Teela Brown seguía montada en su aerocicleta con sus largas y delicadas manos suavemente apoyadas sobre los mandos. Tenía las comisuras de la boca ligeramente levantadas. Permanecía erguida como para hacer frente a la aceleración de la aerocicleta, relajada pero alerta, y toda su silueta quedaba perfectamente dibujada, como si estuviera posando para un estudio de figura. Sus verdes ojos parecían traspasar a Luis Wu y la barrera de bajas colinas, y continuaban como fijos en el infinito del horizonte abstracto del Mundo Anillo.
—No lo entiendo —dijo Interlocutor—. ¿Qué le ocurre exactamente? No está dormida, sin embargo parece curiosamente incapaz de reaccionar.
—Hipnosis de la carretera —dijo Luis Wu—. Saldrá del trance por sí sola.
—¿No corre peligro?
—Aquí no. Temía que pudiera caer de su aerocicleta o hacer alguna tontería con los mandos. En tierra firme está bastante segura.
—Pero, ¿por qué nos mira con tanta indiferencia?
Luis intentó explicárselo.
En el cinturón de asteroides de Sol, los hombres pasaban la mitad de su vida conduciendo naves individuales entre las rocas.
Se servían de las estrellas para orientarse. Los mineros del cinturón de asteroides pasaban horas seguidas mirando las luces del cielo: los brillantes y fugaces arcos que forman las naves individuales con sus motores de fusión, las lentas luces flotantes de los asteroides más próximos y los puntos fijos de las estrellas y las galaxias.
El espíritu de esos hombres puede extraviarse entre las estrellas blancas. Horas más tarde, alguno advierte que su cuerpo ha seguido guiando su nave automáticamente, mientras su mente vagaba por zonas que sería incapaz de recordar. Este estado es conocido como la mirada perdida entre los mineros. Puede ser peligroso. A veces, el espíritu ya nunca más regresa al cuerpo.
En la gran meseta lisa del monte Lookitthat, uno puede asomarse a la ladera que da sobre el vacío y mirar al infinito, ahí en el fondo. La montaña tiene sólo sesenta y cinco kilómetros de altitud; pero el ojo humano puede llegar a ver el infinito en la sólida bruma que oculta la base de la montaña.
La bruma que flota en el vacío es blanca, informe y uniforme. Se extiende sin solución de continuidad desde la ladera aflautada de la montaña hasta el horizonte del mundo. Es un vacío capaz de apoderarse de la mente humana y atraparla en sus redes, mientras la persona permanece paralizada y extasiada al borde de la eternidad hasta que alguien se la lleva de allí. Lo llaman trance de la Meseta.
El horizonte del Mundo Anillo también...
—Pero todo es mera autohipnosis —dijo Luis. Miró a la muchacha directamente a los ojos. Teela se agitó incómoda—. Probablemente podría hacerla salir del trance, pero, ¿para qué correr el riesgo? Más vale que siga durmiendo.
—No comprendo la hipnosis —dijo Interlocutor-de-Animales—. Me han explicado lo que es, pero es algo que escapa a mi comprensión.
Luis hizo un gesto de asentimiento:
—No me extraña. Los kzinti no serían buenos sujetos hipnóticos. Y, pensándolo bien, los titerotes tampoco servirían.
Nessus había interrumpido su búsqueda de muestras de vida desconocida y se había unido calladamente a los demás.
—Podemos estudiar lo que no comprendemos —dijo el titerote—. Sabemos que el hombre posee una cierta inclinación a rehuir las decisiones. Una parte del hombre ansía que alguien le diga lo que debe hacer. Un buen sujeto hipnótico es una persona confiada con bastante capacidad de concentración. Su acto de sumisión al hipnotizador marca el inicio de la hipnosis.
—Pero, ¿qué es la hipnosis?
—Un estado de monomanía inducida.
—¿Y cómo se explica que un sujeto entre en ese estado?
Nessus parecía ignorar la respuesta.
Luis dijo:
—Porque confía en el hipnotizador.
Interlocutor meneó la cabeza y se apartó del grupo.
—Es una insensatez confiar así en otra persona. Confieso que no comprendo la hipnosis —dijo Nessus—. ¿Y tú, Luis?
—No del todo.
—Es un consuelo saberlo —dijo el titerote, Y se quedó un momento con un ojo fijo en el otro, como un par de pitones, inspeccionándose mutuamente. ¡No podría confiar en alguien que comprendiese un proceder insensato!
—¿Has descubierto algo sobre las plantas del Mundo Anillo?
—Se asemejan mucho a las formas de vida existentes en la Tierra, tal como ya os había adelantado. Sin embargo, algunas formas parecen más especializadas de lo que cabría esperar.
—¿Más evolucionadas, querrás decir?
—Tal vez sea eso. También cabe la posibilidad de que todo se deba a que aquí, en el Mundo Anillo, una forma especializada dispone de más espacio para crecer, incluso en el marco de su medio ambiente limitado. Lo más importante es que las plantas y los insectos son lo suficientemente parecidos a los vuestros como para que exista el riesgo de ser atacados por ellos.
