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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (3 page)

BOOK: Musashi
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—¡Samurai, ja, ja! —dijo Takezō—. Menuda broma. ¡La cabeza de un general! Ni siquiera me acerqué a un samurai enemigo, y no digamos un general. Bueno, por lo menos todo ha terminado. ¿Qué haremos ahora? No puedo dejarte aquí solo. Si lo hiciera, jamás podría mirar a la cara a tu madre ni a Otsū.

—No te culpo del lío en que estamos metidos, Takezō. No has tenido la culpa de nuestra derrota. Si alguien es culpable, es ese Kobayakawa de dos caras. Ojalá pudiera ponerle las manos encima. ¡Mataría al hijo de perra!

Un par de horas después estaban en el borde de una pequeña llanura, ante un mar de altas hierbas de miscanthus, abatidas y rotas por la tormenta. No se veían casas ni luces.

También allí había muchos cadáveres, tendidos tal como habían caído. La cabeza de uno descansaba sobre las hierbas. Otro estaba boca arriba en un arroyuelo. Más allá había otro grotescamente enmarañado con un caballo muerto. La lluvia había lavado la sangre, y a la luz de la luna la carne muerta tenía un aspecto escamoso. A su alrededor se oía la solitaria letanía otoñal de los grillos.

Las lágrimas trazaron un sendero blanco en el mugriento rostro de Matahachi. Suspiró como un hombre que está muy enfermo.

—Takezō, si muero, ¿cuidarás de Otsū?

—¿De qué estás hablando?

—Siento que voy a morir.

—Mira, si es eso lo que sientes, probablemente te morirás —le espetó Takezō. Estaba exasperado y deseaba que su amigo fuese más fuerte, a fin de apoyarse en él de vez en cuando, no físicamente sino para recibir estímulo—. ¡Vamos, Matahachi! No seas tan quejica.

—Mi madre tiene quienes cuiden de ella, pero Otsū está sola en el mundo. Siempre ha sido así, y lo siento mucho por ella, Takezō. Prométeme que la cuidarás si yo desaparezco.

—¡Tienes que dominarte! Nadie se muere de diarrea. Más tarde o más temprano encontraremos una casa, y entonces te acostaré en la cama y buscaré alguna medicina. ¡Deja ya de lloriquear y creer que vas a morirte!

Algo más adelante llegaron a un lugar donde los montones de cuerpos sin vida hacían pensar que toda una división había sido aniquilada. Por entonces los dos amigos se habían hecho insensibles a la vista de la matanza. Sus ojos vidriosos contemplaron la escena con fría indiferencia. Hicieron otro alto para descansar.

Mientras recobraban el aliento, oyeron que algo se movía entre los cadáveres. Los dos retrocedieron asustados, agazapándose instintivamente con los ojos muy abiertos y los sentidos alerta.

Quien estaba allí hizo un movimiento rápido, como el de un conejo sorprendido. Al mirar con más detenimiento, vieron que la persona oculta permanecía agachada en el suelo. Al principio creyeron que se trataba de un samurai perdido y se prepararon para un encuentro peligroso, mas para su sorpresa el fiero guerrero resultó ser una muchacha. Tendría trece o catorce años y vestía un kimono de mangas redondeadas. El estrecho obi que le ceñía la cintura, aunque remendado en algunos lugares, era de brocado dorado. Allí, entre los cadáveres, su presencia resultaba en verdad extraña. La niña alzó la vista y les miró suspicazmente con sus ojos gatunos de astuta mirada.

Takezō y Matahachi se preguntaron lo mismo: ¿qué diablos podía atraer en plena noche a una chiquilla a un campo donde flotaban los espectros y estaba sembrado de cadáveres? Durante unos instantes los dos se limitaron a mirarla.

—¿Quién eres? —le preguntó al fin Takezō.

Ella parpadeó un par de veces, se puso en pie y se alejó corriendo.

—¡Espera! —le gritó Takezō—. Sólo quiero hacerte una pregunta. ¡No te vayas!

