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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (5 page)

BOOK: Musashi
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Estas palabras tuvieron el efecto deseado.

—Pero..., pero... ¿adonde iríais? —balbució Okō.

—De regreso a Miyamoto. Allí está mi madre y también mi prometida.

La revelación de Matahachi cogió momentáneamente por sorpresa a Okō, pero ésta se serenó en seguida. Entrecerró los ojos hasta que fueron dos estrechas ranuras, su sonrisa se paralizó y su voz se volvió ácida.

—Por favor, aceptad mis excusas por entreteneros, por acogeros y daros un hogar. Si hay una chica esperándote, será mejor que regreses cuanto antes. ¡Nada más lejos de mi intención que impedírtelo!

Tras recibir la espada de roble negro, Takezō no se separaba nunca de ella. El mero hecho de sostenerla le producía un placer indescriptible. A menudo apretaba con fuerza la empuñadura o deslizaba el filo romo a lo largo de su palma, sólo para notar la perfecta proporción de la curvatura. Dormía abrazado a ella. El frescor de la superficie de madera contra su mejilla le recordaba el suelo del dōjō donde en invierno practicaba las técnicas de esgrima. Aquel instrumento casi perfecto de arte y muerte reavivaba en él el espíritu de lucha que había heredado de su padre.

Takezō había amado a su madre, pero ésta abandonó al padre y se marchó de casa cuando él aún era pequeño, dejándole a solas con Munisai, un ordenancista que no habría sabido mimar a un niño en el caso improbable de que hubiera querido hacerlo. En presencia de su padre el muchacho siempre se sintió torpe y asustado, nunca realmente a sus anchas. Cuando contaba nueve años, llegó a anhelar tanto una palabra amable de su madre, que se escapó de casa y recorrió todo el camino hasta la prefectura de Harima, donde ella vivía. Takezō nunca supo por qué sus padres se habían separado, y a esa edad una explicación probablemente no le habría ayudado mucho. Su madre se había casado con otro samurai, de quien había tenido otro hijo.

Cuando el pequeño fugado llegó a Harima, localizó a su madre sin pérdida de tiempo. En aquella ocasión ella le llevó a una zona boscosa detrás del templo local, donde no pudieran verles, y allí, con los ojos llenos de lágrimas, le estrechó entre sus brazos e intentó explicarle por qué tenía que volver al lado de su padre. Takezō no olvidaría jamás la escena, cada uno de cuyos detalles se mantendría nítido en su mente mientras viviera.

Por supuesto, su padre, siendo el samurai que era, en cuanto se enteró de su desaparición envió servidores para que recuperasen al niño, pues su paradero era evidente. Takezō fue devuelto a Miyamoto como si fuese un haz de leña, atado en el lomo de un caballo sin silla. A modo de saludo, Munisai le llamó mocoso insolente y, en un acceso de ira que a punto estuvo de hacerle perder la cabeza, azotó a su hijo con una vara hasta que no pudo más. Takezō recordaba más explícitamente que cualquier otra cosa la malignidad con que su padre le espetó su ultimátum: «Si vuelves con tu madre una sola vez más, te repudio».

Algún tiempo después de ese incidente, Takezō se enteró de que su madre había enfermado y fallecido. Su muerte surtió en él una transformación, y pasó de ser un chico silencioso y melancólico al matón del pueblo. Al final, hasta Munisai se sintió intimidado. Cuando amenazaba al muchacho con una porra, él se defendía con un palo de madera. El único que estaba a su altura era Matahachi, también hijo de un samurai. Todos los demás niños obedecían a Takezō. A la edad de doce o trece años era casi tan alto como un adulto.

En cierta ocasión, un espadachín errante llamado Arima Kihei enarboló un estandarte con blasón dorado y aceptó desafíos de los habitantes del pueblo. Takezō le mató sin esfuerzo, y sus vecinos le alabaron por su valor. Sin embargo, la buena opinión que tenían de él duró poco, pues al hacerse mayor se volvió cada vez más intratable y brutal. Muchos le consideraban un bárbaro, y pronto, cada vez que aparecía en las calles la gente se apartaba de él. Su actitud hacia ellos reflejaba la frialdad de los demás.