—¿Y viceversa?
—Oh, sí. Algunas formas son comestibles para mí, otras serán del agrado de tu estómago. Tendrás que analizarlas una a una, primero por si contienen venenos, luego en lo que respecta a su sabor. Pero todas las plantas que encontremos servirán perfectamente para la cocinilla de tu aerocicleta.
—Al menos no nos moriremos de hambre.
—Esta sola ventaja difícilmente puede compensar los múltiples peligros. ¡Si a nuestros ingenieros se les hubiera ocurrido equipar el «Embustero» con un señuelo para atraer vástagos de estrellas! Habría sido del todo innecesario emprender esta excursión.
—¿Un señuelo para atraer vástagos de estrellas?
—Un mecanismo simple, inventado hace milenios. Estimula la emisión de señales electromagnéticas por el sol local y estas señales atraen a los vástagos de las estrellas. Si dispusiéramos de este artefacto, podríamos atraer un vástago hasta esta estrella y luego comunicar nuestra situación a cualquier nave Forastera que lo siguiera hasta aquí.
—Pero los vástagos de las estrellas se desplazan a una velocidad muy inferior a la lumínica. ¡Podría tardar años en llegar!
—¡Pero, Luis! Aunque tuviéramos que esperar, ¡no nos habríamos visto obligados a abandonar la seguridad de la nave!
—¿Y eso te parece vida? —le espetó Luis. Y se volvió hacia Interlocutor que le devolvió la mirada con gesto de complicidad. Interlocutor-de-Animales se había agazapado en el suelo a cierta distancia de ellos. También tenía los ojos fijos en él y sonreía como el gato de Alicia en el País de las Maravillas. Intercambiaron una larga mirada; luego el kzin se levantó con aparente calma, dio un salto y desapareció entre los matorrales desconocidos.
Luis le dio la espalda. Intuitivamente, comprendió que algo importante había ocurrido. ¿Pero qué? ¿Y por qué? Se encogió de hombros.
Teela continuaba montada en su aerocicleta, muy erguida como para hacer frente a la aceleración... tal como si aún estuviera en el aire. Luis recordó las escasas ocasiones en que había sido hipnotizado por un terapeuta. Todo le había parecido una gran comedia. Mientras se abandonaba a la agradable falta de responsabilidad, no había olvidado ni un instante que todo era sólo un juego entre él y el hipnotizador. Podía salir de ese estado cuando quisiera. Pero por alguna razón nadie lo hacía.
Los ojos de Teela recuperaron repentinamente su brillo. Sacudió la cabeza, se volvió y les vio.
—¡Luis! ¿Cómo hemos aterrizado?
—Como de costumbre.
—Ayúdame a bajar.
Extendió los brazos como un niño que se ha encaramado a una pared demasiado alta para él. Luis la cogió por la cintura y la bajó de la aerocicleta. El contacto con su cuerpo le provocó un estremecimiento en la espina dorsal y una oleada de calor invadió su vientre y su plexo solar. Dejó las manos donde estaban.
—Sólo recuerdo que volábamos a más de mil metros de altura —dijo Teela.
—En adelante procura no mirar el horizonte.
—¿Qué me ha ocurrido, me he quedado dormida al volante? —Rió y meneó la cabeza y toda su cabellera se convirtió en una esponjosa nube negra—. ¡Y os habéis llevado un susto! Lo siento, Luis. ¿Dónde está Interlocutor?
—Salió corriendo detrás de un conejo —dijo Luis—. ¿Qué te parece si hacemos un poco de ejercicio?
—¿Te gustaría dar un paseo por el bosque?
—Buena idea. —La miró en los ojos y comprendió que había adivinado sus pensamientos. Hurgó en el portaequipajes de su aerocicleta y sacó una manta—. Listos.
—Me dejáis perplejo —dijo Nessus—. Ninguna especie racional copula con tanta frecuencia. En fin, que lo paséis bien. Fijaos dónde os sentáis. Recordad que está lleno de seres vivos desconocidos.
—¿Sabías que hubo un tiempo en que desnudo quería decir desprotegido? —dijo Luis.
En efecto, con las ropas, le parecía haberse despojado también de la seguridad. El Mundo Anillo poseía una activa biosfera, impregnada, sin duda, de bichos y bacterias y seres con dientes adaptados para comer carne protoplasmática.
—No —dijo Teela. Se tendió desnuda sobre la manta y extendió los brazos hacia el sol de mediodía—. Me gusta. ¿Sabes que es la primera vez que te veo desnudo a pleno sol?
—Lo mismo digo. Y puedo añadir que te veo estupenda. Mira, voy a mostrarte una cosa. —Se llevó una mano al pecho lampiño—. Nej...
—No veo nada.
