atractivo, ¿qué me va usted a decir que yo no sepa, que yo no haya sufrido en mí con la fuerza esta, que parece imposible de suavizar y de calmar, que da un primer amor? Sus defectos los conozco tan bien, que ahora, comprimido y amargado por su vida, si es tal como yo la supongo, el solo pensamiento de que mi hija pueda estar atraída por ellos tal como yo misma lo estuve, es para mí un horror inimaginable. Al cabo de los años, no esperaba yo esta trampa de la suerte, tan cruel... ¿Sabe usted lo que es tener dieciséis, diecisiete, dieciocho años y estar obsesionada por sólo la sucesión de gestos, de estados de ánimo, de movimientos, que en conjunto forman ese algo que a veces llega a parecer irreal y que es una persona?... No, ¡qué angustia! ¿Qué puede saber usted con los ojos tranquilos con que mira? Nada sabe tampoco de ese querer guardar lo que desborda, del imposible pudor de los sentimientos. Llorar en soledad era lo único que a mí, en mi adolescencia, me estaba permitido. Todo lo demás lo hacía y lo sentía rodeada de ojos vigilantes... ¿Ver a un hombre a solas, siquiera fuese de lejos, tal como yo acechaba a Román entonces, siquiera fuese desde una esquina de la calle de Aribau, bajo la lluvia, en la mañana, con los ojos clavados en el portal por donde él debería aparecer con su cartera de estudiante bajo el brazo, golpeando, casi siempre, la espalda del hermano, en un juego de cachorros que se acaban de despertar? No, yo no pude nunca esperar sola allí. Había que sobornar a la criada acompañante, fisgona y fastidiada por aquellas esperas blancas que destruían todas sus figuraciones sobre lo que el amor es... Respeto hasta un punto extraordinario la independencia de Ena, cuando recuerdo los bigotes negros y los ojos saltones de aquella mujer. Sus bostezos bajo el paraguas en las mañanas de invierno... Un día logré que mi padre consintiese en que diésemos en casa un concierto de piano y violín Román y yo a base de las composiciones de Román. Fue un éxito asombroso. Los asistentes estaban como electrizados... No, no, Andrea; por mucho que yo viva es imposible que vuelva a sentir una emoción semejante a la de aquellos minutos. A la emoción que me destrozaba cuando Román me sonrió con los ojos casi humedecidos. Un rato después, en el jardín, Román se daba cuenta de algo de aquella extática adoración que yo sentía por él y jugaba conmigo con la curiosidad cínica con que un gato juega con el ratón que acaba de cazar. Entonces fue cuando me pidió mi trenza.

»—No eres capaz de cortártela para mí —dijo, brillándole los ojos.

»Yo no había soñado siquiera una felicidad mayor que la de que él me pidiera algo. La magnitud del sacrificio era tan grande, sin embargo, que me estremecía. Mi cabello, cuando yo tenía dieciséis años, era mi única belleza. Aún llevaba una trenza suelta, una única, gordísima trenza que me resbalaba sobre el pecho hasta la cintura. Era mi orgullo. Román la miraba día tras día con su sonrisa inalterable. Alguna vez me hizo llorar esa mirada. Por fin no la pude resistir más y después de una noche de insomnio, casi con los ojos cerrados, la corté. Tan espesa era aquella masa de cabellos y tanto me temblaban las manos que tardé mucho tiempo. Instintivamente me apretaba el cuello como si un mal verdugo tratara torpemente de cercenarlo. Al día siguiente, al mirarme al espejo, me eché a llorar. ¡Ah, qué estúpida es la juventud!... Al mismo tiempo un orgullo humildísimo me corroía enteramente. Sabía que nadie hubiera sido capaz de hacer lo mismo. Nadie quería a Román como yo... Le envié mi trenza con la misma ansiedad un poco febril, que fríamente parece tan cursi, de la heroína de una novela romántica. No recibí ni una línea suya en contestación. En mi casa la ocurrencia fue como si hubiera caído una verdadera desgracia sobre la familia. En castigo me encerraron un mes sin salir a la calle... Sin embargo, era todo fácil de soportar. Cerraba los ojos y veía entre las manos de Román aquella soga dorada que era un pedazo de mí misma. Me sentía compensada así en la mejor moneda... Al fin volví a ver a Román. Me miró con curiosidad. Me dijo:

»—Tengo lo mejor de ti en casa. Te he robado tu encanto —luego concluyó impaciente: —¿Por qué has hecho esa estupidez, mujer? ¿Por qué eres como un perro para mí?

«Ahora, viendo las cosas a distancia, me pregunto cómo se puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos enfermar así, cómo en los sentidos humanos cabe una tan grande cantidad de placer en el dolor... Porque yo estuve enferma. Yo he tenido fiebre. Yo no he podido levantarme de la cama en algún tiempo; así era el veneno, la obsesión que me llenaba... ¿Y dice usted que si conozco a Román? Lo he repasado en todos sus rincones, en todos sus pliegues durante días infinitos, solitarios... Mi padre estaba alarmado. Hizo averiguaciones, la criada habló de mis manías... ¿Y este dolor de ser descubierta, destapada hasta los rincones más íntimos? Dolor como si arrancaran a tiras nuestra piel para ver la red de venas palpitando entre los músculos... Me tuvieron un año en el campo. Mi padre dio dinero a Román para que se alejara de Barcelona una temporada para que no estuviera allí a mi vuelta, y él tuvo la desfachatez de aceptar y de firmar un recibo en el que el hecho constaba.

»Yo me acuerdo bien de aquella vuelta mía a Barcelona. Del lánguido cansancio del tren —no se puede usted imaginar la cantidad de mantas, de sombrereras, de guantes y velos que entonces necesitábamos para un viaje de cuatro horas—. Me acuerdo del gran automóvil de mi padre que nos esperaba en la estación, cuyos asientos saltaban haciéndonos chocar envueltas en nuestros peludos abrigos y nos ensordecía con el ruido del motor. Había pasado un año entero sin oír el nombre de Román y entonces cada árbol, cada gota de luz —de esa barroca, inconfundible luz de Barcelona— me traía su olor, hasta dilatarme las narices presintiéndolo...

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