Misteriosa Buenos Aires (15 page)

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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

BOOK: Misteriosa Buenos Aires
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Alguien le ha volcado un cubo de agua, porque sus últimas palabras se deshacen en palabrotas.

Y ahora el silencio está ahí una vez más, en el aposento de apiñadas oscuridades, y con él el tierno piar del pajarito.

Bien pudo María tener confianza en su hermano y revelarle el secreto. Pero no… todo es llorar y llorar…

La izquierda de Paco se engarfia en la cortina. Le dio un tirón tan recio que casi la desgarra. Ha oído el choque del cerrojo distante. Más allá del zumbido de sus sienes, que le importunan como abejorros, percibe el paso de su cuñado. Ya atravesó el primer patio; viene por las piezas solitarias, abriendo y cerrando puertas.

El adolescente domina su jadeo y tantea detrás el postigo que atisba al patio. Ahora don Lázaro entra en la habitación, con un candil en la mano. Es muy escasa su luz, pero a su claridad, por una rajadura del cortinaje, Paco conquista el ignorado aposento. Las sombras macizas desmáyanse o se alzan, soberbias, en los rincones. Dijérase que no una sino diez personas han invadido la cuadra matrimonial, y andan dando tumbos alrededor del lecho, de los cofres, de las sillas, del espejo lívido. Y lo que más impresiona al muchacho es la faz de don Lázaro, roja sobre la llama, con esos ojos verdes que siempre le asustaron, que asustan a su hermana, que la impulsaron a rogar a su padre que no la casara con él.

El caballero coloca la luz sobre una mesa y comienza a desvestirse. Lo hace pausadamente, entre largos bostezos. Paco le tiene frente a él, indefenso, y sin embargo no osa mostrarse con la espada. Súbitamente le domina una extraña piedad por ese hombre solo, que ya no es joven, y a quien descubre así, en su intimidad, quitándose el calzón, ajustándose el gorro de dormir, ordenando unos libros en el anaquel, estirando los brazos. ¿Tendrá razón María? ¿Tendrá, en verdad, razón? ¿No estará él a punto de cometer una acción injusta? ¿Qué sabe, qué sabe, en realidad?

Don Lázaro hojea un libro, rascándose la barba crecida. Un anciano, para los catorce años de Paco… un anciano que hojea un libro antes de acostarse a reposar, con la borla del gorro blanco ridículamente volcada sobre el hombro…

Titubea el muchacho. Nuevas campanadas dialogan, cristalinas, pacíficas. Don Lázaro se arrebuja en el lecho y apaga la luz. Y Paco permanece unos minutos desconcertado, sitiado por el silencio, como si el silencio fuera otra cortina, enorme, palpable. Hasta que el tenue piar del pájaro vuelve a conmover la habitación negra, con su latido. Un anciano que se apresta a dormir… un pájaro oculto… y un asesino que aguarda… ¿Matar? ¿Por qué? ¿Por la que allá lejos llora y llora? ¿Y por qué ahora? Un anciano… un pájaro…

El joven siente que una serenidad honda empieza a ablandarle. Sus dedos se aflojan en la empuñadura. Piensa en su padre, tan razonable siempre, tan justo, y en él mismo, en la arbitrariedad de ese acero. Se irá… En cuanto esté seguro de que don Lázaro duerme, saldrá por la puerta del patio.

El ave escondida desgrana su voz débil. Entonces la sangre se le hiela al mozo, porque, imprevistamente, en otro ángulo de la sala, estalla como un latigazo un grito cruel. Las uñas de Paco arañan la cruz filosa. Don Lázaro ha encendido el candil y las sombras bailotean en la habitación, cuando el caballero desciende del lecho de jacarandá.

