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Authors: Christopher Wood

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Moonraker (18 page)

BOOK: Moonraker
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—¡Ah! Está usted ahí, 007.

Q apareció a la vista llevando su uniforme tropical de campaña de chaqueta verde y pantalón corto y ancho. Le seguía un atormentado ayudante que llevaba una carpeta de apuntes y que parecía como si tuviera dificultades para mantenerse a tono con su jefe. En este aspecto, no estaba solo.

—Buenos días, Q.

—Estoy con usted en un minuto.

Q se detuvo para contemplar a un gaucho que hacia girar unas bolas sobre su cabeza. El arma cruzó el patio y giró alrededor del cuello de la figura muy decorada de un general con gran cantidad de medallas sobre el pecho y con un brazo elevado en un saludo fascista. Las bolas explotaron y la cabeza del general desapareció. En su lugar quedó un destrozado agujero que reveló la abertura de la figura de yeso. Q se volvió a su ayudante.

—Tenga preparado eso para el Día del Ejército.

—Todo esto es muy fascinante Q. Pero creo que M…

—Sólo un momento, 007 —dijo Q deteniéndole con un gesto—. Esto es realmente interesante.

Hizo una seña a su ayudante, que dejó de tomar notas frenéticas sobre su carpeta y señaló a un hombre vestido de guardia de seguridad que sostenía una pequeña linterna cilíndrica. La antorcha estaba dirigida a un segundo hombre, y un brillante haz de luz se encendía y apagaba intermitentemente en su cabeza. Mientras Bond observaba horrorizado, el objetivo se fundió como una vela situada sobre una plancha caliente. Bond sabía que estaba observando un muñeco de cera, pero el terrible potencial destructor del haz de luz inspiraba respeto y temor.

—Correcto —dijo Q alegremente—. Bastante espléndido, ¿verdad?

Bond no dijo nada, pero se preguntó si los científicos nacían con una escala de sentimientos humanos disminuida, dejando sitio para cantidades extras de materia gris. Había algo enervante en todo aquel apartado campo de espionaje, infiltración y sabotaje. Q, con su tonta forma inglesa de actuar, podría haber enseñado unas pocas lecciones a la CIA.

Detrás del patio había un edificio de piedra con un guardián armado ante la puerta y las ventanas cerradas. Q abrió la puerta y pidió a Bond que entrara. La habitación estaba casi a oscuras y estaba dotada de un proyector de diapositivas y de una pantalla, como para mantener una conversación con ayuda de medios audiovisuales. En una de las paredes había un gran mapa de Brasil que se extendía desde el suelo hasta el techo. M encendió una lámpara de despacho y se levantó apresuradamente en cuanto entró Bond.

—¡Ah!… Buenos días, 007. Me alegro de que lo haya conseguido. Empezábamos a preocuparnos por usted.

Bond observó que de la voz de M había desaparecido toda huella de preocupación.

—¿Alguna noticia de Holly, señor?

—¿De la doctora Goodhead? —la utilización del título oficial fue casi una reprimenda por la familiaridad—. Me temo que no. La CIA tampoco ha recibido ninguna noticia. Deben tenerla todavía en alguna parte.

Si no la habían asesinado, pensó Bond.

—¿Y de Drax?

—Ha desaparecido. Abandonó Venecia con destino desconocido. Ni siquiera sabemos cómo se marchó.

—Sospechoso —comentó Bond.

—Para nosotros, sí. Pero para nadie más. Puede haberse marchado al campo a pasar unos días de descanso. No existe todavía nada oficial que le relacione con la desaparición del Moonraker. ¿Y por qué razón iba a robar su propio vehículo espacial?

Bond frunció el ceño, sintiéndose incómodo.

—Que me condenen si lo sé, señor. Todo lo que sé es que se está cocinando algo bastante desagradable. Lo siento en mis huesos.

—Lamentablemente, sus huesos no pueden ser utilizados como prueba ante un tribunal —dijo M con sequedad. Volviéndose a Q, añadió—: Creo que será mejor pasar a lo que Q tiene que mostrarnos. Eso puede arrojar cierta luz sobre la cuestión.