Pero la muchacha ya había desaparecido, como un relámpago en la noche. El sonido de una campanilla se alejó en la oscuridad y provocó a los dos amigos una sensación de misterio.

—¿Sería tal vez un fantasma? —musitó Takezō con la mirada perdida en la tenue bruma.

Matahachi se estremeció y soltó una risa forzada.

—Si hubiera fantasmas por aquí, creo que serían de soldados, ¿no te parece?

—Ojalá no la hubiera asustado —dijo Takezō—. Tiene que haber un pueblo por estos alrededores. Esa chica podría habernos orientado.

Reanudaron la marcha y subieron a la más próxima de dos colinas que se alzaban ante ellos. En la hondonada del otro lado estaba la ciénaga que se extendía al sur desde el monte Fuwa. A poca distancia brillaba una luz.

Cuando se aproximaron a la granja tuvieron la impresión de que no era normal y corriente. En primer lugar, estaba rodeada por un grueso muro de tierra. Además, al portal de acceso casi se lo podría considerar grandioso. O por lo menos los restos del portal, pues era viejo y estaba muy necesitado de reparación.

Takezō se acercó a la puerta y dio unos golpes discretos.

—¿Hay alguien en casa? —No obtuvo respuesta y lo intentó de nuevo—. Perdón por molestaros a estas horas, pero mi amigo está enfermo. No queremos causar ningún problema... Sólo necesita descansar un poco.

Oyeron susurros procedentes del interior y, poco después, el sonido de alguien que se acercaba a la puerta.

—Sois rezagados de Sekigahara, ¿verdad? —les dijo una voz de niña.

—Así es —respondió Takezō—. Estábamos a las órdenes del señor Shimmen de Iga.

—¡Marchaos enseguida! Si os encuentran aquí, estaremos en un apuro.

—Escucha, lamento molestarte así, pero llevamos largo tiempo caminando. Mi amigo necesita descansar un poco, eso es todo, y...

—¡Marchaos, por favor!

—De acuerdo, nos iremos si así lo deseas, pero ¿no tendrías alguna medicina para mi amigo? Tiene el estómago tan mal que apenas podemos seguir adelante.

—Pues no sé...

Al cabo de un momento, oyeron ruido de pisadas y un ligero tintineo que retrocedía al interior de la casa y se hacía cada vez más débil.

Entonces repararon en el rostro, que estaba tras una ventana lateral. Era un rostro de mujer y les observaba desde el principio.

—Déjales entrar, Akemi —gritó—. Son soldados de a pie.

Las patrullas de Tokugawa no van a perder el tiempo con ellos. No son nadie.

Akemi abrió la puerta, y la mujer, que se presentó como Okō, prestó oídos al relato de Takezō.

La mujer accedió a dejarles dormir en la leñera. Para calmar la irritación intestinal de Matahachi le dieron polvo de carbón con magnolia y espesas gachas de arroz con escalonia. Durante algunos días el muchacho durmió casi sin interrupción, mientras Takezō, que velaba continuamente a su lado, usaba licores baratos para tratar las heridas de bala en el muslo.

Una noche, cuando llevaban allí cerca de una semana, Takezō y Matahachi conversaban.

—Deben de tener alguna clase de negocio —observó Takezō.

—Me tiene por completo sin cuidado lo que hagan. Sólo me alegro de que nos hayan acogido.

Pero a Takezō se le había despertado la curiosidad.

—La madre no es tan vieja —siguió diciendo—. Es extraño que las dos vivan solas aquí, en las montañas.

—Humm. ¿No crees que la niña se parece un poco a Otsū?

—Hay algo en ella que me hace recordar a Otsū, pero no creo que se parezcan tanto. Las dos son guapas, eso es todo. ¿Qué crees que estaría haciendo la primera vez que la vimos, deslizándose cautelosamente entre los muertos en plena noche? Eso no parecía inquietarla lo más mínimo. ¡Ja! Es como si lo estuviera viendo ahora mismo. Su cara estaba tan tranquila y serena como esas muñecas que hacen en Kyoto. ¡Qué estampa!

