Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Entonces, ¿qué tenemos que hacer, recorrer todos los diarios de Madrid y Barcelona preguntándole a su director si le pagaba a Valdés por noticias confidenciales, entrar en los despachos de todos los ministerios?
—Lo único que puedo hacer por ustedes es acompañarlos a la hemeroteca. Allí podemos mirar los periódicos de los últimos tiempos y recordar si publicaron alguna noticia escandalosa sobre algún personaje importante. Eso correspondería a un intento de chantaje periodístico no consumado. También puedo indagar entre mis contactos, preguntar por políticos o periodistas. ¿Qué les parece?
—¡Dios! Muy trabajoso, me parece muy trabajoso, muy impreciso además; pero quizá no haya otro remedio. ¡Y yo que pensaba que en los ambientes de las revistas rosas iríamos a muchas fiestas! Detesto las investigaciones en hemeroteca.
Maggy se echó a reír. En el fondo, le caíamos simpáticos, pero yo no estaba de humor.
—Está bien, Maggy. Si decidimos aprovechar su oferta, la llamaremos mañana. Mientras tanto, le ruego que intente pensar en algún dato que hubiera podido escapársele. ¿Conserva mi número de teléfono?
Asintió varias veces. Al verme desfondada me dijo:
—¿Ve que la patria no podía confiar demasiado en mí? Lo siento.
—Yo también siento haber sido desagradable la otra vez. La próxima lo haré mejor.
—Hoy no lo ha hecho mal del todo.
Sonrió iluminando su cara de mascota perdida en busca de dueño. Era una buena chica.
Caminamos por la calle, sin demasiada prisa, en silencio, con el mal humor y la frustración creando una nubécula a nuestro alrededor. Garzón le dio un puntapié a una colilla, dada la ausencia de piedras en la ciudad.
—¿Usted cree que con la acumulación de cadáveres que llevamos encima es buen momento para ponerse a hurgar en periódicos atrasados?
—No, supongo que eso le hubiera correspondido a una etapa anterior; ahora sería absurdo y nos haría perder un montón de tiempo. ¿Qué le parece la táctica de prender fuego al bosque periodístico? Eso quizá pueda hacer salir a algunas alimañas emboscadas. ¿Y qué me dice del mundo de la política?
—Le recuerdo, inspectora, que lo malo de los periódicos es que publican las cosas. Si empezamos a visitar las redacciones abiertamente y a hacer correr rumores, enseguida trascenderá a los papeles. ¿Dónde queda entonces la discreción?
—De acuerdo, acabaría siendo perjudicial, pero al menos obtendríamos cierto movimiento.
—O no. Si Valdés formaba parte de alguna red de extorsionadores enmarcada en el mundo periodístico, no creo que se tratara de una banda de pardillos. Lo pensarán bien antes de cometer una equivocación. Además, excuso decirle que si vamos a hacer caer alguna torre elevada, tendremos que ocuparnos de que existan pruebas. Olvídese de intuiciones o acorralamientos psicológicos.
—Bueno, en ese caso creo que estoy preparada para dimitir.
—Ni lo sueñe. Les pasarían el caso a Moliner y Rodríguez, justo cuando estamos en condiciones de descubrir algo gordo.
—Quizá usted esté en esas condiciones, porque lo que soy yo... Además, aunque así fuera, éste es un caso comprometedor que se va a quedar en la sombra. ¿Qué espera si lo resolvemos, que nos den las llaves de la ciudad?
—Sólo quiero cumplir con mi deber.
—¡No me joda, Garzón, por favor!
—Bueno, quizá me he pasado. Digamos que tengo prurito profesional. De todas maneras, inspectora, reconozca que estamos perdiendo el tiempo.
—Tiempo nos sobra; lo que faltan son pistas.
—Vamos a ver al marqués.
—Está bien, vamos a ver al marqués; pero diez contra uno a que jurará que no sabe más de lo que dijo.
