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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Momo (23 page)

BOOK: Momo
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Momo no había contado con una movilización tal. Por un instante sintió que la abandonaba el valor. Y como estaba rodeada y no podía huir, se escondió lo que pudo, en su chaquetón de hombre, demasiado grande.

Pero después pensó en las flores y en las voces de la gran música, y en seguida se sintió consolada y confortada.

Con los motores ronroneando, los coches se habían acercado más y más. Finalmente se pararon, uno junto a otro, formando un gran círculo cuyo centro era Momo.

Entonces se apearon los hombres grises. Momo no podía ver cuántos eran, porque se quedaron en la oscuridad, detrás de los faros. Pero sintió que muchas miradas se posaban en ella, miradas que no contenían nada bueno. Tuvo frío.

Durante un rato, nadie dijo nada, ni Momo ni ninguno de los hombres grises.

—Así que ésta —oyó, por fin, que decía una voz cenicienta— es la niña Momo, que creía poder enfrentarse a nosotros. Miradla, qué poquita cosa.

A esas palabras siguió un ruido castañeante que, desde lejos, podía parecerse a una risa a muchas voces.

—¡Cuidado! —dijo, retenida, otra voz cenicienta—. Saben lo peligrosa que puede llegar a ser esa niña. No vale la pena tratar de engañarla.

Momo se avivó.

—Está bien —dijo, desde la oscuridad más allá de los faros, la primera voz—, vamos a intentarlo, pues, con la verdad por delante.

De nuevo hubo un largo silencio. Momo sintió que los hombres grises temían decir la verdad. Parecía costarles un esfuerzo increíble. Momo oyó algo que parecía un jadeo de muchas gargantas.

Por fin volvió a hablar uno. La voz llegaba de otra dirección, pero igual de cenicienta:

—Hablemos, pues, con franqueza. Estás sola, querida niña. Tus amigos están fuera de tu alcance. Ya no hay nadie con quien puedas compartir tu tiempo. Todo eso lo planeamos nosotros. Ya ves lo poderosos que somos. No vale la pena resistirse a nosotros. Todas esas horas solitarias, ¿qué son, ahora, para ti? Una maldición que te aplasta, un peso que te asfixia, un mar que te ahoga, una tortura que te quema. Estás marginada de todos los demás hombres.

Momo escuchaba y seguía callando.

—Llegará un momento —continuó la voz—, en que no lo soportarás, acaso mañana, dentro de una semana, dentro de un año. A nosotros nos es igual, nos limitamos a esperar. Porque sabemos que tarde o temprano vendrás, arrastrándote, y dirás: «Estoy dispuesta a todo, pero libradme de esta carga». ¿O ya has llegado a ese punto? No tienes más que decirlo.

Momo movió la cabeza.

—¿No quieres que te ayudemos? —preguntó, glacial, la voz.

Desde todos lados cayó sobre Momo una ola de frío, pero ella apretó los dientes y volvió a mover la cabeza.

—Sabes lo que es el tiempo —murmuró otra voz.

—Eso demuestra que realmente ha estado con
Alguien
—contestó, en el mismo tono, la primera voz, para preguntar—. ¿Conoces al maestro Hora?

Momo asintió.

—¿Has estado con él, de verdad?

Momo asintió de nuevo.

—¿Así que conoces las flores horarias?

Momo asintió por tercera vez. ¡Y tanto que las conocía!

Volvió a hacerse un largo silencio. Cuando la voz volvió a hablar, vino de otra dirección.

—Quieres a tus amigos, ¿verdad?

Momo asintió.

—¿Y te gustaría librarlos de nuestro poder?

Momo asintió otra vez.

—Podrías hacerlo, sólo con que quisieras.

Momo se apretó más aún el chaquetón, porque tiritaba de frío de la cabeza a los pies.

—No te costaría más que una pequeñez librar a tus amigos. Nosotros te ayudamos y tú nos ayudas. Me parece que es justo.

