Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (35 page)

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Authors: José Javier Esparza

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BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Naturalmente, y volviendo a nuestro tema, todo esto quiere decir que para los españoles de la época el año 1000 no tuvo ninguna importancia. De hecho, aquí el año 1000 había empezado cuando el resto de Europa vivía el 962.Y cuando la Europa carolingia llegó al año 1000, aquí ya estábamos en el año 1038. ¿Terrores del año 1000? Evidentemente, no. En el gozne del milenio contado por la Era Hispánica, el único terror vigente era Almanzor, y éste no era una sugestión cabalística, sino un terror bien material y visible.

En cuanto a los árabes, como es sabido, no cuentan el tiempo a partir del nacimiento de Cristo, sino a partir del primer día de la hégira de Mahoma, y los años que cuentan no son solares, como los nuestros, sino lunares, es decir, más cortos. El fundador del islam había abandonado La Meca con destino a Medina en el año 622, según nuestro calendario. Así, en el famoso año 1000 los musulmanes estaban en realidad en el año 390. O sea que tampoco en la España musulmana hubo terrores del año 1000.

La cronología por la Era Hispánica todavía tardará mucho en desaparecer, y lo hará gradualmente y con diferencias notables según los territorios. Se sabe que en Cataluña se adoptó la cronología europea convencional hacia finales del siglo xii, al paso del concilio de Tarragona; en Cataluña se había usado con anterioridad el modelo carolingio, de manera que allí fue más fácil la adaptación al nuevo marco cronológico. Otros territorios de la corona de Aragón —Valencia, Mallorca, Aragón mismo— no abandonarán la Era Hispánica hasta el reinado de Jaime 1, ya en el siglo xiii. En Castilla se tardará más: fue en el año 1383 de nuestra era, por acuerdo de las Cortes de Segovia, reinando Juan 1. Portugal y Navarra serán los últimos reinos en abandonar la datación por la Era Hispánica: la mantendrán hasta bien entrado el siglo xv.

¿Mienten, pues, quienes hablan del «milenarismo» medieval y de los «terrores del año 1000»? No exactamente. Más bien, lo que hacen es coger unos cuantos casos concretos, pero singulares, y generalizarlos después como si todo el mundo medieval hubiera vivido de esa manera. Una práctica, en fin, demasiado común cuando se hace la historia de la Edad Media, y que bebe más en prejuicios modernos que en el rigor histórico. Hubo profetas cerca del año 1000, sí, que anunciaron el inmediato advenimiento del Mesías y la destrucción del orden humano. Pero ni mucho menos marcaron una época ni su difusión salió de ámbitos muy restringidos.

En cuanto a España, ya lo hemos visto, nuestro año 1000 iba por otro negociado: había venido antes que en el resto de Europa y su ambiente no fue el de la sugestión religiosa, sino el de la guerra sin cuartel con el califato de Córdoba. Ésta es la verdadera historia de los terrores del año 1000: la historia que nunca existió.

La guerra medieval: el caballero

Siempre hemos imaginado la Edad Media como una época de guerreros o, más precisamente, de caballeros: paladines armados de larga lanza y vistoso escudo, diestra espada y poderosa maza, cuya violencia queda templada por estrictos códigos del honor. No es una imagen incorrecta. Es más, la Edad Media es la época en la que el guerrero, el profesional de la guerra, alcanza un estatuto decisivo en el orden social. Pero ¿quiénes eran estos guerreros? ¿Cómo vivían?Y más precisamente, ¿cómo eran los caballeros en la España del año 1000?

Imaginemos cualquiera de los escenarios que ya hemos pintado aquí. La batalla de Peña Cervera, por ejemplo, donde los reinos cristianos han movilizado a la mayor parte de sus caballeros. Cuando hablamos de caballeros no debemos fijarnos sólo en los condes, los grandes nobles. Éstos, que tienen funciones más políticas que militares, no son demasiado representativos de la condición del caballero. Tiene más interés fijarse en otros nombres. Los segundones de los grandes linajes, por ejemplo. Sabemos que en la batalla de Peña Cervera combatieron todos los hermanos Banu Gómez, los cuatro herederos de la poderosa casa de SaldañaCarrión: García,Velasco, Sancho y Munio, se llamaban. Uno de ellos,Velasco, murió en la batalla decapitado por un jefe moro, un bereber al que llamaban el Leproso. La vida de estos guerreros tiene sólo un horizonte: el servicio de las armas.

Hemos empezado situando la acción en una gran batalla, pero, la mayoría de las veces, estos caballeros no libran grandes batallas, grandes movimientos tácticos de inmensas muchedumbres armadas. Esas ocasiones existirán, sin duda —por ejemplo, en las grandes movilizaciones organizadas por Almanzor—, pero serán excepcionales. Al contrario, lo más frecuente serán escaramuzas de unos centenares de hombres, siempre resueltas en combates cuerpo a cuerpo. Es ahí, en esos combates, donde se da la medida del caballero. Tampoco parece que los combates, en general, fueran particularmente sanguinarios. Las bajas en combate siempre van en consonancia con los medios de destrucción, y éstos, evidentemente, eran mucho más limitados en la Edad Media que en nuestros días. Hay numerosos casos de batallas que se resuelven sin apenas bajas. Inversamente, lo terrible era la suerte de los heridos: una herida leve podía rápidamente convertirse en mortal por la falta de higiene y las infecciones.

