Misterio En El Caribe (19 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Misterio En El Caribe
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En aquel instante los tres oyeron una discreta tos.

Arthur Jackson se encontraba junto a mister Rafiel. Habíase acercado a ellos tan silenciosamente que nadie había advenido su presencia.

Inclinándose hacia el anciano, dijo:

—Es la hora de su masaje, señor.

Mister Rafiel dio rienda suelta inmediatamente a su mal genio, gritándole:

—¿Qué se propone usted deslizándose hasta aquí de este modo, produciéndome un sobresalto? ¿Qué es lo que ha hecho para que no le oyese venir?

—Lo siento, señor.

—Hoy no quiero ni oír hablar de masajes. Además, ¡para el bien que me reportan!

—No debiera decir eso, señor —Jackson atendía a mister Rafiel con una amabilidad de tipo profesional—. Pronto lo lamentaría usted si suspendiésemos esas sesiones.

Hábilmente, el joven hizo girar la silla de ruedas, orientándola hacia el «bungalow».

Miss Marple se puso en pie. Después de obsequiar a Esther con una sonrisa se encaminó a la playa.

Capítulo XVIII
 
-
Confidencias

La playa estaba más bien desierta aquella mañana. Greg braceaba en el agua con su habitual estilo natatorio, muy ruidoso. Lucky se había tendido en la arena, boca abajo. Su espalda, tostada por el sol, se hallaba profusamente untada de aceite y sus rubios cabellos habían quedado extendidos sobre los hombros.

Los Hillingdon no se encontraban allí. La señora de Caspearo, atendida como siempre por una corte de caballeros, yacía boca arriba, hablando el sonoro y cascabelero idioma español. Junto a la orilla reían y jugaban varios niños italianos y franceses. El canónigo y su hermana, la señorita Prescott, se habían sentado en sendos sillones, dedicándose tranquilamente a observar las escenas que se iban sucediendo ante ellos. El canónigo se había echado el sombrero sobre los ojos y parecía dormitar. No muy lejos de la señorita Prescott había un sillón desocupado, feliz circunstancia de la que se aprovechó sin la menor vacilación miss Marple.

Al sentarse junto a su amiga, aquélla suspiró.

—Estoy enterada de todo —manifestó la señorita Prescott.

Lacónicamente, las dos habían aludido al mismo hecho: el asesinato de Victoria Johnson.

—¡Pobre muchacha! —exclamó miss Marple.

—Un episodio muy triste, sí, señor —comentó el canónigo—. Un episodio verdaderamente lamentable.

—Por un momento se nos pasó por la cabeza, a Jeremy y a mí, la idea de marcharnos del hotel. Luego decidimos lo contrario porque tal cosa suponía una desatención para los Kendal. En fin de cuentas ellos no tienen la culpa de lo ocurrido... Lo de aquí podía haber sucedido en cualquier otro sitio.

—En medio de la vida ya nos hallamos muertos —dijo el canónigo.

—Esa pareja, ¿sabe usted?, tiene una gran necesidad de triunfar en su empeño. Han invertido todo el dinero que poseían en este hotel

—señaló la señorita Prescott.

—Molly es una joven muy dulce —manifestó miss Marple—. Últimamente no parece encontrarse muy bien.

—Es muy nerviosa. Por supuesto, su familia... La señorita Prescott movió la cabeza, dubitativamente.

—Yo creo, Joan, que hay cosas que es mejor... —El canónigo pronunció las palabras anteriores con un suave tono de reproche—.

—Eso lo sabe todo el mundo —contestó la hermana—. Sus familiares viven en la misma ciudad que nosotros. Uno de sus tíos, en cierta ocasión, se despojó de todas sus ropas en una estación del Metro. En Green Park, creo que fue donde sucedió ese bochornoso incidente.

—Joan: eso es algo que ni siquiera debieras mencionar.

—Es terrible —comentó miss Marple—. Sin embargo, me parece que esa forma de locura es bastante común. Recuerdo que hallándonos trabajando en una obra benéfica, un pastor ya anciano, hombre extraordinariamente sobrio y respetable, se vio afligido por el mismo trastorno. Hubo que telefonear a su esposa, quien acudió en seguida, llevándoselo a casa envuelto en una sábana.

—Desde luego, a los familiares más próximos de Molly no les ocurre nada de particular —dijo la señorita Prescott—. Ella no se llevó nunca bien con su madre... Claro que hoy en día esto no es raro.

—Una lástima —murmuró miss Marple—. Sí, porque las chicas deberían aprovechar la experiencia, el conocimiento del mundo que tienen sus madres.

—Exacto —convino la señorita Prescott—. Molly fue a dar con un hombre poco o nada adecuado para ella, según me han dicho.

—Es algo que ocurre a menudo.

—Sus familiares, naturalmente, se le enfrentaron. Ella no les había dicho nada y tuvieron que enterarse de lo que ya estaba en marcha, por personas extrañas. Inmediatamente, su madre le indicó la conveniencia de que presentara a los suyos el pretendiente. Creo que la chica se negó a proceder así. Señaló que eso era humillante para el muchacho. Había de resultar incluso ofensivo para el joven verse sometido a un minucioso examen por parte de la familia de la novia, igual que si hubiese sido un caballo de carreras. Esto fue lo que Molly puso de relieve.

