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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Montenegro (27 page)

BOOK: Montenegro
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La travesía desde que abandonaron el golfo de Venezuela fue agradable, con buen mar, y una suave brisa que continuaba soplando del Nordeste, por lo que el
Milagro
tan sólo tuvo que desviarse ligeramente de su rumbo hasta
BORINQUEN
para virar luego desde allí hacia las costas de La Española.

Una vez en ellas, fondeó a sotavento de Isla Catalina, desde donde la alemana envió a la capital una chalupa comandada por Don Luis de Torres, pues resultaba harto evidente que éste era quien mejor llevaba a cabo siempre las más delicadas negociaciones.

Y es que discutir con el severo y todopoderoso Gobernador Francisco de Bobadilla no constituía en verdad empresa fácil, ya que en primer lugar fue necesario esperar diez días para conseguir ser recibido en audiencia, pese a que sus secretarios tuvieran puntual conocimiento de que cincuenta hombres se hallaban en serio peligro en Maracaibo, y más tarde el gobernador exigió dos semanas más de tiempo antes de decidirse a tomar cualquier tipo de determinación.

—Lo que solicitasteis resulta, en verdad, poco corriente… —señaló con su adustez característica cuando, al fin, aceptó entrevistarse por segunda vez con el converso—. El Perdón Real no está pensado para quienes desobedecieron todas las Ordenanzas robando un barco y haciéndose a la mar clandestinamente…

—El barco no fue robado, ya que había sido armado por la propia
Doña Mariana Montenegro
—le recordó el De Torres—. Y no contravenía ninguna Ordenanza, sino tan sólo las injustas imposiciones de un despótico Virrey al que vos mismo habéis desautorizado.

—Eso es muy cierto, pero mientras Don Cristóbal era Virrey, representaba a sus Majestades, y quien le desobedecía, desobedecía en realidad a la Corona. —¿Acaso tendríamos que haberle obedecido si nos hubiese ordenado someternos a los genoveses?

—No es ése el caso y lo sabéis… —El Gobernador se agitó en su sillón demostrando una cierta impaciencia—. Pero no pienso perderme en vanas discusiones —carraspeó ligeramente—. Existe una amnistía general que muy bien pudiera ser aplicada en este caso, y la carta del vizconde por la que retira todos los cargos contra su esposa me inclina a mostrarme magnánimo… —Hizo una nueva y larga pausa que aprovechó para observarse con todo detenimiento los nudillos de unas manos que mantenía como siempre en actitud de orar, y por fin, alzando los ojos con aire de absoluta inocencia, añadió—: Si
Doña Mariana Montenegro
corre con los gastos del rescate del vizconde, y abona una compensación de cincuenta mil maravedíes, daré por zanjado este enojoso asunto.

Su asombrado interlocutor no pudo evitar lanzar una sonora exclamación.

—¡Cincuenta mil maravedíes…! —repitió como un eco—. ¡Por todos los diablos! ¡Eso es una fortuna!

—No mayor que el hecho de ser libre.

—¿Y a quién deberá ser entregada?

—A mí, naturalmente. Me ocuparé de hacérsela llegar al vizconde como desagravio por cuanto se le ha ofendido.

Don Luis de Torres se tomó unos minutos para meditar la propuesta con todo detenimiento, y por último inquirió:

—¿Significa eso que
Doña Mariana
recuperaría su casa y sus restantes propiedades?

—Desde luego… —El otro hizo una nueva pausa y casi se podría decir que sonreía para sus adentros, ya que hacía afuera jamás lo haría—. Lo que no recuperaría serían sus derechos sobre las minas.

—¿Por qué?

—Porque ésa fue una concesión hecha por los Colón, y la mayoría de los acuerdos de los Colón han sido derogados.

—¿Quién los derogó?

—Yo.

Don Luis de Torres no estimó necesario inquirir quién sería el nuevo beneficiario de los derechos mineros de
Doña Mariana Montenegro
, pues resultaba evidente que al igual que el humilde y ascético Comendador había pasado a convertirse en prepotente Gobernador, el sencillo vasallo al que bastaba un catre y un plato de comida, se había transformado en un rapaz mandatario sediento de gloria y riquezas.

No cabía duda de que si el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, don Francisco de Bobadilla, que jamás anheló gobernar y mucho menos gobernar de modo autoritario, se había dejado atrapar por los tentáculos del gran monstruo que acaba devorando a todos los políticos; cualquiera que sea su procedencia y condición.

No se conformaba ya con haber ocupado el puesto y el palacio del hombre que se había jugado la vida por descubrir un Nuevo Mundo y al que encadenara como al peor delincuente, sino que había aprendido también que acaparar riquezas constituía la mejor forma de continuar siendo poderoso cuando aquellos que tan caprichosamente le encumbraran decidieran devolverle al oscuro cubil de donde le habían sacado.