—En esta oportunidad lo presionaré. ¿Se acuerda del cuadro que tiene en su casa con aquel santo bestia que patea al diablo? Pues así voy a tratarlo yo.
—No se olvide de la espada flamígera.
—¿Y eso qué es?
—Una espada con fuego, creo que funciona a gas.
—Dejémonos de inventos, con una buena hostia será suficiente.
La añeja criada de Ruiz Northwell nos informó de que éste no estaba en casa, de modo que tuvimos que esperarlo en un bar cercano desde donde se veía la puerta de entrada. Aprovechamos para comer algo.
—Voy a llamar a Sangüesa —dije—. Sería conveniente interrogar a ese tipo sabiendo algo sobre el estado de su cuenta.
—¿Cree que tendrá algo ya?
—Según la teoría de Coronas, bastará con ser grosera con él para que lo improvise.
Sangüesa no había completado el informe sobre el marqués, como era de esperar. Sin embargo, y sin necesidad de groserías, me dijo que todo cuanto llevaban investigado le llevaba a afirmar que el marqués no contaba con cuenta en Suiza. Sin embargo, sí tenía una, bastante peculiar, en un banco de Madrid. Se me abrió una ventana en la mente, de par en par. Los movimientos que en ésta se registraban eran extraños. Había imposiciones relativamente fuertes, entre las que no existía ningún paralelismo de tiempo ni cantidad.
—¿Puedes especificar un poco más?
—En fin, esperaba hacerlo en mi informe; pero creo recordar que, de repente, ingresa cinco o seis millones, a veces diez. Luego esa cantidad va menguando hasta que prácticamente queda a cero. Entonces hay una nueva imposición parecida, sin ninguna periodicidad.
—Entiendo. Sangüesa, eres un sol. Lamento que el jefe te echara una bronca el otro día. Por si te consuela, te diré que a mí también me tocó.
—¡Bah!, ¿qué tipo de jefe sería Coronas si no echara una bronca de vez en cuando? y ¿qué tipo de subordinados seríamos nosotros si nos la tomáramos en serio?
—¡Ésa sí es una buena filosofía! De todas maneras, reitero lo de que eres un sol. No sé qué hubiéramos hecho sin tu colaboración... ¡ni siquiera sé lo que vamos a hacer contando con ella!
—No me eches piropos antes de haber cumplido tu lista en su totalidad. La tal Marta Merchán se nos está resistiendo.
—¿La ex de Valdés?
—Sí, no te digo que haya nada raro; probablemente no sea así, pero hay un rastro que se escapa, quizá inversiones... no sé. Ya te diré algo.
Me volví hacia Garzón.
—¿Ve?, ya tenemos más información. ¡Y sin necesidad de presionar ni berrear como hizo Coronas!
—No es lo mismo un compañero que un subordinado —objetó.
Me puse a gritar de improviso.
—¡¿Quiere dejar de decir estupideces y acabar con esos putos calamares de una vez?! ¡Debería estar repasando los datos del marqués antes de que entremos ahí a partirle los dientes!
Se quedó estupefacto. Sonreí.
—¿Le gusta más este estilo con el subordinado?
Sonrió él también, entendiendo la broma.
—Que usted no chille no significa que no sepa mandar. Lo hace, y mucho; lo que ocurre es que las mujeres recurren a otras maneras.
—Mucho más delicadas.
—Más retorcidas, diría yo.
—Es decir, peores.
Se encogió de hombros y cambió de conversación.
—¿Qué le ha dicho Sangüesa?
Se lo conté con todo detalle. Estaba mucho más animada, incluso me encontraba mejor. Que Ruiz Northwell tuviera una cuenta oscilante, sin que se le conociera oficio ni beneficio, parecía muy prometedor. El juego de las hipótesis volvió a ganar terreno. ¿Sería el marqués una especie de intermediario entre las altas esferas y Valdés?, apuntaba Garzón. Puede que con su reputación de «pelado» no tuviera acceso a la élite, pero bien podía hacerse eco de rumores que luego Valdés verificaría con su fino olfato profesional.
