Montenegro (2 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Montenegro
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El fascinante Ojeda se había visto obligado a regresar poco después a Sevilla, a intentar que reyes y banqueros le brindasen una nueva oportunidad de lanzarse a la exploración y conquista de ignotos imperios, por lo que
Doña Mariana Montenegro
acabó por elegir como capitán de su futuro navío a un tal Moisés Salado al que la mayoría de sus conocidos apelaban afectuosamente
El Deslenguado
, y no precisamente por ser un hombre de verbo agresivo o palabra inoportuna, sino más bien por todo lo contrario, ya que pese a ser un renombrado cartógrafo y un experimentado navegante, jamás solía pronunciar más que cortantes monosílabos.

La primera charla que mantuvo a la sombra del flamboyán con la que habría de ser más tarde su patrona, fue un claro ejemplo de su normal comportamiento y su forma de actuar.

—Me han asegurado que sois un magnífico oficial que empezó de grumete y un hombre íntegro, digno de toda confianza… —le espetó de entrada, amablemente,
Doña Mariana
, en un intento de aproximación a un personaje que parecía encontrarse siempre muy lejos del lugar que ocupaba, aunque éste fuera un asiento a metro y medio de distancia.

—Serían amigos.

—Y que no os importaría obedecer las órdenes de una mujer.

—Eso depende.

—¿De qué?

—De las órdenes.

—Se trata de buscar a un hombre.

—Bien.

—¿No deseáis saber quién es ese hombre?

—No.

—¿Ni dónde hay que buscarlo?

—Tampoco.

—¿Por qué?

—Aún es pronto.

—Entiendo… ¿Os molestaría mi presencia a bordo?

—Sí.

—¿Y la de un niño?

—También.

—¿Y aun así aceptaríais?

—Sí.

—¿Por qué? —insistió ella un tanto enervada por la impenetrable coraza con que parecía protegerse su escurridizo interlocutor.

—Por hambre.

—¿Hambre? Me consta que acabáis de rechazar el mando de una carraca con destino a Guinea.

—Y es cierto…

—¿Por qué lo hicisteis?

—No soy negrero.

—Muy noble por vuestra parte… —La alemana lanzó un hondo suspiro—. ¿Os han dicho alguna vez, capitán, que intentar hablar con vos desespera a cualquiera?

—Sí.

—¿Estáis casado?

—No.

—¿Dónde nacisteis?

—En el mar.

—¿En un barco?

—Sí.

—¿Y vuestros padres de dónde eran?

—Lo ignoro. Unos pescadores me recogieron a bordo de una nave a la deriva.

—¡Santo cielo! Ahora comprendo la razón de vuestro curioso nombre: Moisés Salado. ¿Realmente os gusta?

—Como cualquier otro.

—¡Menos mal! —suspiró ella, nuevamente—. Resumiendo: creo que no seréis un envidiable contertulio durante las noches al pairo, por lo que me cuidaré de aprovisionarme de buenos libros, pero creo, también, que sois el hombre que ando buscando. ¿Cuáles son vuestras pretensiones económicas?

—Ninguna.

—¿Estáis seguro?

—Mandar un buen barco me basta.

—El mío será el mejor.

—Lo sé.

—¿Conocéis a Sixto Vizcaíno?

—Sí.

—El os recomendó.

—Lo sé.

Y así podía continuar hasta el infinito, pero Ingrid Grass, ahora ya
Doña Mariana Montenegro
, jamás tuvo que arrepentirse de la elección que hiciera aquella calurosa mañana de abril, ya que
El Deslenguado
Capitán Moisés Salado demostró ser un hombre íntegro, fiel, eficaz y casi tan decidido y valiente como aquel diminuto Ojeda, cuya afilada lengua tenía fama de ser aún más peligrosa que su invencible espada.

La forma en que consiguió entenderse con el habilidoso carpintero de Guetaria constituyó un misterio para todos, pero lo cierto es que al día siguiente de su contratación se instaló en un rincón del astillero, colaborando en la gestación y puesta a punto de «su barco» a tal extremo que podría asegurarse que conocía una por una cada cuaderna y cada tabla, y que no existía una sola juntura del casco, la sentina o la cubierta que no hubiese inspeccionado con obsesiva meticulosidad.

Idéntico empeño puso a la hora de elegir a su tripulación, para lo cual solía pasear muy despacio por los tinglados del puerto, observando con ojos aparentemente distraídos a cuantos faenaban en las naves, estudiando su forma de moverse por cubierta o trepar a los palos, para, tomando asiento a la caída de la noche en las tabernas, continuar analizando el comportamiento de aquellos en quienes había reparado anteriormente.

Como lo que ofrecía más tarde era trabajo seguro, buena paga, un excelente cocinero y el barco más moderno, cómodo y limpio de la orilla oeste del océano, no le resultaba demasiado difícil convencer a sus elegidos, con los que cumplía luego el requisito de visitar a
Doña Mariana
por si ésta les encontraba algún defecto.