Q se dirigió hacia el proyector e indicó un par de sillas junto a él.

—Estamos hablando sobre el análisis de la ampolla que cogió usted en Venecia, 007. Su diagnóstico fue correcto. Un gas nervioso altamente tóxico capaz de causar la muerte en segundos. Pero, y esto es muy extraño, ninguno de los experimentos que hemos llevado a cabo han demostrado que ejerza algún efecto sobre los animales.

Bond digirió la información con una creciente sensación de incomodidad.

—¿Qué me dice de la fórmula?

Q introdujo una bandeja de diapositivas y una fórmula quedó proyectada sobre la pantalla. Bond la estudió durante varios segundos. La mayor parte de los símbolos químicos no significaban nada para él, pero había dos palabras que le impresionaron de un modo particularmente incongruente.

—¿
Orchidaceae Negra
? —preguntó, mirando a Q para que se lo confirmara—. ¿Se trata realmente de alguna clase de orquídea?

—Una muy rara —asintió Q—. Antiguamente crecía en grandes cantidades en la península de Yucatán, en México, pero hasta hace muy poco se creyó que se había extinguido. Un misionero trajo una procedente de la cuenca superior del Amazonas.

—A gran distancia de la península de Yucatán —musitó Bond.

—No cabe la menor duda —dijo M.

Se aproximó al mapa colgado de la pared y trazó un círculo sobre una zona con un rotulador azul. Bond estudió el mapa y el tortuoso pasaje del río hasta el mar.

—Así que éste es el único lugar del mundo donde se puede encontrar ese elemento particular del gas nervioso, ¿no es así?

—Por lo que sabemos hasta ahora, sí.

Bond reflexionó un momento y preguntó:

—¿Y no disponemos de ninguna información sobre el lugar hacia el que se dirigían esos aviones de transporte que despegaron del aeropuerto de San Pietro? Sin duda alguna tuvieron que haber sido registrados.

—Sólo se registraron dos vuelos. A Bahía y Recife. Transportaban personal de mantenimiento, así como equipo pesado para las instalaciones Drax. Nada fuera de lo habitual.

—Holly vio despegar seis aviones.

—No hay registrado nada de eso, 007. Y eso es lo importante. Esos aviones pueden estar en cualquier parte, independientemente de cuántos fueran. No tienen por que aterrizar en aeropuertos civiles. En la jungla abundan las pistas de aterrizaje que sirven a los campamentos madereros y a las empresas mineras.

Los ojos de Bond regresaron al círculo azul trazado en el mapa.

—Así que esto es lo único que nos queda. Será mejor que le eche un vistazo.

—Así lo creemos nosotros también —dijo M con seriedad, y dirigiéndose a Q añadió—: Tengo entendido que su departamento ha desarrollado algo que debería ayudar a 007 en su tarea.

—Y no por primera vez —comentó Q con petulancia—. Lo que sería nuevo, lo sería si Bond pudiera evitar el destruirlo casi inmediatamente después de haber firmado el recibo de entrega.

Unas horas más tarde, Bond pensó en las palabras de Q al sentarse al timón del brillante bote que él había bautizado con el nombre de embarcación Q. Tenía la línea de una lancha motora, pero con un calado excepcionalmente poco profundo, un poderoso motor y un toldo de brillantes colores que se extendía sobre su cabeza como las alas de un pájaro. La corriente río arriba por la que viajaba era del color del barro, y los árboles altos y de follaje enmarañado cubrían las orillas, dejando caer lianas como serpientes sobre perezosas aguas. El aire estaba lleno de llamadas de pájaros incorpóreos y del zumbido de los mosquitos. Los árboles se apretaban tan amenazadoramente que Bond tenía la sensación de que él y su estrecha embarcación corrían por un brazo de río sin salida; que, en cualquier momento, las enredaderas se moverían como látigos knut para azotarle la espalda. Con el sol atrapado en las alturas y la luz desvaneciéndose en la barrera de arboles, el río no resultaba un lugar alegre. Cada metro recorrido era un metro más que se alejaba de la civilización, y el olor a vegetación podrida y la continua impresión de estar introduciéndose en un túnel quizá sin regreso estrujaban el espíritu como un disparo de plomo.

