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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Montenegro (9 page)

BOOK: Montenegro
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—Coincide con lo que aseguraba Don Alonso —admitió la alemana—. ¿Pero hacia dónde habrá ido?

—¿Quién puede saberlo?

—Bonao —intervino Haitiké, que solía escuchar en silencio a los adultos—. Estoy seguro de que decía la verdad.

A la violenta luz del sol de Maracaibo resultaba, sin embargo, difícil admitir que un niño casi ciego que habitaba en una oscura cabaña de las selvas del interior de una lejana isla pudiera adivinar el punto al que se había encaminado el canario, por lo que
Doña Mariana
concluyó por aceptar el ofrecimiento del cojo Bonifacio de elegir cuatro hombres y acompañar a los cuprigueri al lejano poblado en el que al parecer había estado viviendo
Cienfuegos
.

Partieron en una chalupa a vela, una vez que el capitán hubo llevado su nave hasta un punto más allá del cual consideró arriesgado aventurarse, y resultó evidente que el animoso renco se sentía especialmente orgulloso de comandar por primera vez en su vida una auténtica expedición.

El
Milagro
tuvo que aguardar, por tanto, tres largos días abrasado en mitad de aquel infierno, fondeado en un agua densa y plomiza sobre la que súbitamente hacían su aparición negras manchas de aceite o grasa.

—¿Qué es eso? —quiso saber la alemana.

Pero nadie a bordo supo ofrecerle una explicación lógica al curioso fenómeno, pues aunque algunos lo atribuyeron a que tal vez en lo más profundo de la bodega existiera una filtración que dejaba escapar aceite de un barril, pronto resultó evidente que las manchas llegaban de la orilla, pese a que no se distinguiese forma de vida alguna en la distancia.

Por lo general los tripulantes solían pasar la noche despiertos para buscar de día una sombra bajo la que dormitar empapados en sudor y, desde el capitán al último grumete, todos coincidieron que aquélla era quizá la más dura prueba de resistencia que se le pudiese exigir a un ser humano.

Ni siquiera lanzarse por la borda constituía un remedio duradero, pues era como tirarse de cabeza a un gran plato de sopa, por lo que, cuando al fin hizo su aparición en el horizonte la vela de la chalupa, todos lanzaron un hondo suspiro de alivio.

Bonifacio Cabrera traía consigo a un extraño personaje de noble aspecto, alta estatura y ojos estrábicos, que respondía al sonoro nombre de Yakaré, y que aseguraba haber conocido personalmente al pelirrojo
Cienfuegos
y a la negra
Azabache
.

El indígena, que resultó ser un valiente guerrero que había viajado hasta «El Gran Río del que Nacen los Mares» y se expresaba con facilidad en cuatro o cinco dialectos, no tuvo la más mínima dificultad para hacerse entender por
Doña Mariana
, que poseía amplios conocimientos de la lengua haitiana de origen arawac, por lo que pudo hacerle un extenso relato de cuál había sido su relación con el gomero y la africana, y por qué razón habían partido un amanecer en busca del «Gran Blanco».

—¿Qué es el «Gran Blanco»?

El cuprigueri se mostró ahora renuente a responder y fue necesario ofrecerle un hermoso cuchillo para que se decidiera a hacerlo:

—Una altísima montaña, blanca y sagrada.

—¿Dónde está?

—Al Sur. Muy lejos.

—¿A qué fueron allí?


Azabache
quería que mi hijo naciese blanco.

—¿Tu hijo? —La voz de
Doña Mariana
tembló ligeramente—. No el hijo de
Cienfuegos
, sino «tu» hijo.

—«Mi» hijo —insistió el estrábico, con un cierto tono de orgullo o altivez—.
Azabache
era «mi» mujer.

—Entiendo. ¿Nunca volvieron?

—Nunca.

—¿Sabes por qué?

—Tal vez los motilones les mataron.

—¿Quiénes son los motilones?

—Gentes salvajes de la montaña. «Hombres de ceniza».

—¿Caribes?

—No.

—¿Caníbales?

El cuprigueri negó con un gesto:

—Sólo salvajes. Cobardes y salvajes.

La alemana pareció necesitar unos minutos para meditar, y al fin, mostrándole un brillante brazalete de latón que el otro se apresuró a tomar, inquirió de nuevo:

—¿Hacia dónde podrían haberse dirigido en caso de que no los hubieran matado?

Yakaré la observó como si aquélla fuera la pregunta más estúpida que le hubieran hecho nunca, y concluyó por encogerse de hombros.

—Un guerrero puede caminar más de un año en cualquier dirección.

—¿Estás seguro?

—Yo tardé ese tiempo sólo en llegar al «Gran Río del que Nacen los Mares».

Don Luis de Torres penetró en la camareta y regresó con un pedazo de carbón con el que dibujó un tosco mapa en la pulida cubierta del navío.

—Aquí está el mar —dijo—. Aquí el lago; aquí el poblado de los cuprigueri donde vive Yakaré…: ¿Dónde estaría el «Gran Blanco» y dónde «El Gran Río del que Nacen los Mares»?