Como no le pasaba por la mente la idea de quedarse en la isla cuando ya no fuese su suprema autoridad, nunca ambicionó las tierras que con tanta generosidad repartía la Corona, los palacios que había requisado a los partidarios del Almirante, o los ejércitos de nativos a los que tenía derecho por su rango, pero sí hizo todo lo posible por amontonar en los sótanos de su castillo ingentes cantidades del oro de las famosas minas de las afueras de Santo Domingo, y las más hermosas perlas que llegaban de Margarita y Cubagua.

Si hubiese sospechado qué trágico destino habrían de tener tales tesoros, bien poco se hubiese molestado en ensuciar por su culpa su buen nombre, pero durante aquella calurosa primavera del año 1501, don Francisco de Bobadilla tan sólo se preocupaba por echar mano a todo cuanto de valor se ponía al alcance de sus ávidas zarpas.

El discutido decreto por el que permitía que todos los castellanos recogiesen libremente oro en la isla, no encubría en realidad más que una astuta forma de exigirles un canon sin tener que rendir cuentas a la Corona, y de igual modo, aquella parte de los rendimientos de las minas que en su día fuera adjudicada a Miguel Díaz y
Doña Mariana Montenegro
no había ido a revertir a las arcas reales, sino a las suyas propias.

El converso Luis de Torres abrigó el convencimiento de que los maravedíes reclamados a modo de compensación tampoco irían nunca a parar a manos del vizconde, pero como a lo que había venido era a negociar el perdón de la alemana y su tripulación, llegó a la conclusión de que el precio no resultaba excesivo si le permitían retener el barco y la casa.

—De acuerdo —dijo al fin como quien se rinde a la evidencia de que ha sido derrotado—. Cincuenta mil maravedíes y la renuncia a sus derechos… ¿Cuándo podrá volver a la ciudad?

—Inmediatamente, si se compromete a que a las dos semanas zarpará el barco de rescate.

Extender los pertinentes salvoconductos exigió sin embargo otros diez días, y para entonces se había levantado un fuerte temporal de poniente que retrasó una vez más el regreso del converso a donde el
Milagro
le aguardaba, por lo que cuando al fin consiguió poner el pie en cubierta, a bordo abrigaban el convencimiento de que su misión había fracasado y colgaba tiempo atrás de la más alta horca de la Plaza de Armas.

—¡Cincuenta mil maravedíes…! —fue lo primero que repitió a su vez la alemana al tener noticias del precio puesto a su libertad—. ¿Es que cree que somos piratas?

—Lo que importa no es lo que el Gobernador crea, sino si podéis o no reunirlos.

—Puedo… —admitió ella—. Naturalmente que puedo, pero si además me priva de mi principal fuente de ingresos me deja al borde de la ruina. Casi todo lo que tenía lo invertí en el barco… —
Doña Mariana Montenegro
lanzó un hondo suspiro de resignación y aventuró una leve sonrisa de compromiso—. ¡Pero en fin! —admitió—, de peores hemos salido.

—Os queda la casa —le consoló el ex intérprete real—. Y podréis hacer comercio con el barco.

—No está pensado para eso… —le guiñó un ojo—.

Aunque tal vez podríamos ganar una fortuna trayendo «mene» a Santo Domingo.

—¿Trayendo que…?

—«Mene»… Aquello que ardió en Maracaibo.

—¿Y para qué iba a querer nadie esa porquería?

—Para quemarla, digo yo.

—¡Qué tontería! ¿Quién iba a comprar algo que tan sólo se quema, huele a rayos, y ni siquiera sirve para tragarse el humo como el tabaco…?

—¡También es verdad…! —Se volvió a
Cienfuegos
que había sido mudo testigo de la absurda charla—.

¿Se te ocurre algún modo de ganar dinero? —inquirió sonriente.

—¡Como no sea cuidando cabras…!

Pero no había muchas cabras por aquel tiempo en La Española, ni era ése el futuro que Ingrid Grass había soñado para el hombre que amaba, por lo que su mayor preocupación a partir del momento en que consiguió establecerse de nuevo en la hermosa casa de piedra de cuidado jardín, fue encontrar algún tipo de ocupación que consiguiera que un hombre por lo general tan activo como
Cienfuegos
, no se sintiera de improviso aburrido, inútil y desplazado.

Criado libre en las montañas de La Gomera, y habiendo pasado la mayor parte de su vida en un continuo sobresalto por mundos desconocidos, la pacífica existencia en un lugar en aquellos momentos tan tranquilo y bucólico como Santo Domingo, amenazó muy pronto con convertirse en el peor enemigo del isleño.

La luminosa, exuberante y acogedora ciudad de las orillas del río Ozama se había consolidado ya como cabeza del puente entre el viejo y el nuevo mundo, y parecía prepararse para la grandiosa empresa que habría de constituir en los años venideros el descubrimiento y la conquista del gigantesco continente que se extendía a ella. Comenzaban a llegar a su puerto los Bastida, Lepe, Ojeda, Núñez de Balboa, Cortés, Orellana, Pizarro y tantos otros que en el transcurso de las próximas décadas llevarían a cabo inauditas hazañas, pero durante aquel tórrido verano, tan sólo las inevitables rencillas de los eternos descontentos que se alzaban contra el poder central en algún remoto rincón de la isla, o la latente rebeldía de jefezuelos indígenas que no se resignaban a su nuevo papel de vasallos de tercera categoría, venía a sacudir de tanto en tanto el monótono transcurrir de abrasadores días y noches de bochorno.