Alejando a los insectos, Bond siguió un curso contra los detritus del bosque que bajaban por la corriente. Transcurrieron las horas y el río se hizo más estrecho, hasta que las puntas de los árboles situados a ambos lados casi se tocaban por encima de la corriente. Los grupos de algas empezaron a formar desordenadas barreras y la penumbra estigia se profundizó con rapidez hasta transformarse en noche. Bond atracó a cierta distancia de la orilla y se debatió entre dormir en la pequeña cabina sin aire o sobre la cubierta. Se decidió por esto último y se tumbó bajo una mosquitera montada con toda rapidez, para escuchar los sonidos de la oscuridad. Chapoteos, susurros, zumbidos, los escalofriantes gritos de caza de las lechuzas, los graznidos aterrorizados de sus presas. La naturaleza alimentándose de sí misma. Afilados dientes hundiéndose en la carne y los sentidos alerta, siempre alerta a la aproximación de dientes más grandes y afilados. Adormecido por el sonido de la naturaleza que mantenía su equilibrio sanguíneo, Bond terminó por quedarse dormido bajo un cielo sin estrellas.

Cuando se despertó, sintió frío y había neblina sobre el agua. En alguna parte por detrás de los árboles no tardaría en amanecer; ya se observaba un atisbo de luz. Un collar de verdugones malolientes en sus brazos y cara demostraba que había montado el mosquitero con excesiva rapidez. Bond se lavó con un puñado de Paludrin, tomó un trago de Old Hickory —traído para verdaderos casos de emergencia— y puso en marcha el motor. En las orillas se escuchó un clamor de ruidos asombrados cuando la embarcación Q se libró del peso de los desperdicios que se habían acumulado contra la proa durante la noche y comenzó a avanzar corriente arriba.

Bond no tardó en tener que tomar una decisión. Ante él, el río se dividía a los lados de una isla de vegetación y desaparecía en dos perezosos canales cubiertos de árboles, y llenos de raíces y hojas de lilas, como diminutos párpados circulares verdes vueltos hacia arriba. Ninguno de los dos brazos parecía prometedor, y se preguntó si no habría tomado un brazo erróneo cuando la noche estaba cayendo. Examinó su inadecuado mapa y tomó un compás, haciendo una medición, antes de tomar la corriente que mostraba una oscura línea dividiendo la superficie moteada de algas. Al menos, alguien había seguido recientemente aquel mismo camino. Apagó el motor y se movió suavemente a través de bancos de espesos juncos puntuados por zonas de agua abierta, cubiertas a menudo por bandadas de aves que ante su aproximación levantaban el vuelo con tronido de alas. Aunque había grupos ocasionales de árboles cubiertos por lianas, el brazo de agua adquiría cada vez más el aspecto de un pantano. Y eso no proporcionaba precisamente tranquilidad de espíritu. Seguía percibiendo una sensación de claustrofobia, de hallarse encerrado y aislado del mundo exterior. No sin oleadas de alarma, Bond se preguntó hasta qué punto le resultaría fácil encontrar el camino de regreso. Adoptó la costumbre de detenerse a cada pocos cientos de metros para mirar hacia atrás y ver si podía observar algún punto de referencia destacado. Pronto se dio cuenta de que era una pérdida de tiempo. Cualquier trozo de agua abierta entre los grupos de juncos tenía exactamente el mismo aspecto que otro.