Cuando por fin murió su padre, tan duro e implacable hasta el último momento como lo había sido siempre, la vena cruel de Takezō se ensanchó aún más. De no haber sido por su hermana mayor, Ogin, probablemente Takezō no habría respetado nada y hubiera acabado expulsado del pueblo por una multitud airada. Por suerte, amaba a su hermana e, impotente ante las lágrimas de ésta, solía hacer todo lo que ella le pedía.

Ir a la guerra con Matahachi marcó un cambio decisivo para Takezō, pues indicaba que, de alguna manera, quería ocupar su sitio en la sociedad al lado de otros hombres. La derrota en Sekigahara redujo bruscamente tales esperanzas, y se encontró sumido de nuevo en la dura realidad de la que creía haber escapado. No obstante, era un joven bendecido con la sublime despreocupación que sólo florece en tiempos conflictivos. Cuando dormía, su rostro se volvía tan plácido como el de un niño, sin que le turbaran en absoluto los pensamientos sobre el mañana. Soñaba bastante, tanto dormido como despierto, pero sufría pocas decepciones auténticas. Puesto que, para empezar, tenía tan poco, que también tenía poco que perder y, aunque en cierto sentido estaba desarraigado, no se veía inmovilizado por ninguna traba.

En aquel momento Takezō respiraba profunda y acompasadamente, sujetando con fuerza su espada de madera, una leve sonrisa en los labios, y tal vez soñaba, quizá se deslizaban ante sus ojos cerrados, como una cascada de montaña, imágenes de su afable hermana y su pueblo natal. Okō entró en la habitación, provista de una lámpara. «Qué cara tan apacible», susurró, al tiempo que extendía el brazo para tocarle los labios con sus dedos. Entonces apagó la lámpara y se tendió a su lado. Haciéndose un ovillo, como una gata, se acercó lentamente a él, su rostro blanqueado por el maquillaje y su bata colorida, realmente demasiado juvenil para ella, ocultos por la oscuridad. No se oía más sonido que el de las gotas de rocío que caían en el alféizar de la ventana.

—Quisiera saber si todavía es virgen —musitó mientras se disponía a quitarle la espada de madera.

En el instante en que la tocó, Takezō se puso en pie, gritando:

—¡Ladrones! ¡Ladrones!

Su brusco movimiento hizo que Okō cayera sobre la lámpara metálica, la cual le produjo rasguños en el hombro y el pecho. Takezō le retorció el brazo sin piedad. Ella gritó de dolor.

La soltó, estupefacto.

—Ah, eres tú. Creí que era un ladrón.

—Ay —gimió Okō—. ¡Qué dolor!

—Lo siento, no sabía que eras tú.

—No conoces tu propia fuerza. Casi me has arrancado el brazo.

—Ya te he dicho que lo siento. De todos modos, ¿qué estás haciendo aquí?

Sin hacer caso de su inocente pregunta, ella se recobró rápidamente del brazo magullado y con el mismo miembro trató de rodearle el cuello, diciéndole con voz arrulladora:

—No tienes que disculparte, Takezō... —Suavemente deslizó el dorso de la mano por su mejilla.

—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loca? —le gritó él, apresurándose a apartarse de ella.

—No hagas tanto ruido, idiota. Ya sabes lo que siento por ti. —Reanudó su intento de acariciarle, mientras él agitaba la mano como un hombre atacado por un enjambre de abejas.

—Sí, y te estoy muy agradecido. Ninguno de nosotros olvidará jamás lo amable que has sido, la hospitalidad con que nos has acogido y todo lo demás.

—No me refiero a eso, Takezō. Hablo de mis sentimientos de mujer..., mi delicioso y cálido sentimiento hacia ti.

