Read Misterio En El Caribe Online
Authors: Agatha Christie
La señora Walters, su secretaria, estaba sentada junto a su jefe. Sus cabellos tenían el color del trigo, enmarcando un rostro sumamente agradable. Mister Rafiel era en ocasiones grosero con ella, pero la señora Walters no parecía sentirse afectada por la conducta de aquel hombre singular. Mostrábase sumisa y olvidadiza. Se portaba como una enfermera perfectamente entrenada. Miss Marple pensó que quizás hubiera sido eso antes de entrar al servicio del paralítico.
Entró un hombre joven, alto, de buen porte, que vestía una chaqueta blanca. Quedóse de pie, al lado de la silla de mister Rafiel, quien levantó la vista y le hizo una señal con la cabeza, indicándole uno de los asientos vacíos. El recién llegado lo ocupó.
«El señor Jackson —pensó miss Marple—, su ayuda de cámara. Bueno, eso es lo que yo me figuro.»
Seguidamente se aplicó a la tarea de estudiar al señor Jackson con toda atención.
Dentro del bar, Molly Kendal se estiró perezosamente, despojándose de sus zapatos, de altísimos tacones. Tim se unió a ella procedente de la terraza. De momento se encontraban solos en aquel lugar.
—¿Estás cansada, querida?
—Un poco. Tengo los pies ardiendo esta noche.
—¿No será esto demasiado para ti? Yo sé muy bien que resulta un trabajo muy duro.
Tim fijó los ojos con cierta expresión de ansiedad en el rostro de Molly. Ésta se echó a reír.
—Vamos, Tim, no seas ridículo. Me encuentro a gusto aquí. Ésta es otra vida. Es el sueño que siempre quise ver convertido en realidad.
—Quizá tuvieras razón si uno fuese un huésped más. Pero llevar un negocio como éste exige un gran esfuerzo.
—Bueno, pero ¿es que es posible conseguir algo sin antes poner empeño? —arguyó Molly Kendal juiciosamente. Tim frunció el ceño.
—¿Crees que todo marcha como debe marchar? ¿Estimas que triunfaremos?
—Indudablemente.
—¿No crees que haya alguien en el hotel que se diga: «Esto no es lo mismo que cuando los Sanderson regían el establecimiento»?
—Por supuesto, no faltará quien piense eso. ¡Es inevitable, querido! En todo caso, se tratará de alguna persona anticuada. Tengo la seguridad de que nosotros lo hacemos mejor que ellos. Sabemos conducirnos de una manera más brillante. Tú eres el encanto de las señoras ya entradas en años y das la impresión de ir a hacer el amor a las desesperadas que han rebasado la cuarentena o la cincuentena. A mí, los caballeros de edad no me pierden de vista. La mayoría llegan a creerse seductores e incluso represento el papel de hija junto a los sentimentales con añoranzas de ese género. ¡Oh! Sabemos darles a cada uno lo suyo, sin ulteriores complicaciones.
De la faz de Tim desapareció el gesto de preocupación.
—Mientras pienses así... Llegué a sentirme asustado. Nos lo hemos jugado todo en esta aventura. Hasta renuncié a mi empleo...
—Hiciste muy bien —dijo Molly—. Era embrutecedor. Tim rió, rozando con sus labios la nariz de ella.
—Lo hemos enfocado todo perfectamente —insistió Molly—. ¿Por qué andas siempre preocupado?
—Yo soy así, supongo. No paro de pensar... Imagínate que las cosas tomaran un rumbo desfavorable.
—¿Qué puede pasar, hombre?
—¡Oh, no sé! Supón que alguien se ahoga, por ejemplo.
—¡Bah! Poseemos una de las playas más seguras de esta región. Por si eso fuera poco, tenemos a ese sueco siempre de guardia.
—Soy un estúpido —declaró Tim Kendal. Vaciló, preguntando a continuación—: ¿No... no has vuelto a ser víctima de esas pesadillas tuyas?
—¡Bah! ¿También eso ha llegado a preocuparte? ¡Qué tontería! —exclamó Molly, riendo.
Miss Marple pidió que le llevaran el desayuno a la cama, como de costumbre. Se componía de una taza de té, un huevo hervido y una rebanada de
paw-paw
.
La fruta de la isla no acababa de convencer a miss Marple. La desconcertaba. Todas sabían siempre a
paw-paw
¡Ah! Si hubiera podido hacerse servir una buena manzana... Pero las manzanas parecían ser desconocidas allí.
Al cabo de una semana de permanencia en la isla, miss Marple se había habituado ya a refrenar un instintivo impulso: el de preguntar por el tiempo. Era siempre idéntico: bueno. No se registraban cambios notables.
—¡Oh! Las múltiples variaciones meteorológicas en el transcurso de una sola jornada, dentro de Inglaterra... —murmuró para sí.
Ignoraba si estas palabras constituían una cita, consecuencia de alguna lectura, o eran invención suya.
