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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Momo (22 page)

BOOK: Momo
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Algunos días se quedaba en casa, en el viejo anfiteatro, porque de repente pensaba que Beppo podría pasar para ver si ella ya había vuelto. Si ella no estaba en aquel momento, él creería que ella seguía desaparecida. También aquí la atormentaba la idea de que eso ya hubiera pasado, a lo mejor ayer, o hacía una semana. Así que esperaba, siempre en vano, claro. Finalmente pintó, con grandes letras, en la pared: «He vuelto». Pero nunca lo leyó nadie más que ella misma.

Hubo una cosa que no la abandonó en todo ese tiempo: el vivo recuerdo de lo que había vivido junto al maestro Hora, de las flores y de la música. Sólo tenía que cerrar los ojos y escuchar dentro de sí para ver la reluciente magnificencia de colores de las flores y la música de las voces. E, igual que el primer día, podía repetir las palabras y cantar las melodías, aunque éstas nacían cada vez nuevas y nunca eran las mismas.

Estuvo días enteros sentada en las gradas de piedra hablando y cantando sola. No había nadie para escucharla, salvo los árboles, los pájaros y las viejas piedras.

Hay muchas clases de soledad, pero Momo vivía una que muy pocos hombres conocen, y menos con tanta fuerza.

Le parecía estar encerrada en una caverna rodeada de riquezas incontables que se hacían cada vez más y mayores y amenazaban asfixiarla. Y no había salida. Nadie podía llegar hasta ella y ella no se podía hacer notar a nadie, tan aplastada estaba bajo una montaña de tiempo.

Incluso llegaron horas en que deseaba no haber oído nunca la música ni haber visto los colores. No obstante, si la hubiesen dado a elegir, no habría renunciado a ese recuerdo por nada del mundo. Aunque se hubiera muerto por ello. Pues eso era lo que vivía ahora: que hay riquezas que lo matan a uno si no puede compartirlas.

Cada pocos días, Momo iba a la villa de Gigi y esperaba mucho tiempo delante de la puerta del jardín. Esperaba volver a verle una vez más. Mientras tanto, estaba de acuerdo con todo. Quería quedarse con él, escucharle y hablarle, aunque no fuera como antes. Pero la puerta no volvió a abrirse nunca más.

Fueron pocos meses los que pasaron así, y no obstante fue la temporada más larga que Momo experimentó jamás. Porque el verdadero tiempo no se puede medir por el reloj o el calendario.

Poco se puede explicar de una soledad así. Quizá baste con decir lo siguiente: si Momo hubiera sabido encontrar el camino hasta el maestro Hora —y lo intentó muchas veces— habría ido y le habría pedido que no le concediera más tiempo o que le dejara quedarse con él en la casa de Ninguna Parte para siempre.

Pero sin Casiopea no sabía encontrar el camino. Y Casiopea seguía perdida. Acaso había vuelto hacía tiempo junto al maestro Hora. O se había perdido en algún lugar del mundo. El caso es que no volvió.

En lugar de eso ocurrió otra cosa muy distinta.

Un día, Momo se encontró en la ciudad con tres de los niños que antes siempre iban a verla. Se trataba de Paolo, Blanco y María, que entonces siempre llevaba a su hermanito Dedé. Los tres tenían un aspecto muy diferente. Llevaban una especie de uniforme gris, y sus caras parecían notablemente rígidas y sin vida.

Incluso cuando Momo los saludó jubilosamente apenas sonrieron.

—Os he buscado tanto —dijo Momo, sin aliento—. ¿Volveréis conmigo ahora?

Los tres intercambiaron una mirada, después movieron la cabeza negativamente.

—¿Mañana, quizá? —preguntó Momo—. ¿O pasado?

Los tres volvieron a mover la cabeza.

—¡Volved! —les pidió Momo—. Si antes siempre veníais.

—¡Antes! —contestó Paolo—. Pero ahora todo es diferente. No nos dejan perder el tiempo inútilmente.