¿Quiénes eran estos que peleaban? En el campo cristiano, que es el que aquí examinamos, eran las «gentes de armas» del reino. No debemos imaginar nada parecido a un ejército profesional y permanente; el califato de Córdoba sí tenía tal cosa —la guardia califal y los mercenarios bereberes—, pero no había ejércitos permanentes en la cristiandad. El guerrero es un hombre que vive para el ejercicio de las armas y, en ese sentido, sí puede hablarse de un cierto tipo de profesionalidad, pero no hay un cuerpo militar permanente en dependencia directa del Estado. Las gentes de armas no dependen de la corona; dependen de los señores a los que prestan servicio. Son profesionales, pero no forman un ejército profesional.

Desde los siglos anteriores, las gentes de armas han venido formando parte de la clientela de los magnates, de los grandes señores. Cada hombre importante tenía a su disposición un cierto número de gentes de armas, y su importancia crecía precisamente de acuerdo a su capacidad para mantener a estas huestes. El rey tenía sus gentes de armas, por supuesto: los Fdeles o milites. Pero también los condes y ciertos obispos poseían sus milicias o mesnadas. Mantener una fuerza armada, aunque estuviera constituida sólo por un par de docenas de caballeros, era una garantía de seguridad. Eso sí, cuando el rey llame a la guerra, todos los magnates convocarán a sus caballeros y partirán al combate. La movilización es una llamada a las gentes de armas del reino, y todos acudirán porque todos deben obediencia al rey. Con frecuencia, los propios condes, obispos, etcétera, irán en cabeza del contingente. Es la suma de todo eso lo que compone el ejército del reino.

El hombre de armas es, en general, un caballero. Proviene de una familia de linaje y eso le faculta para poseer un caballo y sus armas propias. Pero no va por libre: se ha sometido por relación voluntaria de vasallaje a un señor que le mantiene. Este señor —un conde, un obispo, etc.— remunera sus servicios de distinta manera en cada caso. En el siglo x hay casos, por ejemplo, en los que el señor se encarga directamente de procurar vestido y alimento al caballero, que vive en la propia casa del señor; son los llamados «caballeros de criazón». Pero hay otros casos en los que el señor remunera a sus caballeros con tierras; se les llama «vasallos de soldada». ¿Es una donación permanente o temporal? Las dos cosas: a veces serán tierras de labor entregadas sólo mientras dure el servicio para asegurar la manutención del caballero; en otras ocasiones —menos frecuentes— serán donaciones en plena propiedad.

Volvamos al escenario inicial: la batalla de Peña Cervera, con los condes de Saldaña. Al lado de estos hombres, jefes de guerra por su linaje, comparecen centenares de caballeros que, salvando la contradicción, podríamos denominar «de a pie»: infanzones, nobleza menor, hidalgos de pequeñas aldeas, muchachos —porque eran jovencísimos— que acuden a la batalla quizá soñando con la gloria y, en cualquier caso, porque su estatuto y su honra les obliga a ello. Es importante subrayar que el servicio de las armas, en este caso, tiene unas dosis notables de voluntariedad. Por el Fuero de Castrojeriz sabemos que los infanzones castellanos estaban obligados a acudir a la llamada del conde en caso de guerra, pero también sabemos que podían desoír la orden si no habían recibido su soldada e incluso, en determinados casos, podían abstenerse de combatir y abandonar la relación con su señor. Podemos recordar el caso —aquí lo hemos contado— de los infanzones de Espeja, que abandonaron la defensa de las posiciones fronterizas castellanas.

Fijémonos ahora en los que combaten en Peña Cervera. Gracias al Cartulario de San Juan de la Peña conocemos el nombre de cuatro de esos caballeros que allí combatieron. Eran don Guisando, don Quintila, don Gutierre y don Monio. Los cuatro eran vasallos del conde de Castilla, García Fernández; los cuatro murieron en la batalla; los cuatro, sin descendencia. Es lo único que sabemos de estos valientes. Eso, y su lugar de origen: Torreguisando.

¿Dónde estaba ese sitio, Torreguisando? Nadie lo sabe exactamente. Entre Burgos, Segovia y Ávila hay varios topónimos que pueden corresponder al misterioso lugar, pero todos ellos remiten a algún despoblado. La crónica, sin embargo, nos dice que uno de los caballeros se llamaba precisamente Guisando y que todos eran vasallos de García Fernández, el viejo conde, que ya había muerto años atrás.A partir de ahí, podemos reconstruir una hipótesis. García Fernández, en su estrategia de defensa del condado, encomienda una torre a un caballero llamado Guisando. Eso sería Torreguisando. Tal vez, simplemente, una aldea con unas pocas familias de colonos, cuatro cabañas a la sombra de un torreón. Con Guisando marchan otros caballeros: Quintila, Gutierre, Monio. Quizá eran sólo infanzones, campesinos con caballo y armas, ennoblecidos por algún fuero local. Su misión sería proteger el lugar.

