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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (4 page)

BOOK: Muertos de papel
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—¿Pido una investigación financiera de Valdés?

—Y que sea exhaustiva.

El inspector Sangüesa, nuestro experto económico, nos prometió proceder con celeridad. Al parecer era relativamente fácil detectar cuentas a nombre de Valdés en otros bancos, y más difícil desenmascarar sociedades tipo tapadera que hubiera podido organizar. La localización de inversiones tardaría unos días, aunque sin duda lo más trabajoso sería investigar en los bancos suizos. Entre unas cosas y otras no tendríamos información completa hasta pasado un mes. Pensé que la rapidez con la que nos habíamos movido hasta el momento se remansaba allí. Aquella información financiera era crucial, y a no ser que surgieran nuevas y sorprendentes revelaciones habría que esperar, inaugurar un día a día de la investigación y seguirlo con paciencia. El espejismo de una inmediata resolución del caso se desintegraba en el aire. Nunca llegaré a comprender por qué todos los policías soñamos con esa posibilidad si raramente topamos con ella. Sin embargo, Garzón reiteraba que no debíamos dormirnos, y que aún eran factibles avances sustanciales en aquellos primeros momentos.

No quise contradecirlo, las pesquisas que se nos avecinaban me parecían lo bastante ingentes como para que trabajar a destajo resultara en cualquier caso una buena solución. Pero estaba cansada. A menudo olvidaba que mi ayudante poseía un empuje y una vitalidad capaces de dejar a cualquiera en la cuneta. Garzón envejecía poco y bien. Carecía de rémoras psicológicas. Cuando se levantaba por las mañanas se aplicaba al presente como si el pasado se hubiera difuminado con el sueño y el futuro consistiera en las siguientes veinticuatro horas. Un carácter así sólo podía calificarse de bendición de los cielos. Nada parecido a mi forma de ser. Yo arrastraba mi carro de recuerdos, contradicciones, errores y frustraciones conmigo. Una impedimenta de la que había que tirar con fuerza. Una fuerza que se restaba para todo lo demás. Por no hablar del futuro, que se me presentaba como un horizonte cargado de dudas que en cualquier momento podía poblarse de imprevistos negativos. Aunque Garzón estaba en lo cierto cuando decía que debíamos avanzar lo más rápido posible. Por el momento, aquél era un caso de asesinato dotado de una cierta normalidad. Implicaciones económicas cada vez más evidentes, entorno familiar con ex esposa, e incluso una misteriosa mujer emboscada en la sombra. Nada que se apartara de la ortodoxia de un delito cometido en un medio social alto. Sin embargo, no estaba garantizado que las cosas continuaran en los mismos parámetros si nos veíamos obligados a entrar en el mundo profesional de Valdés. Información rosa tendente al amarillo y revistas del corazón. ¿Qué tipo de territorio era aquél? Confesaré que no tenía ni idea, pero que a priori se me antojaba como una especie de lodazal en el que la gente chapoteaba entre salpicaduras hediondas. Si la investigación invadía ese camino, extralimitando el núcleo personal de Valdés, estábamos apañados. No podía asegurar que los deseos de rapidez y precisión del subinspector estuvieran fundamentados en la misma sospecha de complicaciones que me asaltaba a mí, pero sin duda también él veía venir el problema. ¿Qué demonio sabíamos nosotros de los amores, desdichas o escándalos de los famosos? Para empezar, ¿quiénes eran los tales famosos? No se trataba únicamente del desconocimiento de un medio determinado, sino del grado de complejidad que alcanzarían las pesquisas al entrar en un marco en que los protagonistas podían llegar a ser múltiples. Un escalofrío mental me recorrió entera. ¿Estaba precipitando acontecimientos? Si le hubiera hecho esa pregunta a Garzón, me hubiera respondido que sí; pero ni se me ocurrió hacerlo. Ya se sabe que con los optimistas hay que andar con mucho cuidado. Crucé los dedos, cada vez menos convencida de que nos dispusiéramos a transitar por una senda despejada.

Al día siguiente nos enfrentábamos al interrogatorio de Raquel, la hija de Valdés. Sólo con que aquella muchacha se hallara medianamente informada de la vida privada de su padre, podíamos avanzar un buen trecho. Pero la suerte no nos acompañó, Raquel había salido a su madre en la forma de ser y se comportaba con gelidez e impasibilidad. Se agazapó todo el tiempo tras sus hermosos ojos oscuros para negar cualquier cosa que decidiéramos preguntarle: «¿Tu padre te informaba de su trabajo?» «No.» «¿Te hacía confidencias?» «No.» «¿Te comentó si alguien le había amenazado?» «No.» No, no y siempre no ¿Por qué perdíamos el tiempo?, pensé, y así se lo hice saber, harta de tanta negativa. Curiosamente la salida de tono la hizo reaccionar y se sinceró mínimamente.

—Lamento hacerles perder el tiempo. No piensen que no quiero hablar. Lo que ocurre es que nunca he sabido muchas cosas sobre mi padre. Prefería no saberlas. Cada vez que él quería contarme algo privado o de trabajo yo le cortaba. Al final, ya nunca decía nada.