—Pero si eso no lo hemos hecho nunca —dijo Momo.

—Sí, era bonito —dijo María—, pero eso no importa.

Los tres niños siguieron adelante a toda prisa. Momo caminó a su lado.

—¿A dónde vais ahora? —quiso saber.

—A la clase de juegos —contestó Blanco—. Allí aprendemos a jugar.

—¿A qué? —preguntó Momo.

—Hoy jugamos a tarjetas perforadas —explicó Paolo—. Es muy útil, pero hay que prestar mucha atención.

—¿Y cómo funciona?

—Cada uno de nosotros representa una tarjeta perforada. Cada tarjeta perforada contiene gran número de indicaciones: la talla, la edad, el peso y así. Pero, claro, no lo que se es en realidad, porque sería demasiado sencillo. A veces no son más que números largos, por ejemplo MUX/763/y. Entonces nos mezclan y nos meten en un archivo. Y, entonces, uno de nosotros ha de encontrar una ficha determinada. Tiene que hacer preguntas, de tal manera que elimine todas las demás tarjetas y se quede con una sola. El que lo hace más deprisa ha ganado.

—¿Y eso es divertido? —preguntó Momo, un tanto dudosa.

—Eso no importa —dijo María, un poco miedosa—, no se puede hablar así.

—¿Y qué es lo que importa? —quiso saber Momo.

—El que sea útil para el futuro —contestó Paolo.

Mientras tanto habían llegado delante de la puerta de una casa grande, gris. «Depósito de niños», ponía encima de la puerta.

—Tengo tantas cosas que contaros —dijo Momo.

—Puede que algún día volvamos a vernos —contestó María, triste.

A su alrededor había más niños, que entraban todos por la puerta. Todos tenían el mismo aspecto que los amigos de Momo.

—A tu lado era más divertido —dijo Blanco, de pronto—. Siempre se nos ocurría algo a nosotros mismos. Pero con eso no se aprende nada, dicen.

—¿Es que no podéis escaparos? —propuso Momo.

Los tres movieron la cabeza y miraron alrededor, por si alguien lo había oído.

—Yo lo intenté un par de veces, al principio —susurró Blanco—, pero no merece la pena. Siempre vuelven a pescarte.

—No se puede hablar así —dijo María—, al fin y al cabo, ahora cuidan de nosotros.

Todos callaron y miraron ante sí. Por fin, Momo tomó ánimos y preguntó:

—¿No me podríais llevar con vosotros? Ahora estoy siempre sola.

Pero entonces ocurrió algo notable: antes de que los niños pudieran contestar, una fuerza enorme, como un imán, los arrastró dentro de la casa. La puerta se cerró con un estallido tras ellos.

Momo lo había observado asustada. No obstante, al cabo de un ratito se acercó a la puerta para llamar o tocar el timbre. Quería pedir una vez más que también la dejaran jugar a ella, fueran los juegos que fueran. Pero apenas había dado un paso hacia la puerta, cuando quedó paralizada por el susto. Entre ella y la pared apareció de repente un hombre gris.

—No vale la pena —dijo con una delgada sonrisa, con el cigarro en la comisura de la boca—. Ni lo intentes. No nos interesa que entres aquí.

—¿Por qué? —preguntó Momo.

Volvía a notar cómo subía por ella un frío glacial.

—Porque contigo hemos previsto otra cosa —explicó el hombre gris, exhalando un anillo de humo que se colocó, como un lazo, alrededor del cuello de Momo, donde tardó mucho en desaparecer.

Pasaba la gente, pero todos tenían mucha prisa.

Momo señaló con el dedo hacia el hombre gris y quiso gritar pidiendo auxilio, pero no pudo producir ningún sonido.

—¡Déjalo estar! —dijo el hombre gris, mientras soltaba una risa cenicienta, sin alegría—. ¿Tan poco nos conoces todavía? ¿No sabes todavía lo poderosos que somos? Te hemos quitado todos tus amigos. Nadie puede ayudarte. Y también nosotros podemos hacer contigo lo que queramos. Pero todavía te perdonamos, como puedes ver.