Miss Marple suspiró.

—Se necesita desplegar un gran tacto a la hora de tratar a los jóvenes —declaró.

—Bueno, el caso es que le prohibieron a Molly que volviera a ver a su amigo.

—Pero, ¡eso no se puede hacer en nuestros días! Actualmente las muchachas se colocan, ocupan toda clase de empleos, se ven obligadas a alternar con las gentes más diversas, quieran o no.

—Más tarde, afortunadamente, Molly conoció a Tim Kendal —prosiguió diciendo la señorita Prescott—. El otro se esfumó. Ya se puede usted figurar qué suspiro de alivio se les escapó a los familiares de la muchacha.

—En mi opinión, aquéllos no procedieron como debían —declaró miss Marple—. Con semejante conducta lo único que se logra es que las chicas no se relacionen con los muchachos más indicados para ellas.

—Sí, eso es lo que pasa.

—Yo misma recuerdo que en cierta ocasión...

Miss Marple evocó cierto episodio de su juventud. En una reunión había conocido a un chico... que le había parecido amable en sumo grado, alegre. Contra todo lo esperado, y después de haber frecuentado su trato, al visitarle más de una vez, había descubierto que era un hombre aburrido, muy aburrido.

El canónigo daba la impresión de haberse adormecido de nuevo y miss Marple abordó el tema que había estado ansiando tratar a lo largo de aquella conversación.

—Desde luego, usted parece saber mucho acerca de este lugar —murmuró—. Son ya varios los años que vienen por aquí, ¿no?

—Tres, exactamente. Nos gusta St. Honoré. Siempre damos con gente muy agradable. No se ven por estos parajes los deslumbrantes nuevos ricos que una encuentra en cualquier otra parte.

—Así, pues, me figuro que conocen bien a los Hillingdon y a los Dyson...

—Sí, sí. Bastante bien.

Miss Marple tosió discretamente, bajando la voz.

—El comandante Palgrave me refirió una interesante historia —dijo.

—Contaba con un verdadero repertorio de ellas, ¿verdad que sí? Claro, ¡había viajado tanto! Conocía África, India, China, incluso, me parece.

—En efecto —confirmó miss Marple—. Pero yo no me refería a uno de sus típicos relatos. La historia a que he aludido afectaba... ¡ejem...!, afectaba a una de las personas que acabo de mencionar.

—¡Oh! —exclamó la señorita Prescott, simplemente.

—Sí. Yo me pregunto ahora... —miss Marple paseó la mirada por toda la playa, deteniéndola en la grácil figura de Lucky, que continuaba tostándose pacientemente la espalda—. Un color moreno muy bonito el suyo, ¿eh? —observó—. En cuanto a sus cabellos... Son preciosos, verdaderamente. Tienen el mismo tono que los de Molly Kendal, ¿no cree usted?

—La única diferencia que hay entre las dos cabelleras es que el matiz de la de Molly es natural, en tanto que la otra tiene que recurrir a la química para lograr un color semejante —se apresuró a subrayar la señorita Prescott.

—Pero... ¡Joan! —protestó el canónigo, despertando cuando menos lo esperaban las dos mujeres—. ¿No crees que eso que dices es, sencillamente, falta de caridad?

—No es falta de caridad —repuso su hermana con acritud—. Es sólo un hecho irrebatible.

—A mí los cabellos de esa señora me parecen muy bonitos.

—Naturalmente. Para eso se los tinta. Pero tengo que decirte con toda seguridad, mi querido Jeremy, que esa mujer no podrá nunca engañar a otra en ese terreno. ¿No es así, miss Marple?

—Bueno... Mucho me temo carecer de la experiencia que usted tiene, pero... sí, yo me inclinaría a decir al primer golpe de vista que ese color de sus cabellos
no es natural
. Cada cinco o seis días, por su parte inferior, presentan un tono...

Miss Marple no acabó la frase. Fijó la mirada en la señorita Prescott y las dos mujeres hicieron un gesto de afirmación. Ya se entendían. El canónigo pareció estar dormitando de nuevo.

—El comandante Palgrave me contó una historia verdaderamente extraordinaria —murmuró miss Marple—, acerca de... Bien. Lo cierto es que no llegué a oírla en su totalidad. En ocasiones me quedo como sorda. Pareció decir... o sugerir...

Miss Marple hizo una estudiada pausa.

—Ya sé a qué desea referirse. Circularon rumores en aquella época...

—¿Está usted pensando en aquella en que...?

—Hablo de cuando murió la señora Dyson. Su muerte sorprendió a todo el mundo. En efecto, todos la tenían por una
malade imaginaire
... Era una hipocondríaca. Al sufrir un ataque y morir tan inesperadamente... Bueno. El caso es que la gente dio en murmurar...

—¿No... no pasó nada entonces?

