Momo (15 page)

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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Momo
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—No lo creo —le apaciguó el orador—. ¿Cuánto tiempo puede gastar un niño? Es cierto que sería una pequeña pérdida constante, pero piense en lo que obtendríamos a cambio. ¡El tiempo de todos los hombres! La pequeña parte que Momo gastaría de él tendríamos que anotarla en concepto de dietas en la cuenta de gastos. Piensen en las enormes ventajas, señores.

El orador se sentó, y todos pensaron en las ventajas.

—No obstante —dijo finalmente el sexto orador—, no funciona.

—¿Por qué?

—Por la sencilla razón de que la niña, desgraciadamente, ya tiene tanto tiempo como quiere. Es inútil tratar de sobornarla con algo que tiene ya en abundancia.

—Entonces tendremos que quitárselo antes —replicó el noveno orador.

—Mi querido amigo —dijo, cansino, el presidente—, estamos dándole vueltas. No podemos llegar hasta la niña. Éste es, precisamente, el problema.

Un suspiro de decepción recorrió las largas filas de los miembros del consejo de administración.

—Tengo una sugerencia —dijo un décimo orador—. ¿Con su permiso?

—Tiene usted la palabra —dijo el presidente.

El hombre hizo una pequeña reverencia hacia el presidente y continuó:

—Esa niñita depende de sus amigos. Le gusta regalar su tiempo a los demás. Pero pensemos, por un momento, qué ocurriría si ya no hubiese nadie con quien pudiera compartir su tiempo. Como la niña no apoyará voluntariamente nuestros planes, tomaremos a sus amigos como rehenes.

Sacó una carpeta de su cartera y la abrió:

—Se trata, sobre todo, de un tal Beppo Barrendero y un Gigi Cicerone. Y además hay una lista algo más larga de niños que la visitan con regularidad. Como ven, señores, nada demasiado importante.

»Nos limitaremos a apartar de ella a todas esas personas, de modo que ya no pueda encontrarlas. Entonces la niña Momo estará completamente sola. ¿De qué le servirá entonces el tiempo? Será una carga, incluso una maldición. A la corta o a la larga ya no lo soportará. Y entonces, señores, en ese momento nos presentaremos nosotros e impondremos nuestras condiciones. Me apuesto mil años contra una décima de segundo a que nos enseñará el camino en cuestión sólo para poder volver a ver a sus amigos.

Los hombres grises, que un ratito antes tenían un aspecto tan decaído, levantaron las cabezas. En sus labios había una delgada sonrisa de triunfo. Aplaudieron, y el ruido se repetía en los interminables pasillos de tal manera que parecía un alud de piedras.

Momo llega al lugar
de donde viene el tiempo

M
omo se hallaba en la mayor sala que jamás hubiera visto.

Era más alta que la más extensa de las iglesias y más amplia que la mayor de las estaciones de ferrocarril. Inmensas columnas soportaban un techo que se adivinaba más que se veía allí arriba, en la semioscuridad. No había ventanas. La luz dorada que tramaba toda esa inconmensurable sala provenía de incontables velas que ardían por todos lados y cuyas llamas quemaban con tal inmovilidad como si hubieran estado pintadas de colores y no necesitaran consumir cera para arder.

Todos los ruidos que Momo había oído al entrar provenían de innumerables relojes de todos los tamaños y formas. Estaban de pie y tendidos sobre largas mesas, en vitrinas de cristal, en consolas doradas y en interminables estantes.

Había relojes de bolsillo incrustados de pedrería, vulgares despertadores de hojalata, relojes de arena, carillones con figuritas de bailarines encima, relojes de sol, relojes de madera, de piedra, de cristal y relojes impulsados por un salto de agua cantarín. De las paredes colgaban toda clase de relojes de cuco y otros con pesas y péndulos, algunos de los cuales oscilaban lenta y majestuosamente y otros que bailaban agitados de un lado a otro. A la altura del primer piso había, por toda la sala, una galería, a la que conducía una escalera de caracol. Más arriba, otra galería, encima otra y otra. Y en todos lados había relojes. Relojes mundiales en forma de globo terráqueo, que indicaban la hora de todos los puntos de la Tierra, y planetarios, grandes y pequeños, con el sol, la luna y las estrellas. En el centro de la sala se alzaba todo un bosque de relojes de pie.

Continuamente estaba sonando la hora en uno u otro reloj, porque cada reloj marcaba una hora diferente.

Pero no era un ruido desagradable, sino un susurro constante, como en un bosque, en verano.

Momo daba vueltas y miraba, con grandes ojos, todas esas rarezas. Precisamente estaba ante un reloj de pared, muy decorado, en el que dos figuritas, una de hombre y otra de mujer, se daban la mano para el baile. Iba a darles un golpecito con el dedo, para ver si así se movían, cuando de repente oyó decir a una voz desconocida:

—¡Ah, Casiopea! ¿Ya estás aquí? ¿Es que no me has traído a la pequeña Momo?