Quedó patente que era la primera vez que el indígena se enfrentaba a un dibujo de semejantes características, por lo que se hizo necesario repetirle insistentemente la explicación antes de que consiguiera entenderla, pero en cuanto lo hubo hecho demostró una notable agilidad mental, ya que tomando el pedazo de carbón trazó una cruz como una cuarta por debajo del poblado cuprigueri.

—Aquí está el «Gran Blanco» —dijo.

Luego se puso en pie y anduvo casi dos metros para dibujar una ancha raya que atravesaba la cubierta de parte a parte.

—Y aquí «El Gran Río del que Nacen los Mares».

—¡Caray! ¿Tan lejos?

—Tan lejos.

—¿Y más al Sur?

—Selva. Mucha selva.

—¿Al Este?

—Selva y el mar.

—¿Al Oeste?

—Selva y montañas… Muy altas montañas, dicen. Más altas aún que el «Gran Blanco»… ¡Dicen!

Doña Mariana
, Haitiké, Don Luis de Torres, el Capitán Salado, el cojo Bonifacio Cabrera y la casi totalidad de los tripulantes del
Milagro
estudiaron detenidamente lo que sin duda podía considerarse el primer y rústico mapa de un Nuevo Mundo.

—Si fuera cierto, tendrían razón los que afirman que nos encontramos a las puertas de un inmenso continente —señaló la alemana.

—Probablemente exagera.

—Tal vez. —Se volvió a Yakaré—. ¿Cómo es de grande el río del que nacen los mares?

—Desde una orilla no se divisa la otra.

—¿Estás seguro?

—Yo lo he visto.

—¡No es posible! —sentenció el converso—. No existe en el mundo un río de semejantes características. Ni siquiera en Asia.

El cuprigueri le observó de hito en hito, y se diría que por sus extraños ojos cruzaba un relámpago de ira.

—¡Yo lo he visto! —repitió—. Tardé un año en llegar, y su anchura es mayor que de aquí a mi casa.

—Juraría que dice la verdad —intervino el silencioso capitán.

—En ese caso, cambiará el concepto del mundo que ahora tenemos —sentenció Ingrid Grass, al tiempo que se volvía de nuevo al indígena—. Imagínate… —pidió— que eres
Cienfuegos
y los motilones no te han matado. ¿Hacia dónde irías?

Sin dudar un instante el otro puso el dedo en el punto que marcaba su poblado.

—¡Sí, claro…! —Se armó de paciencia la alemana—. Regresarías a casa. Pero supón que no puedes volver a ella. ¿Qué rumbo tomarías?

La mejor prueba que pudo dar Yakaré de su inteligencia y seriedad estribó en el hecho de que en esta ocasión no se apresuró a emitir una respuesta, sino que permaneció largos minutos acuclillado ante el tosco dibujo, y cualquier observador imparcial podía constatar que realizaba un gran esfuerzo sopesando los pros y los contras de la difícil cuestión.

Por último, marcó una raya que partía del «Gran Blanco» hacia el Oeste.

—¿Al Oeste?

—Sí.

—¿Por qué al Oeste?

—Es lo que yo haría.

—¿Por qué?

—Al Este hay montañas y tribus hostiles. Al Sur montañas y espesas selvas. Al Oeste el camino es más fácil.

—Eso lo sabes tú, pero
Cienfuegos
no.

—Me preguntas qué haría yo, no
Cienfuegos
.

La respuesta poseía una lógica aplastante, por lo que la alemana pidió a Bonifacio Cabrera que diese de comer al indígena proporcionándole alojamiento, pues deseaba tomarse algún tiempo para meditar sobre cuanto acababa de averiguar.

Esa noche pocos durmieron a bordo, puesto que hasta el cocinero parecía impresionado por el ingente cúmulo de noticias que habían recibido de la portentosa «Tierra Firme» en que se encontraban, y en el castillo de popa la «Plana Mayor» se congregó en torno a una amplia mesa sobre la que el Capitán Salado había extendido un tosco mapa que reproducía, en pequeño, el que aún parecía dibujado sobre cubierta.

Fue una larga discusión en la que cada cual tuvo oportunidad de exponer libremente sus puntos de vista, dado que
Doña Mariana
, que era quien en realidad mandaba en todo cuanto no se refiriese a la navegación, parecía tener un especial interés en sopesar opiniones, consciente de que de su decisión final dependería en gran parte el que dispusiese o no de una mínima oportunidad de encontrar al hombre que amaba y por el que estaba asumiendo tantos riesgos.

Fue en esta ocasión Bonifacio Cabrera quien volvió atraer a colación al vidente Bonao.

—Al fin y al cabo, lo que dijo coincide con las apreciaciones de Yakaré —señaló decidido—.
Cienfuegos
se encuentra vivo, más allá del mar y de altas montañas, al oeste del lago. El propio capitán lo verificó.

—Puede tratarse de una casualidad.

—¿Acaso tenemos algo mejor?