—Espera un momento —dijo él, incorporándose de un salto—. ¡Encenderé la lámpara!

—Oh, cómo puedes ser tan cruel —gimió la mujer, tratando de abrazarle una vez más.

—¡No hagas eso! —gritó él, indignado—. Basta ya..., ¡lo digo en serio!

Algo en su voz, algo intenso y resuelto, asustó a Okō, haciéndole interrumpir su ataque.

Takezō sintió que sus huesos se tambaleaban y le crujían los dientes. Jamás había tropezado con un adversario tan formidable. Ni siquiera cuando, tendido boca arriba, vio los caballos que galopaban por su lado en Sekigahara su corazón había palpitado de aquella manera. Se acurrucó en un rincón de la estancia.

—Vete, por favor —le suplicó—. Vuelve a tu habitación. Si no lo haces, llamaré a Matahachi. ¡Despertaré a toda la casa!

Okō no se movió, permaneció sentada en la oscuridad, respirando lentamente y mirándole con los ojos entrecerrados. No estaba dispuesta a permitir que la rechazara.

—Takezō —le arrulló de nuevo—. ¿No comprendes lo que siento? —Él no dijo nada—. ¿No lo comprendes?

—Sí, pero ¿comprendes acaso lo que yo siento cuando un tigre me arrebata el sueño, me da un susto de muerte y maltrata en la oscuridad?

Entonces le tocó a ella quedarse en silencio. Un susurro bajo, casi un gruñido, emergió de lo más profundo de su garganta. Finalmente habló recalcando mucho las silabas:

—¿Cómo puedes avergonzarme así?

—¿Que yo te avergüenzo?

—Sí, esto es mortificante.

Ambos estaban tan tensos que no habían oído los golpes en la puerta que, al parecer, sonaban desde hacía algún tiempo. Entonces además de los golpes se oyeron gritos.

—¿Qué pasa ahí dentro? ¿Estáis sordos? ¡Abrid la puerta!

Apareció luz en la ranura entre los postigos corredizos. Akemi ya estaba despierta. Entonces resonaron las pisadas de Matahachi, que se dirigía hacia ellos, y oyeron su voz:

—¿Qué ocurre?

Akemi gritó alarmada desde el pasillo:

—¡Madre! ¿Estás ahí? ¡Respóndeme, por favor!

Okō regresó a ciegas a su habitación, contigua a la de Takezō, y respondió desde allí. Los hombres que estaban fuera parecían haber abierto los postigos con palancas e invadido la casa. Cuando Okō entró en la sala del hogar, vio seis o siete pares de anchos hombros amontonados en la cocina adyacente, con su suelo de tierra, a un nivel más bajo que las demás habitaciones.

—Soy Tsujikaze Temma —gritó uno de los hombres—. ¡Enciende una luz!

Los hombres irrumpieron rudamente en la parte principal de la casa, sin detenerse siquiera para quitarse las sandalias, lo cual era un signo evidente de grosería habitual. Empezaron a revolverlo todo, en armarios, cajones y bajo el grueso tatami de paja trenzada que cubría el suelo. Temma se sentó con porte majestuoso al lado del hogar y contempló cómo sus sicarios escudriñaban sistemáticamente las habitaciones. Gozaba de su posición superior, pero pronto pareció cansarse de su propia inactividad.

—Esto dura demasiado —gruñó, golpeando el tatami con el puño—. Debes tener algunas cosas aquí. ¿Dónde están?

—No sé de qué me hablas —replicó Okō, dominándose y con las manos entrelazadas sobre el vientre.

—¡No me vengas con esa monserga, mujer! —aulló él—. ¿Dónde está el botín? ¡Sé que está aquí!

—¡No tengo nada!

—¿Nada?

—Absolutamente nada.

—Bien, quizá sea cierto. Tal vez me han dado una información errónea... —La miró con recelo, tirándose de la barba y rascándola—. ¡Es suficiente, muchachos! —dijo con voz atronadora.

