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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (32 page)

BOOK: Mujercitas
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Mientras decía esto, se quitó el gorro y todas dejaron escapar un grito de horror al ver que se había cortado la larga melena.

—¡Tu cabello! ¡Con lo bonito que lo tenías!

—Jo, ¿cómo has podido? Era tu mayor atractivo.

—¡Querida niña, no era necesario!

—Ya no parece mijo, pero la quiero aún más por ello.

Mientras todas daban su opinión y Beth acariciaba con ternura la cabeza rapada, Jo fingió una indiferencia que no engañó a nadie. Luego se frotó el poco cabello que le quedaba, como si quisiese hacer ver que en verdad le gustaba el resultado, y dijo:

—Esto no cambia el destino de la nación, así que no llores, Beth. Me ayudará a no ser vanidosa. Me sentía demasiado orgullosa de mi «peluca». A mi cerebro le sentará bien que le saquen peso de encima. Además, es muy agradable sentirse más ligera y fresca. El barbero me ha dicho que pronto podré hacerme un peinado a lo chico, muy favorecedor y fácil de arreglar. Estoy satisfecha. Así que, por favor, acepta el dinero y vayamos a cenar.

—Cuéntamelo todo, Jo. Yo no estoy nada satisfecha, pero no te puedo reñir porque sé que has elegido sacrificar tu vanidad, como tú lo llamas, por amor. Pero, querida, no era necesario y temo que en unos días te arrepientas de tu decisión —apuntó la señora March.

—¡No lo haré! —afirmó Jo con rotundidad, aliviada de ver que su travesura no era abiertamente condenada.

—¿Cómo se te ocurrió? —preguntó Amy, que se dejaría cortar antes la cabeza que su hermosa cabellera.

—Bueno, quería hacer algo por papá —respondió Jo mientras se sentaban a la mesa, porque los jóvenes sanos no pierden el apetito ni en la peor situación—. Pedir prestado me gusta tan poco como a mamá y sabía que la tía March protestaría, como hace siempre que tiene que soltar un centavo. Meg había dado su sueldo para pagar el alquiler y yo me había comprado unos vestidos con el mío, así que me sentí fatal y me dije que conseguiría algo de dinero fuera como fuese.

—No tenías que sentirte mal, hija, no tenías ropa de invierno y te compraste prendas muy modestas con lo que tú misma ganaste —observó la señora March, con una dulzura que emocionó a la joven.

—Al principio no se me ocurrió que podía vender mi pelo, pero mientras le daba vueltas al asunto y pensaba en lo mucho que me gustaría entrar en tiendas caras y comprar lo que hiciese falta, llegué al escaparate de una barbería y vi que había colas de pelo expuestas con el precio a la vista. Una de ellas, tan oscura como mi melena aunque algo más larga, valía cuarenta dólares. Entonces comprendí que tenía algo de valor y, sin pensar, entré y pregunté si compraban cabello y cuánto me darían por el mío.

—Todavía no entiendo cómo te atreviste —dijo Beth con asombro.

—El peluquero era un hombrecillo que parecía vivir dedicado a cuidar su cabello. Al principio se sorprendió como si no estuviese acostumbrado a que entrasen muchachas para vender su pelo. Me contestó que no le interesaba, que el color de mi melena no era el que se llevaba, que, de comprarlo, no estaba dispuesto a pagar demasiado, que tendría que trabajar mucho para arreglarlo; continuó así un buen rato. Se estaba haciendo tarde y me dije que, si no era posible cortarlo en ese momento, lo más probable es que luego no tuviese valor para seguir con el plan y, cuando me propongo algo, me gusta llevarlo hasta el final. Así que le rogué que lo aceptase y le expliqué el apuro en el que me veía. Fue una tontería, supongo, pero el caso es que cambió de idea. Yo estaba muy nerviosa y le conté todo sin orden ni concierto, y su mujer, que estaba escuchando, intercedió amablemente. Dijo: «Cógelo, Thomas, hazle un favor a esta muchacha. Yo haría lo mismo por nuestro Jimmy si tuviese cabello que vender».

—¿Quién es Jimmy? —preguntó Amy, a la que le gustaba que le aclarasen las dudas en el acto.