Para Ingrid Grass, aquélla constituyó, sin lugar a dudas, la más feliz de las épocas que hubiera vivido jamás mujer alguna; auténtica luna de miel durante la cual disfrutó a todas horas, sin saciarse, del hombre con el que había soñado, y cuando llegó a la conclusión de que al fin esperaba el hijo que tanto deseaba, abrigó el pleno convencimiento de que lo único que le quedaba por conseguir en esta vida, era que el inquieto
Cienfuegos
encontrase una actividad Que le permitiera librarse del exceso de vitalidad que le inflamaba.

—¿Qué te gustaría hacer? —quiso saber.

—Cazar.

—¿Cazar? —se sorprendió la alemana levemente desconcertada—. ¿ Cazar qué?

—No lo sé… —fue la honrada respuesta—. Cazar algo que me permita regresar de tanto en tanto a la selva… —El gomero aspiró profundamente—. Vivir siempre entre muros me atosiga.

—Lo sé. Por eso te vas tantas noches al jardín. No es por el calor; es que continúas necesitando dormir al aire libre…

—Es lo que siempre hice.

—¿Te sientes prisionero?

—¿Prisionero? No. Me siento inútil. —Colocó la mano con infinita suavidad sobre el vientre que aún ni siquiera había comenzado a dilatarse—. ¡Te quiero! —añadió—. Te quiero más que a nada en este mundo, pero eres tú quien tiene el dinero, quien trabaja, quien lee libros, y ahora incluso quien hace vivir a nuestro hijo… —Negó repetidamente con un lento ademán de cabeza—. ¿ Pero qué es lo que hago yo? ¿ Para qué sirvo, más que para entretener a Araya y Haitiké? Ya les he contado cien veces cómo me libré de los caribes o como Quimari y Ayapel licuaban esmeraldas… ¿ Es ése ya mi único futuro…? ¿Contar viejas historias y ser el padre de tus hijos?

—No —admitió ella—. Desde luego que no. Por eso quiero saber qué es lo que realmente te gustaría hacer.

—Me gustaría hacer lo qué sé hacer —fue la sencilla respuesta—: Cazar, pescar; explorar, vivir en las selvas, los desiertos y las montañas; hablar con los nativos, aprender sus costumbres y observar animales… —Le acarició el rostro con infinita ternura—. Cuando tenía todo eso, me faltabas tú —añadió—. Ahora que te tengo a ti, me falta un poco de todo eso. —Sonrió—. Sólo un poco.

—Entiendo —admitió ella jugueteando con su lacia y rojiza cabellera—. Lo entiendo perfectamente, y no tienes que sentirte culpable por ello. No has nacido para estar enjaulado, aunque la jaula sea de oro. —Señaló hacia el Oeste—. Ahí fuera, a tres leguas de la última casa, empieza la selva —dijo—. Vete cuando la eches en falta, y vuelve cuando me necesites. Yo siempre, ¡siempre!, estaré aquí esperando.

Lo hicieron así, y su amor ganó en comprensión convirtiéndose en una relación plena y perfecta, pues estaba hecho no sólo de posesión, sino también de esa renuncia que con demasiada frecuencia falta a muchas parejas impidiendo que su mutua entrega se convierta en algo estable y duradero.

Ingrid Grass era lo suficientemente madura e inteligente como para admitir que el hecho de que
Cienfuegos
pasara un par de semanas reviviendo una difícil y apasionante época de su vida no le alejaba en absoluto de él, sino que permitía que al volver a su lado fuera totalmente suyo sin tener que compartirlo con nada o con nadie, aunque se tratase tan sólo de nostalgias.

Nacida y criada en la ciudad, respetaba sin embargo aquella extraña fascinación que los seres que han pasado la mayor parte de su existencia al aire libre sienten por la Naturaleza, y en el fondo no podía por menos que alegrarse al saber que no tenía más rivales que los árboles, los ríos y las bestias de la selva.

Ella esperaba un hijo y advertir cómo crecía en su interior le bastaba para sentirse completamente feliz y realizada. Pasaba las horas reorganizando su economía, sacando adelante la casa, cuidando de una compleja familia a la cual se había sumado ahora la inquietante Araya, y pensando en el hombre que amaba, no con el desasosiego de antaño, sino con la infinita paz de espíritu que producía el hecho de saber que cualquier día haría su aparición ante la puerta, alto, fuerte, bronceado y rebosante de aquella resplandeciente vitalidad que le convertían en una de las criaturas más hermosas que hubiese puesto el Creador sobre la faz de la tierra.

Los años de incertidumbre, dolor y separación se fueron borrando de su mente como por arte de encantamiento, pues era tal la dicha que la embargaba a todas horas, y tan inconcebiblemente perfecta su existencia, que daba por bien empleadas todas las amarguras, aceptando que si bien el camino había estado franqueado de espinas y peligros, el paraíso alcanzado bien se lo merecía.

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