Tan sólo se dio un caso de rechazo por parte de la alemana, y fue el de un rubio y atlético gaviero mallorquín, por el que solían pelearse las pupilas de los prostíbulos de todos los puertos, pero que estaba considerado, pese a ello, un magnífico profesional, disciplinado y serio.

—No lo quiero a bordo —sentenció la alemana en cuanto le vio abandonar el umbrío jardín que se había convertido en su cuartel general de inexperta armadora de buques—. Pagadle lo convenido y que se vaya.

—Es bueno.

—Lo supongo, ya que vos mismo le habéis seleccionado —fue la respuesta—. Pero las mujeres le han hecho considerarse irresistible, y al cabo de un mes de navegación nos causaría problemas. Todo hombre atractivo que tropieza con una mujer aparentemente sola, acaba pronto o tarde por considerarse en la obligación de consolarla. Y no es mi caso.

—No se hable más.

Semejante frase, en tales labios, sonaba en cierto modo pintoresca, pero Ingrid Grass se había acostumbrado ya a las peculiaridades lingüísticas del Capitán Moisés Salado, y prefería mil veces su forma de ser y de actuar que la de los innumerables parlanchines pretenciosos que arribaban cada día a la colonia.

Poco a poco iba tomándole justo aprecio al circunspecto
Deslenguado
; pero a quien desde un principio deslumbró por completo el silencioso marino fue al pequeño e introvertido Haitiké. Para el soñador descendiente del gomero
Cienfuegos
y la haitiana Sinalinga, que desde siempre se había sentido profundamente atraído por el mar y los barcos, descubrir a un hombre cuyos orígenes se hundían, por así decirlo, en el océano —visto que aparentemente sus padres se habían ahogado al poco de él nacer— se le antojó el paradigma de todas sus fantasías infantiles.

Lo primero que hacía, por tanto, en cuanto su preceptor daba por concluido el tiempo de estudio, era correr al astillero y trepar al armazón de la nave para tomar asiento sobre una gruesa viga, a observar los austeros gestos de su ídolo, escuchar sus tajantes y acertadas órdenes y asombrarse con su infinita capacidad de descubrir el más mínimo fallo en la estructura del navío.

—Lo sabe todo; lo ve todo; lo oye todo… —le contaba luego a su madre adoptiva a la hora de la cena—. Si alguien en el mundo puede encontrar a mi padre, no cabe duda de que es él.

—Visto como están las cosas, necesitaremos mucha ayuda —solía responder
Doña Mariana
—. Por las noticias que traen los navegantes, ante nosotros se abre un inaccesible continente y será mejor que no nos hagamos excesivas ilusiones sobre el éxito de nuestra empresa.

Fue, sin embargo, del cojo Bonifacio Cabrera —que se había convertido ya en parte integrante de la pequeña familia
Montenegro
— de quien partió la idea de solicitar la ayuda de una común y muy querida amiga, la princesa Anacaona quien, pese a llevar ya varios años recluida en su originaria región de Xaraguá, junto a su hermano, el cacique Behechio, seguía manteniéndose en contacto con ellos por medio de largas cartas que le ayudaba a escribir su yerno, Hernando de Guevara.

Este joven y apuesto hidalgo castellano, que se había ganado justa fama de pendenciero, jugador y mujeriego allá por donde iba, y que una noche tuvo la osadía de llamar al Don Bartolomé Colón
Cara de ajo
porque, según él, no tenía más que dientes, había sido deportado por el Almirante a la remota Xaraguá, donde casi al instante inició un apasionado idilio con la princesa Higueymota, única descendiente del difunto cacique Canoabó y su hermosísima esposa Anacaona, lo cual le convirtió en el blanco de los celos y las iras del repelente Francisco Roldán, que bebía los vientos por la prodigiosa muchachita.

Anacaona, que sentía una especial predilección por aquel alocado espadachín que tanto le recordaba a su gran amor, Alonso de Ojeda, no dudó, sin embargo, a la hora de enfrentarse abiertamente al siniestro Roldán, quien años más tarde acabaría vengándose de ella por el sucio sistema de maquinar una de las intrigas más tortuosas e inicuas de la historia del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo.

No obstante, por aquel tiempo, Anacaona continuaba siendo una de las personalidades nativas más respetadas de la isla, y a ello contribuía en gran manera el hecho de tener a su servicio al vidente Bonao, un niño tan miope que apenas conseguía distinguir sus propias manos, pero al que la Naturaleza había dotado del extraño poder de ver en la distancia.

—Tu padre vive —fue lo primero que dijo tras rozar apenas el antebrazo de Haitiké—. Muy lejos, al otro lado del mar y altas montañas, pero vive.

—¿Lo encontraré algún día?

—Eso depende del empeño que pongas en buscarle.

—Pero el mundo es muy grande. ¿Puedes decirme al menos hacia dónde debemos dirigirnos?

Bonao permaneció muy quieto, como si tratara de concentrarse en algún complejo mensaje que alguien le enviaba desde algún distante lugar, y por último se volvió apenas y alzó decididamente el brazo.

—Hacia allá —señaló convencido.