Momo miró atentamente hacia la zona de donde provenía la voz.

—A nosotros también nos gustaría conocer personalmente a ese tal maestro Hora, ¿sabes? Pero no sabemos dónde vive. Sólo queremos de ti que nos lleves hasta él. Eso es todo. Sí, Momo, escucha bien, para convencerte de que hablamos contigo con total franqueza y honradez: a cambio te devolvemos a tus amigos y podréis vivir vuestra vieja vida, alegre y divertida. Me parece que es un buen trato.

Momo abrió la boca por primera vez. Le costaba hablar, porque le parecía tener los labios congelados.

—¿Qué queréis del maestro Hora? —preguntó lentamente.

—Queremos conocerle —replicó la voz con dureza, y el frío aumentó—. Eso te ha de bastar.

Momo calló y esperó. Corrió cierto movimiento entre los hombres grises. Parecían ponerse intranquilos.

—No te entiendo —dijo la voz—. Piensa en ti y en tus amigos. ¿Por qué te ocupas del maestro Hora? Es lo suficientemente mayor como para ocuparse de sí mismo. Y, además, si es razonable y llega a un acuerdo amistoso con nosotros, no le tocaremos siquiera un cabello. En caso contrario, tenemos nuestros medios para obligarle.

—¿A qué? —preguntó Momo con los labios morados.

De repente, la voz sonó chillona y agotada, cuando contestó:

—Estamos hartos de reunir penosamente, una a una, las horas, los minutos y los segundos de los hombres. Queremos todo el tiempo de todos los hombres. Y tiene que dárnoslo Hora.

Momo miró horrorizada en la dirección de la que venía la voz.

—¿Y los hombres? —preguntó—. ¿Qué será de ellos?

—Los hombres —gritó la voz, en falsete— hace tiempo que son inútiles. Ellos mismos han convertido el mundo en un lugar donde ya no hay sitio para ellos.
Nosotros
dominaremos el mundo.

El frío ahora era tan terrible, que Momo sólo podía mover los labios con dificultad, pero no podía decir palabra.

—Pero no te preocupes, pequeña Momo —prosiguió la voz ahora baja y halagadora—, tú y tus amigos, vosotros quedáis excluidos. Seréis los últimos hombres que jueguen y se cuenten historias. No os mezclaréis más en nuestros asuntos y nosotros os dejaremos en paz.

La voz calló, pero comenzó a hablar de nuevo, al poco, desde otra dirección:

—Sabes que hemos dicho la verdad. Mantendremos nuestra promesa. Y ahora llévanos a casa de Hora.

Momo intentó hablar. Casi había perdido el conocimiento por el frío. Después de varios intentos consiguió decir:

—Ni aunque pudiera lo haría.

Desde algún lugar llegó una voz amenazadora:

—¿Qué significa eso de que si pudieras? Sí puedes. Has estado en casa de Hora, o sea que sabes el camino.

—No lo encontraría de nuevo —susurró Momo—; lo he intentado. Sólo Casiopea lo sabe.

—¿Quién es ésa?

—La tortuga del maestro Hora.

—¿Dónde está ahora?

Momo, apenas consciente, tartamudeó:

—Volvió… conmigo… pero… la he… perdido.

Como de muy lejos se oyó una gran confusión de voces excitadas.

—¡Alarma general! —oyó gritar—. Hay que encontrar la tortuga. Hay que registrar todas las tortugas. ¡Hay que encontrar a Casiopea!

Las voces se difuminaron. Se hizo el silencio. Momo se recuperó poco a poco. Estaba sola en medio de la gran plaza, sobre la que sólo soplaba una racha de viento gris, un viento que parecía no venir de ningún lado, un viento helado.

Cuando se prevé
sin mirar atrás

M
omo no sabía cuánto tiempo había pasado. El campanario sonaba de vez en cuando, pero Momo apenas lo oía. Muy lentamente volvía a su cuerpo entumecido el calor. Se sentía como paralizada y no sabía decidirse a nada.