—Ha desaparecido. Eso es lo malo del extracto regenerador. Suprime los recuerdos. Las cicatrices desaparecen y, con el tiempo... —Trazó una línea sobre su pecho, pero bajo la yema del dedo no había nada—. Un predador de Gummidgy me arrancó un buen pedazo, desde el hombro hasta el ombligo, el tajo tenía diez centímetros de ancho por uno de profundidad. Un paso más y me parte en dos. Por suerte, decidió tragarse primero lo que ya había conseguido arrancarme. Debo de haber resultado un veneno mortal para él, pues soltó un chillido y murió hecho una bola. Ahora no queda nada. Ni una pequeña señal.
—Pobre Luis. Bueno, yo tampoco tengo cicatrices.
—Pero tú eres una anomalía estadística y además sólo tienes veinte años.
—Oh.
—Mmm... Qué suave eres.
—¿Otros recuerdos esfumados?
—Una vez tuve un accidente con un rayo excavador... —Fue guiando su mano.
Luis se tendió de espaldas y Teela montó a horcajadas sobre sus caderas. Se quedaron mirando un largo, intenso, irresistible momento y al fin iniciaron el movimiento.
En medio del resplandor de un orgasmo en formación, una mujer parece encendida de gloria angélica...
Algo del tamaño de un conejo apareció entre los árboles, saltó sobre el torso de Luis y desapareció entre la maleza. Al cabo de un segundo apareció la figura de Interlocutor-de-Animales.
—Lo siento —dijo el kzin, y se marchó olfateando el rastro.
Cuando se reunieron otra vez junto a las aerocicletas, Interlocutor tenía manchado de rojo todo el pelo en torno a la boca:
—Es la primera vez que cazo mi comida sin más armas que mis propios dientes y garras —proclamó con serena satisfacción.
Sin embargo, siguió el consejo de Nessus y se tomó una pastilla antialérgica.
—Tendríamos que hablar de los nativos —dijo Nessus.
Teela le miró sobresaltada:
—¿Nativos?
Luis le explicó lo ocurrido.
—Pero, ¿por qué huimos? No nos hubieran hecho daño. ¿Eran realmente humanos?
Luis respondió a su última pregunta, porque era una cuestión que le tenía preocupado:
—No veo cómo podrían serlo. ¿Qué pueden estar haciendo unos seres humanos en un lugar tan apartado del espacio humano?
—Sin embargo, no cabe la menor duda de que lo son —le interrumpió Interlocutor—. Debes dar crédito a tus sentidos, Luis. Tal vez su raza difiera de la tuya. Pero son humanos.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Puedo olerlos, Luis. Su olor me llenó las narices en cuanto desconectamos la envoltura sónica. A lo lejos, muy dispersos, hay una vasta multitud de seres humanos. Puedes confiar en mi olfato, Luis.
Luis se rindió ante esa evidencia. Los kzinti tenían olfato de carnívoro predador.
—¿Evolución paralela? —sugirió.
—Tonterías —dijo Nessus.
—Tienes razón. —La figura humana era adecuada para un constructor de herramientas, pero no más que muchísimas otras posibles formas. Los cerebros podían ir acoplados a todo tipo de cuerpos.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Interlocutor-de-Animales—. El problema no es cómo llegaron aquí los hombres, sino más bien cómo establecer el primer contacto. Para nosotros, cada contacto será un primer contacto.
Tenía razón, como pronto reconoció Luis. Las aerocicletas se desplazaban a mayor velocidad que cualquier servicio de transmisión de información que pudieran poseer los nativos. A menos que contaran con un telégrafo de señales...
—Necesitamos conocer las reacciones de los seres humanos en estado salvaje. ¿Luis? ¿Teela?
—Tengo algunos conocimientos de antropología —declaró Luis.
—Entonces, serás nuestro portavoz cuando entremos en contacto con ellos. Confiemos en que el piloto automático sepa darnos una traducción correcta. Estableceremos contacto con los primeros humanos que encontremos.
Casi acababan de despegar, o así lo parecía, cuando la selva dio paso a una cuadrícula de campos cultivados. Segundos después, Teela avistaba la ciudad.
Recordaba algunas ciudades terrestres de épocas pasadas. Había muchísimos edificios de unos cuantos pisos agrupados uno junto a otro en una masa continua. Unas cuantas torres más altas y estrechas se alzaban por encima de esta masa, y estas torres estaban unidas por rampas para transportes terrestres: lo cual, desde luego, no entraba dentro de las características de una ciudad terrestre. En aquella época, las ciudades de la Tierra habían optado por el uso de helicópteros.
—Tal vez aquí acabe nuestra búsqueda —sugirió Interlocutor esperanzado.
—Apostaría a que está deshabitado —dijo Luis.
Era simple intuición, pero estaba en lo cierto. Pudieron comprobarlo cuando sobrevolaron la ciudad.
En su momento debió de haber sido una urbe de gran belleza. Estaba provista de un detalle que hubiera despertado la envidia de cualquier ciudad del espacio conocido. Muchos edificios no se apoyaban sobre tierra, sino que flotaban en el aire, y se comunicaban con el suelo y con los demás edificios a través de rampas y torres elevadoras. Sin las limitaciones de la gravedad, sin condicionamientos verticales y horizontales, estos castillos flotantes de ensueño habían sido construidos en todo tipo de formas y en tamaños muy diversos.