Paco lo observa todo, entre curioso y asustado. El viejo ha destapado sobre la mesa central el paño que cubría una jaula pequeña. Dentro se hamaca un pajarito incoloro, aquel cuyo trino obsesionó durante una hora al adolescente. Don Lázaro introduce una mano en la prisión y toma a su habitante diminuto. Luego cruza la habitación fantástica, negra y blanca como un grabado, y se llega a un rincón opuesto al que ocupa el hermano de su mujer. La llama lo ilumina por vez primera y Paco advierte la presencia de otra jaula, grande, sólida, de barrotes recios, cuya armazón se eleva sobre una silla. En su interior hay un ave inmóvil. Cuando la luz se derrama en sus plumas blancas y castañas, Paco reconoce al caburé. Los ha visto en la estancia de su padre, en los árboles que se deshojan en el río Paraná. Gira el animal la cabeza y en sus pupilas relampaguea el amarillo del iris, feroz.

Don Lázaro entreabre la portezuela y desliza por ella al pájaro. Después retrocede y se desliza tras un sillón de alto espaldar. Escúchase de nuevo la canción del borracho, remotísima, a varias cuadras, tan profundo es el silencio, y Paco teme que su respiración anhelosa le delate.

El pájaro tímido se aproxima al de rapiña, que finge indiferencia. Comienza a acariciarlo suavemente. Tranquilizado por su impasibilidad, se le trepa en el hombro, lo besa, lo espulga. Hasta que el caburé se yergue, fascinante, dominador, lo derriba de un aletazo y le hunde el pico duro como una espuela, en el pecho. Le arranca las entrañas, le destroza el cráneo.

Tanto tiembla el muchacho detrás de la cortina que su espadón cae, fragoroso. Don Lázaro se vuelve bruscamente y Paco ve el iris amarillo de sus ojos de verdugo al claror del candil, como los de una bruja sobre un brasero. Escapa por los patios, espantando las macetas. Las rejas montan guardia doquier, en las ventanas, en la cancela, más allá del zaguán. Toda la casa es un inmenso jaulón donde el muchacho revolotea, desesperado, hasta que bajo su presión cede la puerta última.

XXIII
LA VÍBORA
1780

E
l anciano militar escucha la lectura con los ojos entrecerrados. Le fatiga el duro estilo de los documentos, y de tanto en tanto su mirada se distrae hacia el rayo de sol que cae oblicuamente en mitad de la celda. Es como una trémula columna azul que se desgarra y luego vuelve a formarse, como una diminuta Vía Láctea en la que se agitan millones y millones de corpúsculos.

Junto a la mesa que preside el dominico, el hijo del teniente de maestre de campo se apasiona sobre los papeles. Don Juan Josef entorna los párpados hacia los dos lectores. Les ve, como detrás de una gasa fina: el sacerdote, buido, con un rostro astuto, italiano, curiosamente anacrónico, de Papa del Renacimiento —un Pablo III sin la caperuza, el cerquillo de pelo blanco—; y el hijo tosco, sanguíneo, deformado el hombro izquierdo por una giba. Sólo en las cejas y en la frente comba se le parece a él, a él que es tan delgado, tan huesudo, tan enhiesto, a pesar de los setenta y cinco años. No hubo hombre más ágil en los ejércitos del Rey. Algo de ello le ha quedado en la senectud, algo tan suyo como el anillo de sello que le cubre una falange en el meñique; algo que permanece todavía en la elegancia con que dobla la cabeza, estira el busto, arquea el brazo o posa en una palma la sien hundida.

El dominico hojea ahora la ejecutoria familiar. Bastante costó que la enviaran desde Burgos. Es muy hermosa, con los escudos pintados delicadamente y árboles genealógicos prolijos. La ciñe una encuadernación de terciopelo violeta raída por el tiempo. Voltea el fraile las páginas que terminan con el sello y la firma espinosa: Yo el Rey. A su lado, don Sebastián, el giboso, desearía que los folios no pasaran tan velozmente. Detiene la premura del lector y le señala con el índice corto, de uña cuadrada, algún entronque interesante, algún parentesco principal.