Desde luego, aquella tierra se veía en ocasiones azotada por furiosos huracanes. Eso tenía entendido. Pero miss Marple no los relacionaba con la palabra tiempo, en la amplia acepción del vocablo. Los juzgaba más bien, por su naturaleza, un acto de Dios. Producíase un chubasco, una breve y violenta caída de agua, que sólo duraba cinco minutos, y todo cesaba bruscamente. Las cosas y las personas, en su totalidad, quedaban empapadas, para secarse otros cinco minutos más tarde.
La muchacha negra nativa sonrió diciendo «Buenos días», mientras colocaba la bandeja de que era portadora sobre las rodillas de miss Marple. ¡Qué dientes más bonitos, qué dientes tan blancos los suyos! La muchacha, siempre sonriente, daba la impresión de ser feliz. Las jóvenes indígenas poseían un suave y agradable carácter. ¡Lástima que se sintiesen tan poco inclinadas al matrimonio! Esto preocupaba no poco al canónigo Prescott. Había muchas conversiones, y este hecho suponía un consuelo; pero de bodas, ni hablar.
Miss Marple se desayunó, dedicándose de paso a planear su día. ¿Qué haría durante aquel que empezaba? Poco era lo que tenía que decidir. Se levantaría sin prisas, con lentos movimientos. El aire era cálido y sus dedos no se hallaban tan entumecidos como de costumbre. Luego descansaría por espacio de unos diez minutos aproximadamente. Tras coger sus agujas y su lana echaría a andar poco a poco en dirección al hotel. Allí vería donde quedaba mejor acomodada. Desde la terraza se divisaba una amplia extensión de mar. ¿Optaría por acercarse a la playa para distraerse contemplando a los bañistas y a los niños, entretenidos en sus juegos? Se decidiría, seguramente, por esto último. Por la tarde, tras la siesta, podía dar un paseo en coche. En realidad le daba lo mismo hacer una cosa que otra.
Aquél sería un día como cualquier otro, se dijo.
No iba a ser así, sin embargo.
Miss Marple comenzó a llevar a la práctica su programa. Cuando avanzaba muy despacio por el sendero que conducía al hotel se encontró con Molly Kendal. La joven no sonreía, cosa extraña en ella. Su aire confuso, era tan evidente que miss Marple se apresuró a preguntarle:
—¿Pasa algo, querida?
Molly asintió. Vaciló un poco antes de contestar.
—Bien... Al final acabará enterándose, igual que todo el mundo. Se trata del comandante Palgrave. Ha muerto.
—¿Que ha muerto?
—Sí. Murió esta noche.
—¡Oh! ¡Cuánto lo siento!
—Que pase esto aquí... ¡Oh! ¡Es horrible! Todos se sienten deprimidos. Desde luego, era ya muy viejo.
—Yo le vi ayer muy animado. Parecía encontrarse perfectamente. Miss Marple lamentaba entrever en su interlocutora la suposición de siempre: todas las personas de edad avanzada estaban expuestas a morir de un momento a otro.
—A juzgar por su aspecto exterior disfrutaba de una salud excelente —agregó.
—Tenía la tensión muy alta —manifestó Molly.
—Bueno, pero hoy en día hay preparados para contrarrestar eso: unas píldoras especiales según creo. La ciencia produce maravillas actualmente.
—¡Oh, sí! Es posible, no obstante, que se olvidara de tomarlas o que ingiriese demasiadas. Es algo semejante, ¿sabe usted?, a lo que puede ocurrir con la insulina.
Miss Marple no creía que la diabetes y la tensión excesiva tuvieran tantos puntos de contacto como suponía Molly.
—¿Qué ha dicho el doctor?
—El doctor Graham, prácticamente retirado ya, que vive en el hotel, echó un vistazo al cadáver. Oportunamente se presentaron aquí las autoridades de la localidad, habiendo sido extendido el certificado de defunción; todo está en orden, pues. La persona que sufre de tensión alta se halla expuesta siempre a un serio percance, especialmente si abusa del alcohol. El comandante Palgrave era muy despreocupado en este aspecto. Recuerde su conducta anoche, por ejemplo.
—Sí, ya me di cuenta —respondió miss Marple.
—Probablemente olvidó tomar sus píldoras. ¡Qué mala suerte! Claro que hemos nacido para morir, ¿no? Naturalmente, esto viene a ser una fuente de inquietudes para Tim y para mí. No faltará a lo mejor alguien que se encargue de decir por ahí que la comida del hotel no se hallaba en buen estado u otra cosa por el estilo.
—Bueno, hay que pensar que los síntomas de envenenamiento por ingestión de alimentos en malas condiciones no guardan la menor relación con los referentes a la hipertensión sanguínea...
—Sí, eso es cierto, pero no lo es menos que la gente tiene la lengua muy suelta. Y si alguien llega a la conclusión de que nuestra comida no es como debe de ser, y se marcha, informando a sus amistades...