—¿Puedo saber por qué tenías esa actitud?

Miró al techo mostrando abiertamente que la pregunta la fastidiaba. Creí que no pensaba contestarla, pero al final se encaró conmigo y preguntó a su vez:

—¿A usted le gustaban los reportajes de mi padre?

Cogida en falta, carraspeé.

—Bueno, pues... he de reconocer que no los seguía demasiado.

—Yo sí —soltó Garzón.

La chica se volvió hacia él, desafiante, e insistió:

—¿Y qué pensaba de ellos?

—Eran pura basura —dijo Garzón sin pestañear.

Raquel Valdés sonrió tristemente.

—Pues ya está, no hace falta hablar más. Yo comía algún domingo con él porque era mi padre, nos veíamos, pasábamos un rato juntos y en paz; pero no tenía la menor intención de meterme en toda su porquería.

—¿Su vida privada también era porquería?

—Eso ya no lo sé. Sobre eso ni se le ocurría hablar.

Decidí cortar un interrogatorio que no arrojaría ni un solo dato interesante.

—Está bien, Raquel, ya puedes marcharte.

Sin que yo supiera por qué la chica se quedó sorprendida ante mi modo expeditivo de largarla. Afloró a su rostro algo así como un destello de culpabilidad. Se disculpó.

—Les aseguro que no sé nada más.

—Sí, muy bien. Puedes irte.

Pero no se movió.

—Es que parece que yo esté tan tranquila después de que han matado a mi padre y no quiera colaborar.

Intenté sacar algo en claro de su curiosa reacción.

—¿Y no es así?

—¡Desde luego que no es así!, pero ¿qué puedo hacer? Sí, supongo que algo me diría, pero a veces decía cosas que no tenían ni pies ni cabeza.

—¿Como por ejemplo?

—Pues... últimamente dijo que había conocido a una chica estupenda y que su vida iba a cambiar.

Un par de compuertas se abrieron con estruendo en mis oídos. Garzón clavó sus ojos en la joven como un águila avistando un cordero y preguntó con sutileza dudosa:

—¿A quién?

—Les aseguro que no sé nada más.

Acerqué mi silla a la suya buscando una intimidad que no me había parecido necesaria hasta aquel momento.

—Raquel. Supongo que te das cuenta de que cualquier cosa que recuerdes puede servir, ¿eres consciente de eso?

Titubeó, sin comprender aún la importancia de lo que acababa de confesarnos.

—¿Lo dice por lo de esa chica? Mire, no era la primera vez que mi padre soltaba una cosa por el estilo. A veces le daba por jurar que un día se casaría, que volvería a formar una familia... luego nunca más volvía a mencionarlo.

—¿Te contó algo concreto de esa chica, cuál era su nombre, su aspecto, su profesión, su edad?

—No. Sólo dijo que la había conocido y que su vida iba a cambiar.

—¿Te habló de la decoración de su apartamento?

Me miró como si hablara en otro idioma.

—¿Qué?

—¿No has estado en su casa en los últimos días?

—¡Yo nunca he estado en su casa! —afirmó con vehemencia.

—¿Y no te dijo que había cambiado los muebles del salón?

Con cara de fastidio supino se levantó y, por primera vez, habló con desprecio.

—Oigan, no sé qué tipo de relación piensan que yo tenía con mi padre, pero les aseguro que no era la normal de un padre con su hija. Tal y como les he dicho, comíamos juntos algún domingo, nada más. No sé nada de su decoración ni tampoco me importa. ¿Puedo marcharme ya?

Asentí clavando la vista en los papeles que tenía sobre la mesa para no tener que mirarla directamente. Garzón se indignó cuando estuvimos solos.

—¡Joder con la niña! ¿Es que acaso también le va a hacer ascos a la herencia de su padre?

—Quizá no herede todo lo que él poseía en realidad. Quizá alguien ya tiene en su poder algunas riquezas secretas de su taimado padre.

—¿Se refiere a esa mujer? ¿Adónde nos lleva esa mujer?

—La pregunta no se formula así, la pregunta es ¿qué puede llevarnos hasta esa mujer?

—¿Las cuentas que descubra Sangüesa?

Tiré el lápiz sobre la mesa con mal humor.

—He intentado evitarlo, pero...

—¿Qué quiere decir?

—¿Tiene botas de agua, Fermín?

Garzón, cada vez más despistado, agudizó su mirada sobre mí.

—Botas, ¿para qué?

—Porque, si Dios no lo remedia, vamos a tener que meternos de patas en el barrizal de la prensa rosa.