—¡Chist! ¡Oigo su campanilla!

El ligero golpe que dio Akemi en la puerta sonó como el picotazo de un pájaro carpintero.

—Matahachi, Takezō —les llamó en voz baja.

—¿Qué?

—Soy yo.

Takezō se levantó y descorrió el cerrojo. La muchacha entró con una bandeja que contenía medicina y comida y les preguntó cómo estaban.

—Mucho mejor, gracias a ti y a tu madre.

—Mi madre dice que, aunque os sintáis mejor, no debéis hablar demasiado alto ni salir.

Takezō habló por los dos.

—Lamentamos de veras causaros tantas molestias.

—Oh, no os preocupéis por eso, pero tened cuidado. Todavía no han capturado a Ishida Mitsunari y otros generales. Están vigilando esta zona y hay muchas tropas de Tokugawa en los caminos.

—¿Ah, sí?

—Por eso dice mi madre que, aunque sólo seáis soldados de a pie, si descubren que os escondemos nos detendrán.

—No haremos el menor ruido —le prometió Takezō—. Incluso taparé la cara de Matahachi con un trapo si ronca demasiado fuerte.

Akemi sonrió, se volvió para salir y les dijo:

—Buenas noches. Nos veremos por la mañana.

—¡Espera! —le dijo Matahachi—. ¿Por qué no te quedas un poco y charlamos?

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Mi madre se enfadaría.

—¿Por qué te preocupa eso? ¿Qué edad tienes?

—Dieciséis.

—Eres menuda para tu edad, ¿no es cierto?

—Gracias por decírmelo.

—¿Dónde está tu padre?

—Ya no lo tengo.

—Lo siento. Entonces, ¿de qué vivís?

—Hacemos moxa.

—¿Esa medicina que se quema sobre la piel para eliminar el dolor?

—Sí, la moxa de estos alrededores es famosa. En primavera cortamos la artemisa en el monte Ibuki. En verano la secamos y en otoño e invierno la convertimos en moxa y la vendemos en Tarui. Viene gente de todas partes a comprarla.

—Supongo que para hacer eso no necesitáis a un hombre.

—Bien, si eso es todo lo que querías saber, será mejor que ahora me vaya.

—Espera un poco más —le dijo Takezō—. Tengo otra pregunta que hacerte.

—¿Cuál?

—La otra noche, cuando llegamos, vimos a una chica en el campo de batalla y se parecía exactamente a ti. Eras tú, ¿verdad?

Akemi se volvió rápidamente y abrió la puerta.

—¿Qué estabas haciendo allí?

La muchacha salió de la leñera dando un portazo, y mientras corría hacia la casa su campanilla sonaba con un ritmo extraño y errático.

El peine

Takezō destacaba por su altura, excepcional entre las gentes de su época. Su cuerpo era como el de un buen caballo, fuerte y flexible, de miembros largos y vigorosos. Tenía los labios gruesos, carmesíes, y sus cejas negras se libraban de ser tupidas gracias a su bella forma: se extendían bastante más allá de las comisuras externas de los ojos y acentuaban su virilidad. Los habitantes del pueblo le llamaban «hijo de un año gordo», expresión que sólo aplicaban a los niños cuyos rasgos eran más grandes que los de la mayoría. Aunque no era un insulto, ni mucho menos, el apodo de todos modos le separaba de los demás chicos, y por ello de pequeño le producía una turbación considerable.

A Matahachi no le llamaban así, pero también podrían haberle aplicado la misma expresión. Algo más bajo y robusto que Takezō, era ancho de pecho y carirredondo, dando una impresión de jovialidad si no de bufón declarado. Sus ojos prominentes, algo saltones, tendían a moverse mientras hablaba, y la mayor parte de los chistes a su costa se basaban en el parecido que tenía con las ranas, que croaban sin cesar en las noches veraniegas.