Durante este intercambio, Okō había permanecido sentada en la habitación de al lado, con la puerta corredera bien abierta. Estaba de espaldas a él, pero aun así parecía desafiarle, como si le dijera que podía seguir adelante y registrar donde le diera la gana.

—Okō —dijo él bruscamente.

—¿Qué quieres? —replicó ella con frialdad.

—¿Tienes algo de beber?

—¿Quieres un poco de agua?

—No me provoques... —le advirtió amenazadoramente.

—El sake está ahí. Bébetelo si quieres.

—Vamos, Okō— le dijo, ablandándose, casi admirándola por su insensible testarudez—. No seas así. No te visitaba desde hacía largo tiempo. ¿Es ésta la manera de tratar a un viejo amigo?

—¡Menuda visita!

—Cálmate, ¿quieres? Tú tienes en parte la culpa. Demasiada gente me ha hablado de las andanzas de «la viuda del hombre que hacía la moxa» para creer que todo son mentiras. Tengo entendido que has enviado a tu encantadora hija a despojar cadáveres. ¿Quieres decirme por qué habría de hacer semejante cosa?

—¡Muéstrame una prueba! —gritó ella—. ¿Dónde la tienes?

—Si hubiera tenido la intención de encontrar lo que ocultas, no habría avisado a Akemi por anticipado. Ya conoces las reglas del juego. Éste es mi territorio y tengo que llevar a cabo el registro de tu casa. De lo contrario, todo el mundo podría concebir la idea de que puede salirse con la suya del mismo modo. Y en ese caso, ¿dónde estaría yo? ¡Tengo que protegerme, sabes!

Ella le miró en tenso silencio, la cabeza semivuelta hacia él, el mentón y la nariz alzados orgullosamente.

—Bien, esta vez voy a dejarte en paz. Pero recuerda que soy especialmente amable contigo.

—¿Amable conmigo? ¿Quién, tú? ¡No me hagas reír!

—Okō, ven aquí y sírveme un trago —le instó él. Como la mujer no hacía la menor señal de movimiento, perdió los estribos—: ¡Eres una zorra loca! ¿No te das cuenta de que si fueras amable conmigo no tendrías que vivir así? —Se calmó un poco y entonces la aconsejó—: Piénsalo un poco.

—Estoy abrumada por su amabilidad, señor —replicó ella maliciosamente.

—¿No te gusto?

—Respóndeme sólo a esto: ¿quién mató a mi marido? ¿Esperas acaso que crea que no lo sabes?

—Si quieres vengarte de quienquiera que lo hiciese, te ayudaré muy gustoso. Haré cuanto esté en mi mano.

—¡No te hagas el tonto!

—¿Qué quieres decir con eso?

—Parece ser que oyes muchas de las cosas que dice la gente. ¿No te han dicho que fuiste tú quien le mató? ¿No has oído decir que fue Tsujikaze Temma el asesino? Todos los demás lo saben. Puede que sea la viuda de un saqueador, pero no he caído tan bajo que llegue a tontear con el asesino de mi marido.

—Tenías que decir eso, ¿eh? No podías dejar el asunto en paz, ¿verdad? —Soltó una risa triste, apuró de un trago la taza de sake y se sirvió otra—. No deberías decir cosas así, ¿sabes? No es bueno para tu salud..., ¡o la de tu bonita hija!

—Educaré a Akemi apropiadamente y, una vez se haya casado, me desquitaré de ti. ¡Toma nota de lo que te digo!

Temma se echó a reír hasta que los hombros primero y luego todo su cuerpo se bambolearon como un pastel de soja cuajada. Tras beberse todo el sake que pudo encontrar, hizo una seña a uno de sus hombres que estaba apostado en un rincón de la cocina, con la lanza apoyada verticalmente en el hombro.

—Eh, tú —atronó—. Echa a un lado algunas tablas del techo con el extremo de tu lanza.

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