La niña se volvió y vio, en un callejón entre los grandes relojes de pie, a un delicado anciano de pelo plateado que se agachaba y miraba a la tortuga que estaba en el suelo delante de él. Llevaba una larga casaca bordada de plata, calzones de seda azul, medias blancas y zapatos con grandes hebillas de oro. Por los puños y el cuello sobresalían de la casaca unas puntillas, y su pelo plateado estaba trenzado en una pequeña coleta. Momo no había visto nunca un traje así, pero alguien menos ignorante habría descubierto en seguida que se trataba de la moda de hacía doscientos años.

—¿Qué dices? —prosiguió el anciano, dirigiéndose todavía a la tortuga—. ¿Ya está aquí? ¿Dónde está, pues?

Sacó del bolsillo unas gafitas, parecidas a las que llevaba Beppo, sólo que éstas eran de oro, y miró a su alrededor, buscando.

—¡Estoy aquí! —gritó Momo.

El anciano se dirigió hacia ella con una alegre sonrisa y las manos extendidas. Mientras se acercaba, le pareció a Momo que a cada paso se volvía más joven. Cuando se paró ante ella, le tomó las dos manos y se las estrechó cordialmente, apenas parecía mayor que la propia Momo.

—¡Bienvenida! —exclamó, con alegría—. ¡Cordialmente bienvenida a la casa de Ninguna Parte! Permíteme, pequeña Momo, que me presente. Soy el maestro Hora, Segundo Minucio Hora.

—¿De veras que me esperabas? —preguntó Momo, sorprendida.

—¡Pues claro! Si he enviado especialmente a mi tortuga Casiopea para que te recogiera.

Sacó de su chaleco un pequeño reloj de bolsillo, incrustado de diamantes, y levantó la tapa.

—Incluso has llegado muy puntual —comentó, mientras le enseñaba el reloj.

Momo vio que en la esfera no había ni cifras ni manecillas, sino sólo dos finas espirales superpuestas que giraban en direcciones contrarias. En los lugares donde se cruzaban las rayas aparecían de vez en cuando minúsculos puntos luminosos.

—Esto —dijo el maestro Hora— es un reloj de horas astrosas. Muestra con gran precisión las horas astrosas, y ahora acaba de comenzar una.

—¿Qué es una hora astrosa? —preguntó Momo.

—En el curso del mundo hay de vez en cuando momentos —explicó el maestro Hora— en que las cosas y los seres, hasta lo alto de los astros, colaboran de un modo muy especial, de modo que puede ocurrir algo que no habría sido posible ni antes ni después. Por desgracia, los hombres no son demasiado afortunados al usarlas, de modo que las horas astrosas pasan, muchas veces, sin que nadie se dé cuenta. Pero si hay alguien que la reconoce, pasan grandes cosas en el mundo.

—Puede ser —opinó Momo— que para ello se necesite un reloj así.

El maestro Hora negó, sonriente, con la cabeza:

—El reloj solo no serviría de nada. También habría que saber leerlo.

Volvió a cerrarlo y se lo guardó en el bolsillo del chaleco. Cuando vio la sorprendida mirada de Momo al estudiar su traje, se miró pensativamente, arrugó la frente y dijo:

—¡Oh! Creo que yo sí me he retrasado un poco; en cuanto a la moda, quiero decir. ¡Qué distracción! Lo arreglaré en seguida.

Chasqueó los dedos, y al instante apareció vestido con una levita y un duro alzacuellos.

—¿Está mejor así? —preguntó, dudoso. Pero al ver la cara atónita de Momo continuó en seguida—. ¡Claro que no! ¡En qué estaría pensando!

Volvió a chasquear los dedos y apareció con un traje como ni Momo ni nadie lo había visto jamás, porque era la moda de dentro de cien años.

—¿Tampoco? —preguntó a Momo—. Por Orión, que he de descubrirlo. Espera, lo intentaré otra vez.

Chasqueó los dedos por tercera vez y por fin apareció con un traje normal, como se lleva hoy.

—Así está bien, ¿verdad? —preguntó, mientras guiñaba un ojo—. Sólo espero que no te hayas asustado. No era más que una pequeña broma. Pero, antes que nada, te conduciré a la mesa, querida Momo. El desayuno está servido. Has hecho un largo camino y espero que te gustará.

La tomó de la mano y la condujo al centro del bosque de relojes. La tortuga los siguió y quedó un tanto rezagada. La senda daba toda clase de vueltas y revueltas y condujo, por fin, a una pequeña habitación formada por las paredes posteriores de unos cuantos relojes enormes. En un rincón había una mesita y un lindo sofá, con las sillas adecuadas. También aquí, todo estaba iluminado por la luz dorada de las llamas inmóviles de las velas.

Sobre la mesita había una jarra dorada, panzona, dos tacitas, platos, cucharillas y cuchillos, todo de oro puro. En una cestita había panecillos frescos, tostaditos y crujientes, y en otra había miel, que realmente parecía oro líquido. De la jarra, el maestro Hora vertió chocolate en las dos tacitas y dijo, con gesto invitador:

—¡Por favor, mi pequeño huésped, sírvete!