Anótalo el dominico en la hoja que ha ido colmando de apuntes, mientras prosigue su investigación. Despliegan los cuadros en los que los nombres se multiplican bajo las miniaturas, las unciales y los emblemas heráldicos; los nombres que se tornan más y más singulares a medida que retroceden en los siglos hacia la raíz del árbol: don Aymerico, doña Urraca, doña Esclaramunda.

Al anciano le importa poco lo que los otros debaten con afán. De muchacho le enseñaron esos manuscritos en la casona burgalesa, y lo que más le atrajo fue el paisaje microscópico que se apiña tras la primera mayúscula. Su padre alzaba exquisitamente el libro violeta para mostrarlo, como si fuera un esmalte raro o un labrado marfil. Él lo tenía olvidado ya. ¡Hace tantos, tantos años que lo vio por última vez, pues vino a Indias mozuelo, para servir al monarca! Sólo la tenacidad de Sebastián, su hijo, pudo conseguir en préstamo la ejecutoria. El tío viejísimo que todavía mora en la casa ancestral se resistía a cederla. Cartas se enviaron a Burgos y mensajeros, para convencer al porfiado. Y aquí están, por fin, en América, los títulos y las pruebas del linaje: en América, como don Juan Josef, en el convento de Santo Domingo de Buenos Aires, donde un fraile los estudia con fervor de escoliasta.

El anciano menea la cabeza silenciosamente y gira los ojos hacia la columna de luz. Piensa en ese hijo único, tan distinto de él, y no sólo distinto en la traza sino también en el carácter. La escena misma lo corrobora. Don Juan Josef nada ha querido para sí; lo ha dado todo. Cuando acudieron a importunarle en la modestia de su casa de la calle de Santo Cristo, para ofrecerle tal cargo o tal otro, los rechazó siempre. Ha sido militar como su padre, como su abuelo, como su bisabuelo, como los hombres cuyos espectros saltan, fulgurantes, embanderados, encrestados, armados de pies a cabeza, de las páginas que deletrea el sacerdote. En el hijo se quebró la línea armoniosa, antigua de tres centurias. La corcova que trajo en la espalda al nacer proyectó sombra sobre su espíritu. Para él la vida tuvo por norte el medrar, el medrar sin descanso. Asombra que la ambición le ahogue aún. Ha desempeñado cuanta función de pompa existe en Buenos Aires. Ahora no se aleja del señor Virrey. Le acompaña doquier, sonriendo. ¿Qué esperará obtener de tal pleitesía? ¿Algo más, acaso, aparte del asunto que les reúne en ese instante en la celda del convento de Santo Domingo? Tanta es la trascendencia de ese asunto, que su logro debiera bastarle. Aspira don Sebastián a un favor regio que don Juan Josef, su padre, con ser sus méritos auténticos, jamás soñó en pedir como recompensa de sus propios trabajos. Quiere ser caballero de la Orden de Alcántara. Quiere, con toda el alma, serlo, y cuando él se propone algo no hay quien le detenga. Se imagina ya, hinchado, con la cruz verde de la encomienda cosida sobre la casaca. Nadie se fijará en su joroba el día en que luzca la cruz de la caballería.

Para eso viajó la ejecutoria de Burgos a Buenos Aires. Hay que probar ante todo la limpieza del abolengo, y no se puede prescindir de los pergaminos insustituibles.

Apunta y apunta, con vaga sonrisa, el dominico a quien Sebastián ha confiado la composición del memorial que elevará al Rey: un memorial de un barroquismo ceremonioso, en el que la lisonja se disfraza de retóricas sutiles.

El anciano se lleva las manos a los párpados. Renace en ellos la comezón que le acometió hace una semana. Conoce el síntoma; sabe que dentro de un rato la vista se le oscurecerá y el aire se encenderá de puntos amarillos. ¿Estará en verdad enfermo, muy enfermo? La pasada ocasión creyó enloquecer. Anduvo dando voces por la casa y cuando recobró el sentido se halló estirado en el lecho. ¿Qué hará? ¿Lo dirá a su hijo y al dominico para que le saquen de allí y le conduzcan a su habitación? No se atreve. El orgullo se lo impide. Quizás se pase el malestar…

Se acaricia los ojos, hasta que las designaciones de sitios familiares, citadas por su hijo, le apartan de su inquietud.