—Su hijo, que, según dijo, está en el ejército. Una de esas coincidencias que invitan a ser más amable con un desconocido. La mujer me dio conversación mientras su marido me cortaba el pelo y eso hizo el trance más llevadero.

—¿No te sentiste morir con el primer tijeretazo? —preguntó Meg con un estremecimiento.

—Eché un último vistazo a mí melena mientras el barbero preparaba el material, pero eso fue todo. Pequeñeces como esta no me quitan el sueño, aunque confieso que me sentí muy rara cuando vi mi pelo sobre la mesa y sentí las puntas ásperas al pasarme la mano por la cabeza. Fue como sí me hubiesen amputado un brazo o una pierna. La mujer observó mi expresión y me dio un mechón de recuerdo. Te lo daré a ti, mamá, para que recuerdes viejas glorias, porque el nuevo corte resulta tan cómodo que no creo que vuelva a llevar el cabello largo nunca más.

La señora March dobló el mechón castaño y lo dejó junto a otro, más corto y gris, en su escritorio. Aunque no dijo más que «Gracias, querida», las muchachas dedujeron de la expresión de su rostro que era conveniente cambiar de tema, de modo que charlaron lo más animadamente que pudieron sobre la amabilidad del señor Brooke, el buen pronóstico del tiempo para el día siguiente y la alegría que se llevarían cuando su padre volviese a casa para recuperarse.

Ninguna quería acostarse cuando, a las diez, la señora March terminó de coser y dijo: «Venga, niñas». Beth fue hacia el piano y tocó la canción favorita de su padre. Todas empezaron a cantar con la mejor voluntad, pero se les fue quebrando la voz, hasta que solo quedó Beth, que cantaba con toda el alma, pues para ella la música era siempre el nías dulce consuelo.

—Id a la cama y no os quedéis hablando. Mañana habrá que madrugar y necesitaréis haber dormido bien. Buenas noches, queridas hijas —dijo la señora March, una vez terminada la canción, que fue la única de la noche, ya que nadie estaba de humor para seguir cantando.

Las muchachas la besaron en silencio y se fueron al dormitorio sin hacer ruido, como si hubiese un enfermo durmiendo en la habitación contigua. Beth y Amy cayeron rendidas a pesar de la preocupación, pero Meg se quedó despierta, atormentada por los pensamientos más sombríos de su corta vida. Dado que Jo no se movía, Meg la supuso dormida, hasta que un sollozo apagado la hizo exclamar, al tiempo que acariciaba una mejilla húmeda:

—Jo, querida, ¿qué te ocurre? ¿Lloras por papá?

—No, ahora no.

—Entonces, ¿qué te ocurre?

—Es por mi cabello —balbuceó la pobre Jo, que trataba en vano de contener la emoción hundiendo el rostro en la almohada.

La escena conmovió a Meg, que besó y acarició a la consternada heroína con gran ternura.

—No es que me arrepienta —argumentó Jo hipando—. Lo haría de nuevo mañana si pudiera. Pero mi parte vanidosa y egoísta me obliga a llorar como una niña estúpida. No se lo digas a nadie, ya ha pasado. Creía que estabas dormida y pensé que me haría bien desahogarme a solas. ¿Cómo es que aún estás despierta?

—No puedo dormir, estoy demasiado angustiada —contestó Meg.

—Piensa en algo agradable y conciliarás el sueño enseguida.

—Lo he intentado, pero solo he conseguido despejarme aún más.

—¿En qué pensabas?

—En rostros hermosos; concretamente, en ojos —dijo Meg sonriendo para sí en la oscuridad.

—¿Qué color de ojos prefieres?

—El marrón. Bueno, a veces. Los ojos azules son preciosos.

Jo se rió y Meg le ordenó con dureza que no dijese nada y, en tono más afable, se ofreció a rizarle el cabello al día siguiente. A continuación, se durmió y soñó que vivía en su castillo en el aire.