Nos mantuvimos en el reino de la conjetura casi una hora más, justo hasta que vimos a Ruiz entrando en el portal de su casa con estudiado paso atlético. Esperamos unos minutos y nos encaminamos hacia allí.
Abrió la veterana sirvienta, y su renqueante silueta nos condujo hasta el salón donde ya habíamos estado. Inmediatamente, Garzón se colocó frente al cuadro de san Miguel, como fascinado, quizá sólo buscando inspiración para vapulear al marqués tal y como había prometido. Al poco entró Ruiz Northwell sonriendo, como si la nuestra fuera una visita social.
—¡Hola!, ¿de vuelta por aquí?, ¿qué tal están?
Sin que pudiera apenas darme cuenta, Garzón saltó en dirección a él y lo acorraló.
—¡Ya está bien de chorradas! —aulló—. O nos dices todo lo que sabes o te quito el marquesado a hostias.
Yo misma me quedé de una pieza, y semejante salida estuvo a punto de hacer que me echara a reír. El marqués me miró aterrorizado, esperando que le diera una orden disuasoria al perro que lo tenía cogido por el cuello. Me acerqué lentamente al improvisado san Miguel.
—Reconozco que mi compañero es un poco impulsivo; pero la verdad, señor Ruiz, es que usted nos ha agotado la paciencia.
—¿Yo... por qué?
—Porque en un caso en el que las muertes se suceden no se puede ocultar la verdad, ni mucho menos mentir.
Garzón lo zarandeó.
—¡Tú sabes más de lo que dices, cabrón!
—¿De qué están hablando? ¡Esto es anticonstitucional!
—Sin duda no es ortodoxo, pero tampoco lo es tener cuentas en el banco cuando no se trabaja. ¿De dónde salen las imposiciones que hace usted de vez en cuando, marqués?
Nos miró con angustia.
—Dígale que me suelte, por favor.
Garzón me salvó de tener que tratarlo como a un animal amaestrado y lo soltó de motu propio.
—Señores, lo tengo todo en regla; de verdad. Pago casi todos mis impuestos.
—Ése no es el asunto, queremos saber de dónde sale el dinero.
—No tienen derecho a...
Me sentí de pronto cansada, harta de representar siempre la misma comedia. Me dejé caer en uno de los incómodos silloncitos de estilo rococó.
—Escúcheme bien. Podemos hacer que esto dure minutos, días, semanas, meses. Podemos seguirlo por todas partes y hacerle la vida imposible. Será pesado, violento, agotador. Créame, no vale la pena. Cuéntenos de dónde viene el dinero y acabemos ya.
Asintió.
—De acuerdo, inspectora, se lo contaré, no tengo nada que ocultar. Acompáñenme, les enseñaré el resto de la casa.
Lo seguimos sin comprender muy bien qué se proponía. Al pasar por el recibidor vimos dormitando a la vieja criada, que aparentemente no tenía mucho que hacer.
Ruiz Northwell fue mostrándonos una a una las habitaciones de su casa. Estaban prácticamente vacías. A juzgar por aquella desolación, la única habitación amueblada era aquella donde solía recibirnos.
—¿Ven? ¿Creen que esta casa ha estado siempre así? Faltan muebles isabelinos, cornucopias de gran valor, cuadros, cuberterías de plata, juegos de café de porcelana antigua. Todo he ido vendiéndolo para subsistir. No he tenido suerte en los últimos tiempos, este pequeño patrimonio era lo único que me quedaba, y ahora pueden comprobar cómo está.
—¿Lo ha vendido a anticuarios?
