Morir a los 27 (48 page)

Read Morir a los 27 Online

Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Morir a los 27
3.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Quién de los dos juega mejor? —preguntó O'Rahilly, con gesto picaro, como si quisiera poner a prueba el amor propio de cada miembro de la pareja.

Perdomo fue muy rápido en la respuesta.

—Mi mujer, no cabe duda —afirmó—. Mi única misión esta noche es la de no perderla de vista en ningún momento, para evitar que pruebe el alcohol. No tengo reparos en admitir mis enormes limitaciones como jugador de póquer, aunque estoy tranquilo. Pues aunque esta noche voy a arriesgar mucho dinero, estoy seguro de que ella sabrá recuperarlo al final de la velada.

—Les deseo mucha suerte a ambos —dijo O'Rahilly estrechándoles calurosamente la mano.

Después, se dio media vuelta y animó a los jugadores a que fueran ocupando sus posiciones.

66

All in

El irlandés había dispuesto que Amanda y Perdomo se sentaran a un mismo lado de la mesa —que tenía forma de O alargada—, pero separados por dos jugadores. De esa forma, evitaba que establecieran contacto visual y también que pudieran tocarse por debajo del tablero, para intercambiar consignas durante la partida.

La periodista demostró la pasta de la que estaba hecha ya desde la primera mano. El directivo de aire acondicionado se jugó el resto en el
preflop
con un par de jotas y Amanda fue la única de la mesa que se atrevió a aceptar aquel formidable envite de cien mil euros (que podría haberla apeado del torneo en ese mismo instante) con as y rey de corazones. Las probabilidades estaban ligeramente a favor del directivo de Danfoss, pero la periodista se había hecho el firme propósito de no jugar de manera timorata. Puesto que ambos jugadores iban
all in
y ya no podían realizar más apuestas, la crupier les animó a descubrir las cartas.

—¡Salen todas! —anunció a continuación, para indicar que iba a proceder a destapar las cinco cartas comunitarias, que decidirían quién sería el vencedor de aquel bote de doscientos mil euros. Las tres cartas del
flop
resultaron ser un diez de corazones, un dos de picas y un dos de tréboles.

—¡Dobles parejas! —exclamó exultante el danés, que había pasado a ser el claro favorito.

—Esto no es cómo empieza —replicó Amanda—, sino cómo acaba.

Pero aunque la frase intentó sonar desafiante, Perdomo, que no podía ver la cara de su compañera, se dio cuenta, por el tono de voz, de que ésta estaba completamente desolada. El danés no sólo tenía ya la mejor jugada del tablero, sino que sus posibilidades de mejorar eran cada vez mayores.

La cuarta carta, un siete de diamantes, no benefició a ninguno de los dos contrincantes, pero la quinta, una K de tréboles, dio la victoria a la periodista.

—Dobles parejas de KK-22 —proclamó con voz aséptica la crupier—. Gana la señora.

El ejecutivo de Danloss no se tomó el varapalo con demasiada deportividad. Ni siquiera tuvo la cortesía de responder a la crupier, cuando ésta le preguntó si quería recomprar otro
buy-in
. Con gesto airado, se levantó de su silla, se puso la americana con grandes aspavientos, para hacer ver a todos que abandonaba de inmediato el barco, y finalmente, recriminó a Amanda en tono desabrido.

—¡Usted no tendría que haber ido! —gritó—. ¡Era evidente que yo llevaba una pareja alta y que mi probabilidad de victoria era de más del cincuenta por ciento! ¡Y en el
flop
ya era del setenta y cinco!

La periodista se recreó varios segundos en apilar, en torres gemelas, la ingente cantidad de
chips
que acaba de arrebatarle a su rival. Luego, sin mirarle a la cara, respondió:

—Tiene razón, ha sido una temeridad. Pero como le dijo Edward G. Robinson a Steve McQueen en
Cincinnati Kid
, en eso consiste el póquer: «en cometer el error apropiado en el momento oportuno».

Aquella cita acabó por sacar de quicio al de Danloss, hasta el punto de que O'Rahilly se sintió en la obligación de levantarse de la mesa y acompañar personalmente al hombre hasta tierra firme.

—No estaré fuera más de treinta minutos —anunció al resto de los jugadores—. Mientras tanto, la crupier me servirá las cartas y pondrá mis ciegas, como si estuviera sentado a la mesa.

La ausencia temporal del anfitrión tuvo el efecto de destensar a los jugadores, y esto se tradujo a su vez en un juego más alegre y despreocupado. Muchos de ellos empezaron a arriesgar grandes cantidades de dinero en la mesa, con jugadas mucho más débiles de lo que el sentido común hubiera recomendado. Esto acarreó funestas consecuencias para dos de ellos, que perdieron la totalidad de sus fichas en la media hora larga que O'Rahilly se demoró en volver. Cuando el irlandés se sentó de nuevo a la mesa, la situación, enumerada en sentido contrario a las agujas del reloj, era la siguiente:

Jugador n.° 1 (a la derecha de la crupier) eliminado (accionista de Carlsberg).