Cuando llega Peña Cervera, los cuatro marchan a la llamada. El conde ya no es García, sino su hijo Sancho, pero la obligación es la misma. Guisando, Quintila, Gutierre y Monio montan sus caballos, empuñan sus armas y acuden al campo de batalla. No debía de haber más caballeros en Torreguisando. Combaten en Peña Cervera y allí encuentran la muerte. Sin descendencia, como dice el Cartulario. El lugar queda desprotegido.Y sin protección, inmediatamente se verá despoblado. Así Torreguisando queda borrado del mapa. Debió de haber muchas historias más como la de los caballeros de Torreguisando.

De este modo se va configurando la idea del noble caballero, que terminará de definirse en el siglo siguiente: el guerrero, el paladín, adquiere dignidad aristocrática y se convierte en una de las figuras más características de la Edad Media. En toda Europa estaba pasando lo mismo. En España, por la circunstancia de la Reconquista, la figura cobrará un sentido singular: será una figura más popular que en otros países, al menos hasta la creación de las órdenes de caballería. Pero eso es otra historia que también contaremos aquí.

El nacimiento de nuestras lenguas

¿Se ha preguntado usted alguna vez en qué idioma hablaban los españoles de finales del siglo x? ¿Cómo se entendían el obispo de Santiago y Sancho de Pamplona, por ejemplo? ¿En qué lengua se dirigía un caballero a sus menestrales, o el conde de Urgel a un primo del Sobrarbe? Y en la España andalusí, ¿en qué idioma hablaba la gente? Grandes preguntas. Porque ahora, entre guerras y Almanzores, Sanchos y califas, en España estaba pasando algo de una importancia fundamental: nacían nuestras lenguas actuales. En esta época, en efecto, finales del siglo x y principios del siglo xi, aparecen los primeros testimonios de las lenguas romances, esto es, las lenguas evolucionadas a partir del latín.

¿Cómo empezó todo? ¿Cómo empezó a hablarse castellano, galaico-portugués, catalán? Vamos a retroceder un poco. Situémonos en la España de los visigodos, hacia el año 600, por ejemplo. La lengua que habla la gente, desde las aldeas hasta los palacios, es el latín. Un latín, no obstante, que ha empezado a cambiar. Primero, de manera imperceptible, alterada por usos locales; después, de manera más notable, por los germanismos que introducen los godos. El proceso de transformación se acelerará en los siglos siguientes. De esta forma, al doblar el primer milenio, lo que la gente hablaba en la calle ya se parecía cada vez menos a la lengua original.

¿Cómo era ese latín alterado? Apenas lo sabemos: la lengua culta seguía siendo el latín clásico, de manera que los testimonios escritos de esa época difieren poco de los de siglos anteriores. Los filólogos creen poder identificar, en este o aquel autor, giros donde ya se va viendo el cambio, pero, para los no especialistas, es misión imposible. Lo que sí sabemos es que el latín iba evolucionando de manera distinta en cada sitio. Nacen así diferentes formas romances, que es como se llama a los dialectos populares surgidos de la vieja lengua romana.

¿Cuántas formas romances? Muchas.Y éste es un momento fascinante para el historiador, una de esas situaciones en las que cualquier cosa habría sido posible. Podemos imaginárnoslo de la siguiente manera: estamos asistiendo al nacimiento de una planta y no sabemos cómo va a ser. Toynbee define esos momentos como «crisálidas».Y ésa era la situación de nuestra lengua hacia los siglos ix y x, una crisálida. Algo estaba naciendo, pero nadie podía saber qué saldría de allí.

A la altura de los siglos x y xi, cualquier otro dialecto hubiera podido acabar siendo el español por antonomasia. El romance que se hablaba en el área de Galicia, León y Asturias era diferente del que se hablaba en Castilla y del que circulaba en el Pirineo aragonés; éste, a su vez, era distinto del que se hablaba en el Pirineo catalán, y todos ellos eran distintos del que se hablaba en la España bajo dominación musulmana. Además había otra lengua autóctona, el vascuence, que no era romance, es decir, no venía del latín, y que se hablaba —fragmentada en dialectos distintos— en un área extensa del norte: parte de Navarra,Vizcaya, Guipúzcoa, parte de La Rioja. Cada una de las formas romances dará lugar después a otras lenguas dialectales del latín: el gallego, emparentado a su vez con el asturleonés; el aragonés, que sólo sobrevivirá en un área limitada de la provincia de Huesca; el catalán, que es un dialecto romance emparentado con el dialecto provenzal del sur de Francia… El romance castellano será el que predomine como lengua popular y, pronto, incluso como lengua culta.

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