—¿Por qué? —pudo preguntar Momo, con esfuerzo.

—Porque queremos que nos hagas un pequeño favor —respondió el hombre gris—. Si eres razonable, puedes ganar mucho para ti y para tus amigos. ¿Qué te parece?

—Bien —susurró.

El hombre gris sonrió.

—Entonces nos encontraremos a medianoche para una discusión.

Momo asintió muda. Pero el hombre gris ya no estaba. Sólo quedaba en el aire el humo de su cigarro.

No había dicho dónde tenían que encontrarse.

Mucho miedo y más valor

M
omo tenía miedo de volver al viejo anfiteatro. Le parecía seguro que el hombre gris, que la había citado para medianoche, iría allí.

Y Momo tenía un pánico terrible cuando pensaba que estaría allí totalmente sola con él.

No, no quería volver a verle nunca más, ni allí ni en ningún otro sitio. Cualquiera que fuera la propuesta que tenía que hacerle, estaba muy claro que no significaría nada bueno ni para ella ni para sus amigos.

Pero, ¿dónde podría esconderse de él?

El sitio más seguro le parecía ser en medio de la muchedumbre. Cierto que había visto que nadie le había prestado atención, ni a ella ni al hombre gris, pero si de verdad le hacía algo y ella pedía auxilio, la gente la atendería y la salvaría. Además, se decía, en medio de una muchedumbre era más difícil de encontrar.

Así que, durante todo el resto de la tarde, hasta bien entrada la noche, Momo caminó entre la gente por las calles y plazas más transitadas hasta que, habiendo dado una gran vuelta, volvió al mismo punto en que había comenzado su camino. Lo hizo otra vez, y una tercera; se dejaba llevar por la corriente de gente, siempre con prisas.

Pero ya había caminado todo el día, y le dolían los pies de cansancio. Se hizo tarde, y Momo andaba medio dormida, y andaba y andaba…

«No descansaré más que un momento», pensó por fin, «sólo un pequeño instante, y entonces podré vigilar mejor…»

Junto al bordillo había, en aquel lugar, un triciclo de reparto, cargado con toda clase de sacos y cajas. Momo se subió a él y se apoyó contra un saco agradablemente blando. Alzó los cansados pies y los recogió debajo de su falda. ¡Ah, qué bien se estaba! Suspiró aliviada, se arrebujó contra el saco y se durmió de agotamiento antes de que se hubiera dado cuenta.

La agitaron sueños confusos. Vio al viejo Beppo, que usaba su escoba con tiento, mientras se balanceaba sobre una cuerda por encima de un abismo tenebroso.

—¿Dónde está el final? —le oía gritar una y otra vez—. No encuentro el final…

Y la cuerda parecía, efectivamente, interminable. Desaparecía en la oscuridad por ambos extremos.

Momo habría querido ayudar a Beppo, pero ni siquiera consiguió que la viera. Estaba demasiado lejos, demasiado arriba.

Después vio a Gigi que se sacaba de la boca una interminable tira de papel. Tiraba y tiraba, pero la cinta de papel ni se acababa ni se rompía. Gigi estaba ya encima de una montaña de tiras de papel. A Momo le pareció que la miraba suplicante, como si ya no pudiera respirar si ella no le ayudaba.

Quiso correr en su ayuda, pero sus pies se enredaron en las tiras de papel. Cuanto más intentaba librarse de ellas, más se enredaba.

Entonces vio a los niños. Eran planos como naipes. En cada carta se habían perforado muchos agujeros. Se barajaban las cartas, que tenían que ordenarse de nuevo y les perforaban más agujeros. Los niños naipes lloraban en silencio, pero volvían a barajarlos, con lo que hacían un ruido trepidante.

«¡Alto!», quería gritar Momo, «¡Paren!».

Pero la trepidación era más fuerte que su débil voz. Y se hacía cada vez más fuerte, hasta que se despertó.