Ambos amigos estaban al final de la adolescencia y por ello se recuperaban con rapidez de la mayor parte de dolencias. Cuando las heridas de Takezō hubieron sanado del todo, Matahachi ya no podía soportar por más tiempo su encierro. Paseaba por la leñera y se quejaba continuamente de que estaba encarcelado. Más de una vez cometió el error de decir que se sentía como un grillo en un agujero húmedo y oscuro, invitando así a Takezō a replicar que a las ranas y los grillos les gustan tales moradas. En algún momento Matahachi debió ceder a la curiosidad y fisgoneó en el interior de la casa, porque un día se inclinó hacia su compañero de celda como para darle alguna noticia trascendental.

—¡Cada noche la viuda se empolva la cara y se pone guapa! —susurró en tono preocupado.

El rostro de Takezō pareció el de un chico de doce años que detesta a las niñas y nota la deserción, un interés en ciernes por «ellas», en su amigo más íntimo. Matahachi se había vuelto un traidor, y la expresión de Takezō era de inequívoca repugnancia.

Matahachi empezó a ir a la casa y sentarse al lado del hogar con Akemi y su juvenil madre. Al cabo de tres o cuatro días de charlar y bromear con ellas, el festivo huésped era uno más de la familia. Ya no regresaba a la leñera ni siquiera de noche, y las pocas veces que lo hacía el aliento le olía a sake e intentaba convencer a Takezō para que fuese a la casa, alabando la buena vida que estaba al alcance de su mano.

—¡Estás loco! —replicaba Takezō, exasperado—. Vas a hacer que nos maten, o por lo menos que nos detengan. Hemos perdido, somos rezagados..., ¿no puedes meterte eso en la cabeza? Debemos tener cuidado y permanecer ocultos hasta que las cosas se calmen.

Sin embargo, pronto se cansó de intentar hacer entrar en razón a su amigo amante de los placeres y empezó a atajarle con bruscas réplicas: «No me gusta el sake», le decía, o en ocasiones: «Me gusta estar aquí. Es cómodo».

Pero Takezō también estaba ansioso de movimiento. Se aburría más de lo tolerable, y finalmente mostró signos de debilidad.

—¿De veras es segura? —preguntaba—. Me refiero a esta vecindad. ¿No hay señales de patrullas? ¿Estás seguro?

Tras haber permanecido encerrado durante veinte días en la leñera, salió por fin como un prisionero de guerra medio muerto de hambre. Su piel tenía el aspecto translúcido y cerúleo de la muerte, tanto más evidente cuando estaba al lado de su amigo, enrojecido por el sol y el sake. Miró con los ojos entrecerrados el cielo azul, estiró los brazos y bostezó de una manera extravagante. Cuando por fin cerró la boca cavernosa, su amigo se dio cuenta de que entretanto sus cejas habían estado unidas. Tenía una expresión preocupada.

—Matahachi —dijo con seriedad—, estamos abusando de esta buena gente, que corre un gran riesgo teniéndonos aquí. Creo que deberíamos emprender el regreso a casa.

—Supongo que tienes razón —replicó Matahachi—, pero no dejan pasar a nadie a través de las barreras sin comprobar quién es. Según la viuda, los caminos a Kyoto e Ise son intransitables. Dice que podemos quedarnos aquí hasta que lleguen las nieves, y la chica es del mismo parecer. Está convencida de que debemos seguir ocultos, y ya sabes que ella sale por ahí a diario.

—¿Llamas estar oculto a permanecer sentado junto al fuego y bebiendo?

—Claro. ¿Sabes lo que hice? El otro día unos hombres de Tokugawa, que aún están buscando al general Ukita, vinieron a fisgar. Me libré de los hijoputas simplemente saliendo a saludarles. —Al oír esto Takezō abrió mucho los ojos, incrédulo, y Matahachi soltó una carcajada. Cuando volvió a serenarse siguió diciendo—: Estás más seguro al aire libre que agazapado en la leñera, con el oído atento a posibles pisadas y volviéndote loco. Eso es lo que he intentado decirte.

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