Jugador n.° 2 (en uno de los extremos cortos de la mesa) en juego con 250.000 euros (misteriosa mujer de la lancha).

Jugador n.° 3 (junto al anterior, en el mismo extremo) eliminado (directivo de aire acondicionado).

Jugador n.° 4 (lado opuesto a la crupier) en juego, con 25.000 euros (Perdomo).

Jugador n.° 5 (en el mismo lado) en juego, con 150.000 euros (padre Hughes).

Jugador n.° 6 (en el mismo lado) en juego, con 350.000 euros (Amanda).

Jugador n.° 7 (en el otro extremo corto) eliminado (accionista de Carlsberg).

Jugador n.° 8 (en el mismo extremo) en juego, 35.000 euros (divorciada de Bang & Olufsen).

Jugador n.° 9 (a la izquierda de la crupier) en juego, 90.000 euros (O'Rahilly).

El padre Hughes —que se lanzó a bendecir las cartas antes de eliminar a uno de los dos directivos de Carlsberg— estaba demostrando ser un jugador de póquer verdaderamente notable. No sólo atrapó a su rival con un trío de ases, que supo esconder hasta la última carta, sino que se permitió pronunciar una de las frases más celebradas de la noche: «Carlsberg, posiblemente los peores jugadores del mundo».

Antes de soltar la chanza, el sacerdote tuvo el buen criterio de esperar a que los dos aludidos se encontraran a cierta distancia, aunque por la cara de fastidio que exhibieron durante las horas siguientes, resultó evidente que aquel hiriente retruécano había llegado a sus oídos.

La partida se estancó hasta la hora del descanso, ya que el regreso de O'Rahilly provocó que el miedo se apoderara nuevamente de la mesa. Si hasta el instante anterior, los jugadores se habían animado a realizar cuantiosas apuestas con cartas muy bajas, ya incluso una pareja de damas parecía poca cosa para arriesgar un puñado de fichas. El resultado fue que cuando llegó el
break
de la comida, los
chips
apenas se habían movido de sitio, ninguno de los jugadores eliminados había ejercido su opción a recompra y todos se habían levantado de la mesa con la sensación de que la verdadera partida no había comenzado todavía.

67

Full House

El reencuentro entre Amanda y Rami, tras más de diez años de separación, fue uno de los más emotivos a los que Perdomo había asistido en mucho tiempo. El venerable cocinero tunecino abrazó a la periodista como si fuera una especie de hija pródiga y la colmó de bendiciones en árabe y francés. Tanto tenían que contarse el uno al otro, que la casi siempre voraz Amanda apenas tuvo tiempo de probar el suculento bufet que había preparado aquel auténtico mago de la cocina. Perdomo, en cambio, sí pudo dar buena cuenta de las calabacitas rellenas, la empanada de carne y la extraordinaria ensalada de tabulé que Rami había colocado sobre la mesa y sobre la que se abalanzaron con ansia todos los jugadores. O'Rahilly puso fin al efusivo encuentro entre la periodista y el cocinero al ordenarle a su empleado, con un pequeño pero enérgico gesto de la cabeza, que regresara a la cocina. Luego le dijo a Amanda, con mal disimulada envidia:

—Ha acumulado usted un buen montón de fichas en mi ausencia. La felicito.

—Y mi marido y yo —respondió al instante la mujer— le felicitamos a usted por la gran tarea que está llevando a cabo desde el
Revenge
, en pro del libre acceso de los ciudadanos a la cultura.

El irlandés se quedó un momento callado, sopesando si el comentario de Amanda encerraba alguna carga irónica. Pero como vio que la periodista persistía en sus elogios, tuvo que aceptar que estaba en presencia de una auténtica simpatizante del Partido Pirata.

—Los dos somos españoles —continuó Amanda, mirando a Perdomo—, y me honro en afirmar que, en mi país, la piratería cultural está ocho puntos por encima de la media europea.

—¿En serio? —dijo O'Rahilly, con genuino asombro—. ¡No sabía que fuera para tanto!

—Y eso —precisó la periodista— que la sociedad privada que maneja los derechos de autor en España es especialmente voraz y codiciosa. ¡Han llegado a intentar recaudar dinero incluso por la música empleada en actos benéficos!

Las palabras de Amanda tuvieron la virtud de estimular la locuacidad del irlandés.