Bonifacio Cabrera marcó una raya en el suelo, la señaló con piedras, y quince días más tarde regresó con el Capitán Moisés Salado, quien trazó el rumbo con su meticulosidad acostumbrada.

—Sur, tres puntos al sudoeste —dijo.

—¿Y eso qué significa?

—Que se mueve.

El renco Bonifacio Cabrera, al que por lo general sacaba de quicio la parquedad lingüística del marino, se armó de paciencia, tomó aire como si estuviera a punto de lanzarse de cabeza al agua, y suplicó:

—¿Os importaría hacer un sobrehumano esfuerzo y tratar de explicarme, en por lo menos veinte palabras, qué os induce a asegurar tal cosa?

—El hecho de que según las indicaciones de Ojeda, que le situaban en las inmediaciones del lago Maracaibo, ese tal
Cienfuegos
ha debido desplazarse unas doscientas leguas hacia el Oeste.

—¡Gracias! Un millón de gracias.

—De nada.

—¿Y creéis en verdad que lo que ese muchacho asegura puede ser cierto?

—No.

—¿Entonces?

—Hay que buscar.

—¿Y cualquier lugar se os antoja bueno para empezar…?

—Exactamente.

Regresaron a la capital, Santo Domingo, donde Ingrid Grass que, como alemana dotada de una notable cultura, se mostraba bastante reticente en todo lo referente a adivinadores y fenómenos paranormales, pareció no obstante hasta cierto punto impresionada por el hecho de que de entre la infinidad de puntos cardinales que el miope tenía a su disposición, hubiese tenido que elegir uno que coincidía de forma tan precisa con las referencias de que hasta ese momento disponían.

—Ojeda aseguró, efectivamente, que
Cienfuegos
había sido visto en el interior del lago Maracaibo, y que al parecer se encaminaba hacia las montañas del Sur en compañía de una muchacha negra —comentó—. Resulta curioso que el chico lo sitúe tan cerca. Muy curioso.

Pasó la noche en vela, obsesionada por la idea de que tal vez pudiera darse el caso de que el hombre del que absurdas circunstancias le habían separado tantos años atrás pudiese encontrarse vivo y perdido «más allá del mar y las montañas», y con la primera claridad del alba se personó en el astillero y le espetó sin más preámbulos al sudoroso Sixto Vizcaíno:

—Quiero el barco en el agua el mes que viene.

—Será en el fondo —fue la tranquila respuesta del de Guetaria—. Aún no está lista la tablazón de popa y tengo que calafatearlo, embrearlo y pintarlo. Lo tendrá en junio.

—En mayo.

—En junio —se impacientó el otro—. Escuche, señora… Usted quería un buen barco y tendrá un buen barco, pero no pida milagros.

—Yo no pido milagros —replicó la
Montenegro
, puntualizando mucho las palabras—. Pero estoy dispuesta a añadir cinco bolsas de oro, si navega el mes que viene.

El otro la observó desde lo alto del castillete de proa, se pasó una sucia mano por el rostro, pareció hacer sus cálculos y, por fin, asintió, convencido:

—¡Navegará! —sentenció—. Navegará aunque tenga que secuestrar a todo el que sea capaz de cortar, cepillar o clavar un tablón en esta jodida isla. —Lanzó un sonoro escupitajo—. Por cierto… —añadió—, ¿qué nombre piensa ponerle?

La alemana meditó unos segundos y por fin replicó, sonriendo con picardía:


Milagro
.

Los pacabueyes constituían un pueblo limpio, pacífico, amable y notablemente próspero, puesto que poseían extensas tierras, fértiles, a orillas del ancho río que acabaría llamándose Magdalena, en la actual Colombia, así como ingentes cantidades de oro que trabajaban con ayuda de martillos de negra piedra e ingeniosas fraguas de fuelles de caña.

Para el canario
Cienfuegos
, que venía de sufrir todas las penalidades del infierno en el corazón de la terrible serranía de los sucios y primitivos motilones, toparse de improviso con un tranquilo y luminoso valle, en cuyo centro se alzaba un poblado que en nada desmerecía de muchos europeos, constituyó una especie de asombroso portento, puesto que había perdido tiempo atrás toda esperanza de retornar a una forma de vida que pudiera considerarse mínimamente «civilizada».

Gentes sencillas, la mayoría de las cuales vestían largas túnicas de algodón e incluso calzaban sandalias de cuero, le recibieron sin recelos ni grandes aspavientos, aunque al isleño le desconcertó el hecho de que individuos aparentemente tan inofensivos hablasen, pese a ello, una lengua emparentada con la de los feroces caribes y no con la de los amistosos arawacs.

No obstante, al sufrido cabrero, que tantas y tan complejas vicisitudes había tenido que soportar a lo largo de años de vagabundeo por selvas, islas y montañas de un desconocido Nuevo Mundo que parecía ser el primer europeo en explorar, tanto le daba expresarse en cualquiera de los dos idiomas, visto que, además, se sentía capaz de captar de inmediato el sentido de todas aquellas palabras cuya raíz provenía del peculiar lenguaje de los cuprigueri que poblaban el lago Maracaibo y sus proximidades.

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