¿Tenía que ir al viejo anfiteatro y ponerse a dormir? ¿Ahora, cuando habían desaparecido todas las esperanzas para ella y sus amigos? Porque ahora sabía que nunca volvería a ser igual que antes…

A ello se añadía el miedo por Casiopea. ¿Qué ocurriría si los hombres grises la encontraban? Momo empezó a hacerse amargos reproches por haber mencionado a la tortuga. Pero había estado tan atontada que no había tenido oportunidad de reflexionar.

—Y puede ser —trataba de consolarse Momo— que Casiopea ya esté de vuelta con el maestro Hora. Sí. ¡Ojalá ya no me busque! Sería una suerte, tanto para ella como para mí…

En ese momento, algo tocó con suavidad su pie. Momo se asustó y se agachó lentamente.

¡Ante ella estaba la tortuga! En la oscuridad relucían las palabras «Ya estoy aquí».

Sin pensárselo, Momo la recogió y la ocultó debajo del chaquetón. Entonces se enderezó y escuchó y miró en la oscuridad, porque temía que los hombres grises pudieran estar cerca todavía.

Pero todo estaba silencioso.

Casiopea pataleaba con fuerza bajo el chaquetón e intentaba soltarse. Momo la sujetaba con fuerza, pero miró hacia ella y susurró:

—¡Por favor, estate quieta!

«¿A qué vienen estas tonterías?», ponía en el caparazón.

—No tienen que verte —susurró Momo.

Ahora aparecieron en el caparazón las palabras «¿No estás contenta?»

—¡Claro! —dijo Momo, y casi sollozó—. ¡Claro, Casiopea, y tanto!

Y la besó repetidamente en la nariz.

Las letras en el caparazón de la tortuga enrojecieron visiblemente cuando contestó: «¡Por favor!»

Momo sonrió.

—¿Me has buscado todo el tiempo?

«Cierto».

—¿Y cómo has venido a encontrarme precisamente aquí y justo ahora?

«Lo preveía».

Así que la tortuga había estado buscando todo el tiempo a Momo, aun sabiendo que no la encontraría. Entonces, no habría hecho falta que la buscara. Eso era otro de los enigmas de Casiopea que hacía que uno se volviera loco si lo pensaba demasiado tiempo. Pero ahora, por lo menos, no era el momento más apropiado para reflexionar sobre esa cuestión.

Momo le contó en susurros a la tortuga lo que había ocurrido mientras tanto.

—¿Qué hemos de hacer ahora? —preguntó, al fin.

Casiopea había escuchado atentamente. Ahora aparecieron en su caparazón las palabras: «Vamos a ver a Hora».

—¿Ahora? —preguntó Momo, aterrada—. ¡Pero si te están buscando por todas partes! Sólo aquí no están ahora. ¿No sería mejor quedarse aquí?

Pero en la tortuga sólo ponía: «Yo sé, nos vamos».

—Entonces —dijo Momo— iremos a parar directamente a sus manos.

«No encontraremos a nadie», era la respuesta de Casiopea.

Pues bien, si lo sabía con toda seguridad, se podía fiar de ella. Momo dejó a Casiopea en el suelo. Pero entonces pensó en el largo y penoso camino que había recorrido la otra vez y sintió, de pronto, que no tendría las fuerzas necesarias.

—Ve sola, Casiopea —dijo en voz baja—, yo no puedo más. Ve sola y dale recuerdos al maestro Hora.

«Es muy cerca», ponía en la espalda de Casiopea.

Momo lo leyó y se volvió, asombrada. Poco a poco se dio cuenta de que estaba en aquel barrio mísero y como desierto del que había pasado, la vez anterior, a la zona de las casas blancas y aquella luz tan curiosa. Si era así, acaso podría llegar todavía hasta la calle de Jamás y la casa de Ninguna Parte.

—Está bien —dijo Momo—, voy contigo. ¿Pero no podría llevarte, para ir un poco más deprisa?