—El médico se mostró desconcertado. Era muy joven y no poseía mucha experiencia. Tratábase de uno de esos doctores que confían en curarlo todo mediante los antibióticos. Supongo que sabrá a qué tipo de galenos me refiero: a esos que no se molestan en estudiar a fondo al paciente, que no estudian nunca la causa de la enfermedad. Esos médicos se limitan siempre a recetar unas píldoras y cuando ven que las mismas no van bien, recurren a cualquier otro preparado. Yo creo que el hombre se mostró algo confuso ante aquel caso... Por lo visto la señora Dyson sufrió anteriormente una complicación de tipo gástrico. Esto, al menos, dijo su esposo. Y entonces no parecía existir razón alguna para creer que allí existiese algo anormal.

—Pero usted pensó que...

—Pues... Yo me esfuerzo por ver el lado bueno de la gente. Sin embargo, uno se pregunta a veces... Y teniendo en cuenta las afirmaciones de algunas personas...

—¡Joan! —el canónigo se había incorporado, adoptando ahora una actitud beligerante—. No me gusta... Decididamente no me gusta oírte hablar así... Y lo que es más importante, ¡no hay que pensar mal! Este debiera ser el lema de todos los cristianos, hombres y mujeres.

Las dos mujeres guardaron silencio. Acababan de ser amonestadas y aguantaron y compartieron la reprimenda en señal de respeto al sacerdote. Pero interiormente se hallaban irritadas y nada arrepentidas. La señorita Prescott miró a su hermano con animosidad. Miss Marple volvió a su interminable labor de aguja. Afortunadamente para ellas la diosa Casualidad estaba de su parte.


Mon pére
—dijo alguien con débil y chillona voz.

Había hablado uno de los niños franceses que habían estado jugando junto al agua. Aquél habíase acercado al grupo sin que nadie se diese cuenta, quedándose al lado del canónigo Prescott.


Mon pére
—repitió la aflautada voz.

—¡Hola! ¿Qué hay, pequeño?
Oui, qu'est-ce qu'il y a, mon petit?
El chiquillo le explicó lo que ocurría. Habíase producido una disputa entre sus camaradas de juegos. No se sabía a ciencia cierta ya a quién le tocaba valerse de las calabazas que utilizaban alternativamente para aprender a nadar. Existían otras cuestiones de etiqueta que convenía aclarar. El canónigo Prescott amaba extraordinariamente a los niños. Le encantaba que éstos recurrieran a él para actuar como árbitro de sus disensiones. Abandonó su sillón de buena gana para acompañar al chiquillo hasta el sitio en que se hallaban sus amigos. Miss Marple y la señorita Prescott suspiraron sin el menor disimulo, volviéndose ávidamente la una hacia la otra.

—Jeremy, siempre tan recto, desde luego, se opone terminantemente a las murmuraciones —manifestó la hermana del canónigo—. Pero por mucho que uno quiera, no se puede ignorar lo que afirma la gente. Y, como ya le he dicho, en los días en que ocurrió la muerte de la señora Dyson, aquélla no se cansó de hacer comentarios.

—¿De veras?

Estas palabras de miss Marple no tenían otro objeto que el de acelerar las declaraciones de su amiga.

—Esa joven, entonces la señorita Greatorex, según creo (no lo sé con seguridad), era prima, o algo por el estilo, de la señorita Dyson, a la cual cuidaba. Se preocupaba de que tomase los medicamentos a sus horas y otras cosas semejantes —la señorita Prescott hizo aquí una breve y significativa pausa—. Tengo entendido que la señorita Greatorex y el señor Dyson paseaban juntos en algunas ocasiones. Eran muchos los que les habían visto en ese plan. En los sitios pequeños es muy difícil que estas cosas escapen a la observación de los demás. Por otro lado circuló una curiosa historia acerca de un producto que Edward Hillingdon había adquirido en una droguería...

—¡Oh! ¿Entra Edward Hillingdon en esta historia?

—¡Ya lo creo! Y que daba muestras de estar deslumbrado. La gente se dio cuenta de ello. Lucky, la señorita Greatorex, jugó con los dos hombres, enfrentándolos: Gregory Dyson y Edward Hillingdon... Siempre había sido una mujer muy atractiva. Hay que reconocerlo: lo es aún.

—Si bien, naturalmente, resulta ahora menos joven que antes. ¿Comprende lo que quiero decir? —inquirió miss Marple.

—Perfectamente. No obstante, se
aguanta
... Por supuesto, no hay que buscar en ella a la chica deslumbrante de los años en que vivía con la familia como pariente pobre, aunque no se la mirase como tal. Siempre demostró un gran afecto por la inválida.

—En cuanto a esa historia que circuló sobre la adquisición de un producto en una droguería, compra efectuada por Edward Hillingdon, ¿cómo pudo llegar la misma a divulgarse?

—Creo que eso no ocurrió en Jamestown sino en Martinica. Los franceses, según tengo entendido, son menos rigurosos en lo tocante a drogas... El dueño del establecimiento habló un día con un amigo y el relato comenzó a circular... ¿A qué decir más? Ya sabe usted cómo se propagan esos comentarios. Miss Marple lo sabía bien, en efecto. Nadie mejor informada que ella en tal aspecto.

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