Cuando los relojes dieron la medianoche y en todas las habitaciones reinaba el silencio, una figura se desplazó sin hacer ruido de cama en cama, alisó una colcha aquí, colocó una almohada allá, miró con ternura los rostros dormidos, que besó y bendijo antes de elevar al cielo una oración fervorosa como solo una madre puede hacer. Luego se dirigió a la ventana y entreabrió la cortina para contemplar la noche gris. De improviso, la luna se abrió paso entre las nubes y lo llenó todo de luz, como una cara luminosa y benigna que parecía susurrar en el silencio: «No te desanimes, querida, recuerda que tras las nubes siempre llega la luz».

16
CARTAS

E
n aquella fría y gris alborada, las hermanas encendieron su lámpara y leyeron el capítulo que correspondía al día con más fervor que nunca, porque, ahora que la sombra de un auténtico problema se cernía sobre ellas, se daban cuenta de lo afortunadas que habían sido hasta entonces. La lectura les proporcionó inspiración y consuelo, y al vestirse convinieron en despedir a su madre con alegría, llenas de esperanza, para que esta no tuviese que emprender su penoso viaje con el peso de sus lamentaciones y llantos en el corazón. Cuando bajaron, todo les pareció extraño; la calma y la oscuridad que reinaban fuera, la luz y la agitación en el interior. Desayunar tan temprano resultaba raro, e incluso el familiar rostro de Hannah parecía otro, porque había salido de la cocina con el gorro de dormir todavía puesto. En el vestíbulo estaba el gran baúl, listo para el viaje, y sobre el sofá, el abrigo y el gorro de su madre, que se había sentado a la mesa y trataba de comer. Estaba tan pálida y demacrada después de pasar la noche en vela a causa de la angustia que a las jóvenes les costó comportarse como habían decidido. A Meg se le llenaban los ojos de lágrimas, aun a su pesar; Jo tuvo que taparse el rostro con un paño de cocina en más de una ocasión, y el semblante de las pequeñas reflejaba la seriedad y la preocupación de quien se enfrenta a la pena por vez primera.

Apenas hablaron pero, cuando ya faltaba poco para la partida, mientras esperaban el carruaje, la señora March dirigió unas palabras a sus hijas, que estaban todas muy ocupadas haciendo algo por ella; una doblaba su chal, otra arreglaba las tiras de su gorro, una tercera le ponía las chanclas y la cuarta cerraba el neceser de viaje.

—Niñas, quedáis al cuidado de Hannah y bajo la protección del señor Laurence. Hannah es la lealtad hecha persona y nuestro buen vecino velará por vosotras como si fueseis hijas suyas. Sé que estaréis bien, pero quiero que además sepáis afrontar bien esta situación. Cuando me vaya, no os preocupéis ni os lamentéis, y tampoco debéis pensar que la mejor forma de superar esto es abandonaros a la desidia y tratar de olvidar. Seguid realizando las tareas como tenéis por costumbre, porque el trabajo es el mejor consuelo. No perdáis la esperanza y manteneos ocupadas. Y pase lo que pase, recordad que nunca os faltará un padre.

—Sí, mamá.

—Meg, querida, sé juiciosa y cuida de tus hermanas, busca el consejo de Hannah y, si no sabes qué hacer ante algo, pídele ayuda al señor Laurence. Jo, ten paciencia, no te desanimes ni actúes por impulso, escríbeme con frecuencia y sé valiente, muéstrate siempre dispuesta a ayudar y animar a tus hermanas. Beth, busca consuelo en la música pero no desatiendas las labores del hogar, y en cuanto a ti, Amy, ayuda cuanto puedas, obedece y quédate en casa, tranquila y contenta.

—Así lo haremos, mamá, no temas.

El ruido de un carruaje que se aproximaba interrumpió la conversación. Llegó entonces el momento más duro, pero las chicas supieron sobrellevarlo; ninguna lloró, ninguna echó a correr, no dejaron escapar lamento alguno a pesar de que la pena les atenazaba el alma mientras daban a su madre recuerdos y palabras de cariño para su padre, conscientes de que tal vez fuese ya demasiado tarde para que estos le llegasen. Besaron a su madre en silencio, la abrazaron con ternura y procuraron mostrarse lo más enteras posibles cuando se despidieron agitando las manos al ver partir el carruaje.

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