—La verdad es que yo no veo aquí graves motivos de preocupación en ese sentido —declaró miss Marple, amablemente—. Como usted ha dicho, un hombre de edad, como el comandante Palgrave, que debía haber dejado atrás ya los sesenta, se halla expuesto a morir, por ley natural. A todo el mundo ha de parecerle esto un suceso completamente normal... Es de lamentar, sí, pero también hay que contar con él.
—Si no hubiese sido una cosa tan repentina... —murmuró Molly, tan preocupada como al principio.
Sí, sí, tremendamente inesperada y repentina, se dijo miss Marple al proseguir su interrumpido paseo. Palgrave había estado la noche anterior riendo y hablando sin cesar con los Hillingdon y los Dyson, de muy buen humor durante toda la velada.
Los Hillingdon y los Dyson... Miss Marple andaba ahora con más lentitud todavía... Finalmente se detuvo. En lugar de dirigirse a la playa se instaló en un sombreado rincón de la terraza. Sacó del bolso sus agujas y su ovillo de lana y a los pocos segundos aquéllas tintineaban rítmicamente a toda velocidad, como si quisieran acomodarse al vértigo con que se producían los pensamientos en el cerebro de su dueña.
No... No le gustaba aquello. Venía con excesiva oportunidad.
Empezó a evocar los acontecimientos del día anterior...
El comandante Palgrave y sus historias...
Sus palabras habían sido las de siempre, por lo que decidiera en el momento del diálogo no escuchar con atención la perorata de su acompañante. Aunque tal vez le hubiera valido más proceder de distinto modo.
Palgrave le había hablado de Kenia. Y también de la India. Y de la Frontera del Noroeste... Más adelante, por una razón que ya no recordaba, habíanse puesto a hablar de crímenes. Y ni siquiera en tales momentos ella había escuchado sus palabras con verdadero interés...
Se había dado un caso célebre, sobre el cual publicaron informaciones amplias los periódicos...
Después de haberse agachado para coger del suelo su ovillo de lana, el comandante Palgrave había aludido a la figura de un criminal, a una instantánea fotográfica en la que éste aparecía.
Miss Marple cerró los ojos, intentando recordar la trama de la historia que le refiriera Palgrave.
Había sido el suyo un relato más bien confuso. Alguien se lo había dicho todo en un club, en aquel al que pertenecía o en cualquier otro. Había hablado un médico, por boca de un colega... Uno de ellos había tomado una instantánea de alguien que salía por la puerta principal de una casa, alguien, desde luego, que debía ser el asesino.
Sí, eso era... Los diversos detalles iban volviendo a su memoria.
Se había ofrecido para enseñarle la fotografía. Había sacado su cartera, empezando a registrar su contenido, sin parar de hablar un momento...
Y luego, siempre hablando, había levantado la vista, mirando... No. No la había mirado a ella, sino a algo que se hallaba a sus espaldas, detrás de su hombro derecho, para precisar. Entonces calló, de pronto, y su faz se tornó purpúrea. A continuación habíase aplicado con el mayor ardor a la tarea de guardar sus papeles, cosa que hizo con manos ligeramente temblorosas, ¡poniéndose a referir cosas de sus andanzas por África, de cuando iba tras los colmillos de los elefantes, que compraba o cazaba!
Unos segundos después los Hillingdon y los Dyson se habían unido a ellos...
Fue entonces cuando ella giró la cabeza lentamente, sobre el hombro derecho, para mirar también a la misma dirección... No vio nada ni a nadie. A la izquierda, algo alejados, hacia el establecimiento, divisó las figuras de Tim Kendal y su esposa; más allá el grupo familiar de los venezolanos. Pero el comandante Palgrave no había mirado hacia allí...
Miss Marple estuvo reflexionando hasta la hora de la comida.
Tras ésta decidió no dar ningún paseo en coche.
En lugar de aquello envió un recado al hotel en el que anunciaba que no se encontraba muy bien, rogando al doctor Graham que tuviera la bondad de ir a verla.
El doctor Graham era un hombre muy atento, que contaría sesenta y cinco años, aproximadamente. Había ejercido su profesión durante mucho tiempo en las Indias Occidentales, pero se había retirado casi por completo de la vida activa.
Saludó a miss Marple afectuosamente, preguntándole qué le pasaba. Afortunadamente, a la edad de miss Marple siempre había alguna dolencia que podía ser el tema de conversación con las inevitables exageraciones por parte de la paciente. Ella vaciló entre «su hombro» y «su rodilla», decidiéndose finalmente por esta última.
El doctor Graham se abstuvo de decirle con la cortesía en él peculiar que, a su edad, eran absolutamente lógicas ciertas molestias, las cuales cabía esperar. A continuación recetó unas píldoras, pertenecientes al grupo de los remedios que forman la base de las prescripciones médicas. Como sabía por experiencia que muchas personas de edad solían sentirse muy solas al principio de su estancia en St. Honoré, quedóse un rato, a fin de entretener a miss Marple con su charla.
«He aquí un hombre extremadamente agradable —pensó miss Marple—. La verdad es que ahora me siento avergonzada por haberle contado tantas mentiras. Bueno, ¿y qué otra cosa podía hacer?»