Momo no se lo hizo repetir. Hasta entonces nunca había sabido que existiera chocolate que se pudiera beber. También los panecillos untados de mantequilla y miel se contaban entre las cosas más deliciosas de la vida. Y nunca se había encontrado con una miel tan deliciosa como ésta. De ello resulta que, al principio, estaba totalmente ocupada en su desayuno y comía a dos carrillos, sin pensar en otra cosa. Lo más sorprendente es que con esa comida iba abandonando todo el cansancio, se volvía a sentir descansada, aunque no había pegado ojo en toda la noche. Cuanto más comía, más le gustaba. Le parecía que podría seguir comiendo días y días.

El maestro Hora la miraba con amabilidad y tuvo el suficiente tacto como para no interrumpirla con conversaciones el primer rato. Entendía que su huésped tenía que saciar el hambre de muchos años. Puede que ésta fuera la razón de que, mientras la miraba, parecía, de nuevo, más y más viejo, hasta volver a ser el anciano de cabellos canosos. Cuando se dio cuenta de que Momo no se las arreglaba demasiado bien con el cuchillo, le fue untando los panecillos y se los dejaba en el plato. Él mismo apenas comía, si lo hacía era más que nada para acompañar.

Pero finalmente Momo quedó ahíta. Mientras se acababa su chocolate, miró con atención a su anfitrión por encima de la tacita dorada y se preguntaba quién y qué podría ser. Ya se había dado cuenta de que no era nadie cualquiera, pero hasta ahora no sabía de él nada más que su nombre.

—¿Por qué —preguntó— me has hecho buscar por la tortuga?

—Para protegerte de los hombres grises —contestó serio, el maestro Hora—. Te están buscando por todas partes y sólo aquí estás a salvo de ellos.

—¿Me quieren hacer daño? —preguntó Momo, asustada.

—Sí, querida —suspiró el maestro Hora—, bien se puede decir.

—¿Por qué? —preguntó Momo.

—Te temen —explicó el maestro Hora—, porque les has hecho lo peor que existe para ellos.

—Yo no les he hecho nada —dijo Momo.

—Sí. Tú has hecho que uno de ellos se traicionara. Y se lo has contado a tus amigos. Incluso les querías decir a todos la verdad acerca de los hombres grises. ¿Crees que eso no basta para convertirlos en tus enemigos mortales?

—Pero hemos atravesado la ciudad, la tortuga y yo —dijo Momo—. Si me buscaban por todas partes podrían haberme encontrado con mucha facilidad. Y hemos ido muy poquito a poco.

El maestro Hora se puso la tortuga, que se había acurrucado a sus pies, sobre las rodillas y la acarició el cuello.

—¿Tú qué dices, Casiopea? —preguntó, sonriendo—. ¿Os habrían encontrado?

Sobre el caparazón apareció la palabra «Nunca», que brillaba con tal alegría, que se creería escuchar una risita.

—Casiopea —explicó el maestro Hora— tiene la facultad de ver un poquito el futuro. Cosa de media hora.

«Exacto», apareció en el caparazón.

—Perdón —se corrigió el maestro Hora—, exactamente media hora. Sabe siempre con media hora de antelación qué es lo que ocurrirá con exactitud. Por eso también sabía si se encontraría, o no, con los hombres grises.

—¡Ah! —dijo Momo sorprendida—. Y si sabe que aquí o allá se encontrará con los hombres grises, no tiene más que tomar otro camino.

—No —replicó el maestro Hora—, no es tan sencillo. No puede cambiar nada de lo que sabe con antelación, porque sólo sabe lo que realmente ocurrirá. Si supiera que aquí o allí se encuentra con los hombres grises, se los encontraría. No puede cambiar nada.

—Eso no lo entiendo —dijo Momo, un tanto decepcionada—, entonces no le sirve de nada saber algo por adelantado.

—A veces sí —contestó el maestro Hora—. En tu caso, por ejemplo, sabía que si tomaba este o aquel camino, no se encontraría con los hombres grises. Y eso ya vale algo, ¿no?

Momo calló. Sus pensamientos se embrollaban como en un ovillo.

—Pero volviendo a ti y a tus amigos —prosiguió el maestro Hora—, tengo que felicitaros. Vuestras pancartas me impresionaron mucho.

—¿Acaso las has visto? —preguntó Momo, contenta.

—Todas —dijo el maestro Hora—, palabra por palabra.

—Por desgracia —siguió Momo— no las ha leído nadie más, según parece.

El maestro Hora asintió triste:

—Sí, por desgracia. De eso se ocuparon los hombres grises.

—¿Los conoces? —inquirió Momo.

El maestro Hora volvió a asentir y a suspirar:

—Yo los conozco a ellos y ellos me conocen a mí.

Momo no sabía bien cómo entender esta respuesta.

—¿Has estado muchas veces con ellos?

—No, nunca. Nunca abandono la casa de Ninguna Parte.

—Pero, ¿los hombres grises te visitan a veces?

El maestro Hora sonrió:

—No te preocupes, pequeña Momo. No pueden llegar hasta aquí. Ni aunque supieran el camino hasta la calle de Jamás.

Momo reflexionó un rato. La explicación del maestro Hora la tranquilizó un tanto, pero todavía quería saber algunas cosas más.

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