—Seguir a pie hacia ese «Gran Blanco».

—¿Atravesando el territorio de los motilones? —quiso saber Don Luis de Torres—. Se me antoja una locura, ya que disponemos de una excelente tripulación, pero no de soldados adiestrados en luchar con salvajes.

—¿Capitán?

—Estoy de acuerdo.

—En el mar contamos con todas las ventajas —insistió el converso—. En tierra con ninguna.

—Pero
Cienfuegos
está en tierra.

—Pues habrá que conseguir que regrese a la costa.

—¿Cómo?

—Pensando.

Era en verdad una respuesta un tanto atípica, pero era también la única válida en tales circunstancias, puesto que resultaba evidente que no disponían de hombres para internarse con la más mínima esperanza de éxito en un inmenso continente hostil desconocido.

El navío constituía en cierto modo una prolongación de Europa a orillas de un mundo inexplorado, y mientras se mantuviesen a bordo continuarían sintiéndose seguros, pero una vez en tierra, lejos de la protección de unos pequeños cañones que era más el ruido que el daño que causaban, se convertían en un frágil puñado de intrusos invasores.

Al día siguiente la decisión estaba tomada, y en cuanto Yakaré —que había pasado la noche durmiendo plácidamente— abrió los ojos,
Doña Mariana
le invitó a descender a la bodega, mostrándole la infinidad de baratijas que allí se amontonaban.

—Podrás llevarte lo que quieras, si nos acompañas a buscar a
Cienfuegos
.

El estrábico bizqueó aún más y extendiendo la mano se apoderó de un collar de cuentas de vistosos colores.

—¿«Todo» lo que quiera? —inquirió, incrédulo.

—Todo aquello con lo que seas capaz de cargar.

Aquél constituía, sin lugar a dudas, un tesoro de valor incalculable para un sencillo cuprigueri y una irresistible tentación para alguien que había dado anteriormente amplias muestras de una notable ambición e indiscutible valentía.

—Iré —replicó.

Se estremeció la tierra.

Gruñó sordamente, como si en efecto Muzo y Akar estuviesen librando un feroz combate en sus entrañas, y desde lo más profundo de los abismos infernales ascendió un ensordecedor estruendo que al llegar a la superficie se transformó en destrucción y muerte.

Las aguas se salieron de su cauce, los árboles se derrumbaron como naipes, las casas aplastaron a sus ocupantes, y enormes grietas se tragaron a los que huían, cerrando luego sus fauces como perros hambrientos.

En menos de veinte segundos, el laborioso, ordenado y placentero mundo de los pacabueyes se convirtió en un caos, y un pueblo que llevaba veinte años confiando en la protección que les brindaba el hecho de poseer a la criatura más excepcional del planeta, se sumió de improviso en la incredulidad ante la magnitud de su desgracia.

¿Por qué?

¿Qué había sucedido para que los sonrientes dioses de antaño se convirtieran súbitamente en terroríficos demonios?

¿Qué imperdonable pecado habían cometido los pacabueyes para perder así el favor de Muzo, el de la verde sangre cristalina?

¿Dónde estaba el poder de Quimari-Ayapel?

¿Dónde su capacidad de mantener a raya al sanguinario Akar?

Quizá fueron las dos hermanas quienes en primer lugar se formularon semejante pregunta.

Tomaron asiento sobre una caída palmera, para contemplar cuanto quedaba en pie de su hermosa cabaña, y en sus miradas podía leerse el más indescriptible desconcierto, puesto que habían sido criadas en la convicción de que su aparente monstruosidad estaba justificada por el hecho de poseer un indiscutible poder sobre los dioses, pero he aquí que ahora los dioses lo negaban.

Y su negativa no hubiera podido ser nunca más tajante, ya que el invisible brazo de un cíclope furioso había barrido el país de extremo a extremo.

Quimari lloraba. Ayapel permanecía como ausente.

Cienfuegos
, herido en una mano a causa de una astilla que se la había atravesado, como un dardo disparado por un arco gigante, se lavaba la sangre en el río observando de reojo a aquellas sorprendentes criaturas que de improviso parecían haberse convertido en sombras de sí mismas.

Sintió una profunda pena, no sólo al tener constancia de que habían perdido todo cuanto poseían, sino al tener de igual modo pleno convencimiento de que a causa del terremoto habían dejado de ser lo que siempre fueron.

Abandonadas por los dioses, pasarían de ser seres excepcionales y casi míticos, a simples monstruos de dos cabezas y cuatro piernas, y de protectoras de la tribu, a parias denostadas por los mismos que hasta aquel momento, apenas osaban pronunciar en voz alta su nombre.

Aunque quizá no era su culpa.

Cienfuegos
estaba tan acostumbrado a que la desgracia le persiguiera, persiguiendo de igual modo a quienes le amaban, que no podía, aunque quisiera, evitar que le asaltara una vez más la sensación de que era aquella maldición, que arrastraba eternamente, la que había arrojado tan aplastante losa de destrucción sobre los pacabueyes.

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