2

Siempre me ha hecho ilusión desayunar en la cama con los periódicos desparramados sobre el embozo. Supongo que lo vi en alguna película de los años cincuenta y que, desde entonces y a lo largo de toda mi juventud y madurez, ha seguido pareciéndome el colmo de la sofisticación. Aquella mañana me lo permití. Recogí la prensa del buzón y me preparé un soberano café bien cargado. Era un sábado tonto, uno de esos días en los que ni siquiera te planteas lo que tienes que hacer, no vaya a ser que, en efecto, aparezcan un montón de recados y obligaciones pospuestas. Pero no es fácil huir del destino, sobre todo del destino laboral; de modo que, desde todas las páginas de sucesos, me contempló la desagradable jeta de Ernesto Valdés. La noticia de su asesinato había aparecido el día anterior, pero se consideraba lo suficientemente sensacional como para seguir sacándole partido. Se hablaba de la repercusión que tenía Valdés en el mundo del periodismo, y de cómo había impuesto su estilo poco ortodoxo en el apartado de la prensa rosa haciendo derivar su color hacia el amarillo. Por lo que pude colegir, Valdés había dejado de tratar a los famosos con veneración, criticándolos aviesamente e incluso ridiculizándolos. La fórmula había hecho fortuna, sobre todo en televisión, pero encontraba muchos detractores en las revistas convencionales que se negaban a participar en la caza del famoso, ya que, al fin y al cabo, éste les daba de comer. Todo aquello me pareció interesante, por una vez eran los periodistas quienes brindaban información a la policía y no al revés. Leí con atención un artículo que se extendía sobre el funcionamiento de la mafia rosa. Al parecer eran las agencias quienes vendían las noticias a las revistas y programas televisivos, noticias que no siempre conseguían en buena lid, sino utilizando confidentes y paparazzi
free-lance
. Por si se tenía alguna duda sobre la importancia del fenómeno, el periódico ofrecía cifras cantarinas en sí mismas: la prensa del corazón tiene una media de doce millones de lectores y sólo entre siete revistas se repartieron unos beneficios anuales de veinticinco mil millones por venta de ejemplares y catorce mil millones por publicidad. Los números de la televisión eran igualmente asombrosos. Bien, la ecuación no solía fallar: donde hay dinero es más factible que haya delincuencia. Comprendí que nos enfrentábamos a un caso que podía tener ramificaciones muy serias. Para empezar, la hipótesis del sicario se tornaba razonable. En un ambiente en el que los millones volaban como palomas en la ciudad, resultaba más fácil cargarse a un tipo contratando a un profesional que correr el más mínimo riesgo directo. El socorrido remedio de que fuera la ex mujer de Valdés quien por venganza amorosa le hubiera pegado un tiro y, encima cortado la yugular, cada vez me sonaba más lejano. ¿Por qué buscar pasión donde reina el dinero? Sólo en los
bestseller
de baja calidad se unen ambas cosas con resultados a menudo inverosímiles. Además, ¿a quién se le ocurre vengarse de su ex marido transcurridos un montón de años? No, estábamos dando los primeros pasos en un planeta recién descubierto y lo que procedía era aprender de nuevo a caminar.

El artículo proseguía afirmando que las exclusivas que se valoraban más eran las que tenían que ver con la reproducción. A saber, embarazos, partos, bautizos, hijos naturales y adopciones. Estuvo a punto de sentarme mal el café. Me resultaba imposible comprender que alguien pagara una sola peseta de su dinero para informarse sobre ese tipo de temas atañendo a la vida ajena. ¡Con lo parecidos que son todos los bebés!, ¿tan extraordinario era verlos en fotografía? Sin duda el asunto tenía una mística que a mí se me escapaba. Cuando iba a la peluquería, nunca se me ocurría hojear una revista del corazón. Había preferido siempre las revistas femeninas que hablan de moda, belleza, decoración y otras frivolidades deliciosas. Resulta reconfortante, por ejemplo, contemplar la publicidad de cosméticos y leer los textos que la ilustran: complicados nombres de productos químicos que logran gozosos estiramientos de la piel, fotos de rostros juveniles simplemente preciosos, junto a imágenes de cremas untuosas apetecibles como helados o pasteles. ¿Quién puede librarse de esa fascinación, dejar de admirar una posibilidad de belleza al alcance de la mano? Además, últimamente había comprobado que esa clase de publicaciones estaba plagada de fotos de hombres hermosos. Modelos masculinos de labios gruesos intentando con su actitud ante la cámara resultar claramente sexys. Actores posando sugerentes con pantalones ceñidos. En fin, encontraba toda esta caída de los tabúes tradicionales francamente estimulante. Pero no era sólo cuestión de imagen: si alguna vez me había entretenido en leer los artículos, me sorprendieron sistemáticamente un lenguaje y unos planteamientos pletóricos de libertad. Cosas como: «¿Es tímido tu chico en la cama? Veinte modos de espabilarlo» demostraban que las mujeres jóvenes actuales estaban mucho más liberadas de lo que llegaría jamás a estarlo cualquier mujer de mi generación. Así es la vida, pensé, actualmente se vive como juego aquello por lo que nosotras habíamos organizado una revolución. Aunque quizá para jugar, primero hay que pagar el precio de una revolución. No sé si era un consuelo, la verdad, pero al menos analizándolo así no me sentía tan imbécil.

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