«No», ponía en el caparazón de Casiopea.

—¿Por qué tienes que arrastrarte tú misma? —preguntó Momo.

A esto vino la enigmática respuesta: «El camino está en mí».

Con esto, la tortuga se puso en marcha y Momo la siguió, poco a poco y pasito a pasito.

Apenas la niña y la tortuga habían desaparecido por una de las callejuelas, las sombras de las casas alrededor de la gran plaza cobraron vida. Recorrió la plaza una risita cenicienta. Se trataba de los hombres grises, que habían espiado toda la escena. Una parte de ellos se había quedado atrás para observar secretamente a la niña. Habían tenido que esperar mucho, pero ni ellos mismos habían pensado que la larga espera tendría tanto éxito.

—¡Allá van! —susurró una voz cenicienta—. ¿Las cogemos?

—Claro que no —murmuró otra—. Las dejamos marchar.

—¿Por qué? —preguntó la primera voz—. Si tenemos que cazar la tortuga, nos han dicho. A cualquier precio.

—Es verdad. ¿Y para qué la queremos?

—Para que nos lleve a casa de Hora.

—Exacto. Y es justo lo que está haciendo. Y ni siquiera tenemos que obligarla. Lo hace voluntariamente…, aunque sin querer.

Volvió a recorrer las sombras de la plaza una risita átona.

—Pasen en seguida la noticia a todos los agentes de la ciudad. Puede interrumpirse la búsqueda. Que todos se unan a nosotros. Pero cuidado, señores. Ninguno de nosotros ha de interponerse en su camino. Que les dejen la vía libre. No han de encontrarse con ninguno de nosotros. Y ahora, señores, sigamos a nuestros cándidos guías.

De ahí que Momo y Casiopea no se encontraran, efectivamente, con ninguno de sus perseguidores. Porque fueran donde fueran, los perseguidores las esquivaban y desaparecían a tiempo, para juntarse a sus compañeros que iban detrás de la niña y la tortuga. Una procesión de hombres grises cada vez más larga, seguía en silencio a las dos fugitivas, manteniéndose siempre oculta detrás de una esquina.

Momo estaba tan cansada como no lo había estado nunca en toda su vida. A veces creía que al instante siguiente iba a caerse y quedarse dormida. Pero se obligaba a dar el paso siguiente, y el siguiente a éste. Y, durante un breve ratito, parecía ir mejor.

¡Si la tortuga no hubiera ido tan lenta! Pero no podía hacerle nada. Momo ya no miraba ni a derecha ni a izquierda, sino sólo sus propios pies y a Casiopea.

Después de lo que le pareció una eternidad se dio cuenta de que la calle se iba haciendo más clara. Momo alzó los párpados, que le parecían pesar como plomo, y miró alrededor.

¡Sí! Por fin habían llegado a aquel barrio en que había aquella luz que no era el amanecer ni el atardecer y donde las sombras se proyectaban en todas direcciones. Las casas eran de un blanco resplandeciente con sus ventanas negras. Y ahí estaba también aquel curioso monumento, que no representaba nada más que un huevo gigantesco sobre un sillar de piedra negra.

Momo cobró ánimos, porque ya no podía faltar demasiado para llegar a casa del maestro Hora.

—Por favor —le dijo a Casiopea—, ¿no podríamos ir un poco más de prisa?

«Cuanto más lento, más aprisa» fue la respuesta de la tortuga.

Siguió arrastrándose, acaso más lentamente que antes. Y Momo notó —como la primera vez— que, precisamente por eso, avanzaban más de prisa. Era como si la calle se deslizara debajo de sus pies, tanto más de prisa cuanto más lentamente caminaban.

Éste era el secreto de aquel barrio: cuanto más lentamente caminaban, tanto más de prisa avanzaban. Y cuanto más se apresuraban, menos se adelantaba. Eso no lo habían sabido la otra vez, cuando perseguían a Momo en tres coches, los hombres grises. Así se les había escapado Momo.

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