Don Sebastián está leyendo los papeles que mencionan los servicios de don Juan Josef. Los guarda en una carpeta. Son los nombramientos: el de teniente militar, el de capitán, el de teniente de maestre de campo… También eso se utilizará para apoyar su solicitud. De todo hay que echar mano, cuando de su vanidad se trata.

Don Juan Josef escucha con atención. Su vida desfila ante él, apretada, como desfiló la de sus mayores. Mentira le parece que quepa en palabras tan breves. La vista empieza a nublársele, de modo que cierra los ojos y aguza el oído. El giboso recorre la certificación de servicios hecha por don José de Andonaegui, brigadier de los ejércitos de Su Majestad. Y el dominico anota. Para divertirse de la monotonía —y obedeciendo a la obsesión que les mantiene alrededor de la mesa— el fraile dibuja con tinta verde la cruz de la Orden de Alcántara, la cruz ancorada que llaman el Noble, como dicen el Lagarto a la de Santiago.

Recita don Sebastián la comisión que le encargaron a su padre en 1746, cuando debió pasar a la frontera de Luján, para defenderla de los indios; recita otra, que le llevó al pago de la Matanza, donde luchó doce días con las tribus y el hambre, sin recibir refuerzos; y otra, durísima, que con cuatrocientos hombres y más de doscientas carretas le condujo en busca de sal a la enorme laguna, del lado de la sierra de Curumalán; y luego detalla su actuación en la campaña contra los portugueses de la Colonia del Sacramento. Los episodios resultan sencillos, casi infantiles, narrados así. Y siguen y siguen los documentos… A uno lo firma don Juan de San Martín; al otro, don Cristóbal Cabral de Melo; al otro, Andonaegui; al otro, don Domingo Ortiz de Rozas, el padre del que fue Conde de Poblaciones…

Pero el anciano no oye ya. En la noche de sus párpados comienzan a hacer guiños los puntos amarillos de la locura. De cuanto leyeron, sólo un hecho se ha presentado ante su memoria, exacto, vívido, como si no hubiera transcurrido una hora desde entonces.

Fue durante el viaje atroz a las Salinas. Dormitaba una madrugada en su tienda, en la soledad de los médanos, y de repente tuvo la sensación de una presencia peligrosa cerca de su cuja. Algún enemigo rondaba. Más todavía: alguno había logrado deslizarse hasta él, en lo oscuro. Cuando lo descubrió ya era tarde. La víbora le había rodeado el brazo izquierdo, con su pulsera fría, y le hincaba los dientes agudos en la mano. Nunca había tenido miedo hasta ese instante; nunca lo tuvo después, pero el segundo de pavor le dejó marcado para siempre; marcado como su mano izquierda, cuya herida fue cauterizada brutalmente por un esclavo con un hierro rojo. Luego se la polvorearon con azufre.

Don Juan Josef se roza esa palma con los dedos de la diestra y palpa la cicatriz profunda. Un terrible temblor le domina. Días atrás, creyó ver al ofidio entre las coles de la huerta. Pero, ¿acaso no murió entonces, entonces, hace treinta y cinco años? ¿Acaso le persigue todavía? Lo recuerda, erguido, asomando entre los dientecillos la lengua bífida; recuerda las escamas de la cabeza tatuada de signos geométricos; los ojos fijos y crueles. Se atiesa en la silla con un gesto de asco y de temor.

Levanta los párpados, angustiado. Las chispas amarillas cubren la celda del dominico. Se ha puesto éste el capucho del hábito. Con la pluma fina adelgaza el diseño de la cruz de Alcántara. En medio del incendio de artificio, que trastorna al teniente de maestre de campo, suena la voz de Sebastián, pausada, como si nada sucediera:

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