—Sí, de la mayor parte de operaciones conservo recibos. Otras se han llevado a cabo con dinero negro, me da igual si me quieren denunciar. Con el contrato que me ofrecieron, creí que las cosas iban a cambiar pero ese cabrón de Valdés lo estropeó todo.
—¿Usted le mató? —preguntó Garzón.
—No. ¿No se dan cuenta? Yo no tengo valor para matar a nadie. No mataría a nadie si de ahí no sacara nada en concreto. La venganza es cosa del pasado, y yo tengo otros problemas en los que pensar.
—Usted dijo que Valdés siempre pedía informaciones sobre gente importante. Díganos más sobre eso. ¿Conoce a un tal Lesgano?
—Les aseguro que no sé nada. Si hubiera sabido algo, hubiera intentado chantajearle, eso sí lo hubiera hecho con placer. Aunque estoy seguro de que andaba metido en algo gordo. Yo no soy un estúpido y algo le sonsaqué a Rosario Campos, pero no lo suficiente como para actuar.
—¿Le dijo Rosario Campos que pensaban realizar una extorsión?
—No, no dijo nada claro, pero un día alardeaba de que conocía a Valdés, otro dejaba caer que quizá se iría a vivir al extranjero, ¡qué sé yo, era extraño! De todas maneras, no pude sacarle nada más.
Pensé que sus palabras tenían una cierta lógica. Debió de intentar sacar algún trapo sucio de Valdés para pagarle con la misma moneda. Siguió hablando, cada vez con mayor exaltación.
—Él mismo debió de matar a esa chica, inspectora; era un individuo sin escrúpulos. Siempre sacaba partido de las mujeres. ¡Incluso a su ex mujer debía martirizarla de alguna manera!
—¿Por qué dice eso?
—Una noche los vi cenando juntos en un mesón. No era un sitio de los habituales a los que solemos ir la gente del mundillo. ¿Qué hacían cenando los dos en Madrid cuando pueden verse siempre que quieran en Barcelona?
—Oiga, Ruiz, no creo que...
—Sí. Además, cuando él me reconoció, dio un respingo y ocultó la cara. Pero yo ya lo había fichado, ¡desde luego que sí! Y a ella también. Seguro que estaba intentando chantajearla. Era un cerdo, un maldito cabrón.
—Está bien, está bien; es suficiente. No se vaya a ninguna parte, podemos necesitar tener con usted otra... conversación.
—No tengo nada que ocultar.
—¿Está seguro? Quizá a los inspectores de Hacienda les apetecería charlar sobre sus transacciones de objetos artísticos.
—No ganará nada denunciándome, inspectora. Lo mío es poca cosa si lo compara con lo que hay por ahí. Además, dudo que a usted le guste hacer leña del árbol caído. Piense en un hombre que viene de una alcurnia semejante y que se ve reducido a estos extremos; sentirá piedad de mí.
—A nosotros la alcurnia nos la suda —le espetó Garzón—. De modo que no dé por hecho nuestro silencio, ¿estamos?
Era evidente que el subinspector se había quedado con las ganas de ejercer de santo vengador con el noble. No lo culpaba, la verdad, aquel último intento de movernos a compasión había sido patético. Sin que el paso de transeúntes a nuestro lado lo inhibiera lo más mínimo, se puso a despotricar en voz alta en medio de la calle.
—¡Sentir piedad de ese parásito social! ¡A picar piedra, lo pondría yo, y con pan seco como única comida!
—Es sólo un pobre tipo.
—Supongo que no le tiene la más mínima lástima, que no se habrá tragado todo ese rollo del hombre venido a menos.
—Lo único que quiero decir es que es un desgraciado. Éste no ha matado a nadie ni sabe mucho más sobre las actividades de Valdés.
—¿Y toda esa historia de la ex mujer cenando en un mesón? Apuesto a que es una cortina de humo para ocultar algo.
—Más bien me parece un intento desesperado de demostrar que nos diría cualquier cosa que supiera.