—Todas las personas que asisten a mis partidas privadas —dijo— simpatizan, en mayor o menor medida, con la causa que yo abandero. Tengo datos que demuestran que cada vez somos más numerosos, y que si nos mantenemos unidos, lograremos acabar con los auténticos buitres de la cultura, que son los legisladores europeos. La música, el cine y los programas informáticos no son más que un bien común, a cuyo acceso todos tienen derecho. ¿Por qué un rico puede comprarse, entonces, toda la música que le da la gana y el pobre tiene que andar pasando apuros a final de mes, para enriquecerse espiritualmente? El libre intercambio de productos audiovisuales es la forma más justa y eficaz de potenciar el disfrute de la cultura. Yo no comercio con pornografía, sino que trato de poner a disposición de la gente música, libros y películas de primera calidad. Me honro en ser el puente que está acercando al pueblo los bienes culturales a los que tiene legítimo derecho.

—Me imagino —dijo Amanda, tratando de mostrarse lo más empática posible— que la lucha titánica en la que está usted embarcado resulta una tarea ingrata y solitaria. ¿No ha pensado alguna vez en tirar la toalla?

O'Rahilly se tomó tiempo para contestar, al darse cuenta de que ya no estaba hablando sólo para Amanda. Su arenga ideológica había logrado acaparar la atención de todos sus invitados, que en esos momentos le escuchaban, más que con respetuoso interés, con auténtico embeleso.

—He atravesado momentos muy duros —dijo— y todos ustedes saben a qué me refiero, porque la prensa, que pareciera que está al servicio de las grandes multinacionales, se refociló en airear mis dificultades. El cierre de mi primer portal de descargas, The Snip, liderado por ese músico al que han asesinado recientemente… ¿cómo se llama?

—John Winston —dijo Perdomo.

—Un gran artista —reconoció O'Rahilly—, pero me temo que muy mal informado y aún peor asesorado. Ese cierre no fue sólo un duro golpe para la cultura, sino un zarpazo bestial a mis depauperadas finanzas y a la tranquilidad de mi familia, pues como saben me libré de milagro de una severa condena carcelaria. Mis enemigos me acusan de ser una especie de terrorista cultural —continuó el irlandés, que se iba enardeciendo cada vez más—, un delincuente disfrazado de Mesías informático, que sólo persigue su enriquecimiento personal. Es cierto que ahora está entrando mucho dinero en este barco gracias a mi nuevo portal de descargas, pero que nadie se equivoque: todo lo recaudado a través de The Snip II lo estamos reinvirtiendo en un proyecto tecnológico que verá la luz este mismo año y que acabará de poner la cultura, de una vez por todas, al alcance de todos los ciudadanos.

Los invitados de O'Rahilly se estaban preguntando, en un silencioso unísono, a qué proyecto se estaría refiriendo su anfitrión, pero ninguno osó entrar en más averiguaciones. Sin embargo, la afirmación del irlandés fue lo suficientemente explícita como para que Perdomo confirmara lo que le habían contado los músicos de Winston en Madrid: el último bastión de los artistas, las actuaciones en directo, estaba a punto de ser tomado al asalto por aquel irlandés sin escrúpulos. Los músicos habían podido sobrevivir hasta la fecha a la piratería del disco porque podían ganarse la vida mediante los conciertos en vivo. Pero si a partir de aquel momento también los recitales
Uve
iban a poder ser copiados y distribuidos ilegalmente, ¿cómo se las arreglarían los creadores para ganarse la vida?

El irlandés miró nervioso el reloj y decidió que era hora de volver a la partida. Las cartas favorecieron descaradamente a Perdomo durante la primera media hora de juego, hasta el punto de que su montón de fichas empezó a crecer a un ritmo considerable, lo que provocó un ácido comentario por parte del irlandés acerca de la suerte del principiante. Puesto que Amanda había dado por supuesto que el inspector iba a ser apeado del torneo en el primer tramo de la partida, Perdomo entró en un estado de euforia al poder demostrar, en presencia de grandes jugadores, que era un hueso duro de roer. Como les suele ocurrir a aquellos que están en racha ganadora, la calidad de su juego fue aumentando en cada mano. Al padre Hughes le apagó un farol en el
river
, con una pareja de cuatros, que le reportó cerca de 25.000 euros. Al propio O'Rahilly le propinó un zarpazo de 40.000
chips
con un color al as que descompuso al irlandés, quien sólo lo llevaba a la dama. Pero lo más celebrado de la noche fue la manera en que apeó del torneo a la divorciada de Bang & Olufsen. Cuando en la cuarta carta comunitaria salió un tercer trébol y la divorciada se jugó todo su resto, Perdomo se convenció de que la mujer, que no había faroleado en toda la noche, llevaba color. Sobre la mesa reposaban las cartas siguientes:

Other books

My Present Age by Guy Vanderhaeghe
Sheer Bliss by Leigh Ellwood
The Silver Chain by Primula Bond
The Wolf of Wall Street by Jordan Belfort
Original Skin by David Mark
Quicker (an Ell Donsaii story) by Dahners, Laurence