Durante medio día, Bond continuó su camino sin que se produjera ningún cambio de escenario. Finalmente, penetró en otro río estrecho que serpenteaba a través de la jungla. Aquí, las curvas de la corriente eran tan sinuosas que le fue imposible mirar a través de una abertura entre los árboles y ver que un segundo brazo de agua corría paralelo al suyo. Media hora después llegó al brazo que había visto antes. Le noche se precipitó sin que pudiera establecer una clara estimación de la distancia recorrida en línea recta. Se preparó algunas raciones que, si bien le resultaron poco apetitosas, consiguieron al menos calmar su apetito. Y pasó otra caprichosa y escalofriante noche durante la que se vio obligado a refugiarse en la cabina debido a una lluvia torrencial que comenzó poco después de oscurecer y que caía como una cascada procedente del cielo.

Al día siguiente tuvo su primer contacto con seres humanos. Había dejado de llover y él continuaba su camino corriente arriba cuando al doblar un recodo del río apareció una canoa. En ella se encontraban cinco hombres pequeños que llevaban taparrabos y portaban lanzas. Dejaron las lanzas en cuanto vieron a Bond y cogieron unas paletas de remo. A una velocidad verdaderamente impresionante, remaron y se dirigieron hacia la orilla, desapareciendo en un afluente lateral.

Después de ese incidente, Bond tuvo la impresión de estar siendo observado. Ocasionalmente, se escuchaban desde las orillas llamadas de pájaros que evocaban una respuesta estridente, casi demasiado espontánea para cualquier animal que se encontrara en la naturaleza. Criaturas no vistas se movieron por entre el follaje. Bond sintió cómo sus nervios se iban poniendo en tensión, hasta casi perder el control. Se sentía oprimido por el ambiente y por una creciente sensación de aislamiento. No podía ver nada, a excepción del espesor de la selva y del tortuoso río y, sin embargo, no podía relajarse. En aquellos parajes podía ser fatal un árbol a la deriva, una roca submarina que provocara un accidente o un fallo mecánico que podría ser reparado con sencillez en un lugar civilizado. Y siempre quedaba el temor de que una flecha o una lanza surgiera repentinamente desde la orilla. De que una canoa de guerra se le echara encima silenciosamente mientras dormía. Era un viaje no apto para corazones débiles.

Al mediodía de la cuarta jornada, el río desapareció en una esponja de pantanos, y el espíritu de Bond pasó por otra prueba. No había ninguna corriente clara que pudiera seguir y las espesas cañas eran más altas que la embarcación. Era como encontrarse perdido entre las cerdas de una escoba. Las cañas raspaban los lados de la embarcación Q y se cerraban por detrás. Una vez más, Bond se sintió torturado por el temor de haber seguido un canal erróneo y estar introduciéndose en una ilimitada zona salvaje de la que no habría regreso posible. Las reservas de combustible empezaban a ser muy escasas y sólo disponía del compás para seguir orientándose. Calculaba que se hallaba ya casi en la zona marcada por M, pero no podía estar seguro. Su último contacto por radio lo había hecho al abandonar el río principal, y ahora juzgaba una imprudencia volver a emitir por si había por allí alguien o algo que interceptara la señal.

Después de una hora de avance por entre lechos de cañas tan espesas que casi eran impenetrables, el paisaje acuático se abrió y los grupos de cañas terminadas en hilos se convirtieron en islas en un jardín acuático de lilas y tubérculos en flor. Estos, a su vez, dieron paso a espacios de agua abierta bordeada por cañas y jungla, los cuales contenían bandadas de grullas y gansos que levantaban el vuelo en cuanto él se acercaba. El ver las aves y el sentirse libre de los rígidos bancos de cañas mejoró el estado de ánimo de Bond, que abrió ligeramente la válvula reguladora para permitir que la embarcación Q se deslizara hacia lo que parecía el principio de un gran lago. Le embarcación dejó atrás los últimos grupos de cañas y se encontró, en efecto, cruzando una amplia extensión de agua. Le superficie aparecía suave y clara y Bond vio anillos que mostraban los lugares donde los peces se acercaban a la superficie. Pero no había aves. Después de haber cruzado las pobladas aguas por las que había pasado, Bond se preguntó por qué. ¿Qué podía haber allí que las ahuyentara? Le contestación le llegó en forma de un gran surtidor de agua que se elevó por un instante justo por delante de la proa.

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