En un primer momento no supo dónde se encontraba, porque todo estaba oscuro. Pero entonces recordó que se había montado en un triciclo. Y el triciclo estaba ahora moviéndose y su motor hacía ruido.

Momo se secó las mejillas, húmedas de lágrimas. ¿Dónde estaba?

El triciclo debía haber circulado un buen rato sin que ella se diera cuenta, porque ya estaba en aquella parte de la ciudad que de noche parecía deshabitada. Las calles estaban desiertas y las casas oscuras.

El triciclo no iba aprisa, y Momo saltó de él antes de pensárselo dos veces. Quería volver a las calles animadas, donde se creía segura de los hombres grises. Pero de repente recordó lo que había soñado, y se paró.

El ruido del motor se perdió lentamente en las calles oscuras, y se hizo el silencio.

Momo ya no quería huir. Se había ido con la esperanza de salvarse. Todo el tiempo había pensado sólo en sí misma, en su propio abandono, en su miedo. Cuando en realidad eran sus amigos los que estaban en peligro. Si había alguien que podía ayudarlos todavía era ella. Por pequeña que fuera la posibilidad de que los hombres grises soltaran a sus amigos, había que intentarlo.

Después de pensar esto, sintió, de pronto, un cambio dentro de sí. El sentimiento de miedo y desamparo se había hecho tan grande que, repentinamente, se volvió en su contrario. Lo había superado. Ahora se sentía tan valerosa y confiada como si ninguna fuerza del mundo pudiera hacerle nada; o, mejor dicho, ya no le importaba nada lo que le pudiera ocurrir.

Ahora
quería
encontrarse con los hombres grises. Lo quería a cualquier precio.

«Tengo que volver en seguida al anfiteatro», se dijo, «puede que no sea demasiado tarde, puede que me espere todavía».

Pero eso era más fácil decirlo que hacerlo. No sabía dónde estaba, y no tenía la menor idea de hacia dónde tenía que ir. Aun así, se puso a caminar en una dirección cualquiera.

Siguió andando y andando a través de las calles oscuras, muertas. Y, como iba descalza, no oía siquiera el ruido de sus propios pasos. Cada vez que entraba en una calle nueva esperaba encontrar algo que le dijera a dónde tenía que ir, esperaba reconocer alguna señal. Pero no encontró ninguna. Ni siquiera podía preguntarle el camino a nadie, porque el único ser vivo con el que se cruzó fue un perro flaco, sucio, que buscaba algo comestible en un montón de basura y que huyó, miedoso, en cuanto se acercó.

Por fin, Momo llegó a una plaza inmensa, vacía. No era una de esas plazas bonitas, con árboles o fuentes, sino sólo una gran superficie vacía. Sólo en su extremo se destacaban contra el cielo nocturno los perfiles de las casas.

Momo atravesó la plaza. Cuando acababa de llegar a su centro, comenzó a sonar, cerca, un campanario. Sonó muchas veces, de modo que podía ser medianoche. Si el hombre gris la esperaba en el anfiteatro, pensó Momo, ya no llegaría a tiempo para encontrarse con él. Se iría, sin haber resuelto nada. Habría perdido la oportunidad de ayudar a sus amigos, quizá para siempre.

Momo se mordió el puño. ¿Qué debía, qué podía hacer? No lo sabía.

—¡Estoy aquí! —gritó todo lo fuerte que pudo, hacia la oscuridad.

No tenía la menor esperanza de que el hombre gris la pudiera oír. Pero en eso se equivocaba.

Apenas se había acabado el eco de la última campanada, cuando se hizo notar en todas las calles que llevaban a la plaza, a la vez, un tenue brillo luminoso, que aumentaba rápidamente. Momo se dio cuenta de que eran los faros de muchos coches que se acercaban desde todos los lados hacia el centro de la plaza. Hacia cualquier lado que se volviera, siempre se encontraba con un chorro de luz, de modo que tuvo que protegerse los ojos con la mano. ¡Ya venían!

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