Mis rincones oscuros (21 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
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Me dio las pastillas que le sobraban. La Dexedrina y el Dexamyl multiplicaron por seis mi capacidad de fantasear. Otro tanto ocurrió con mis dotes narrativas. Las palpitaciones inducidas por la anfetamina dinamizaban el proceso. Las subidas iban directas al cerebro y se alojaban en mis vírgenes órganos genitales.

La anfetamina era sexo: imbuyó a mis fantasías sexuales de una nueva lógica coherente, me dio cuarentonas pelirrojas y chicas de Hancock Park y me proporcionó épicas sesiones masturbatorias.

Me cascaba la polla entre doce y dieciocho horas seguidas. Daba un gusto… Permanecía tumbado en la cama con la perra dormida a mi lado. Me corría con los ojos cerrados y las luces apagadas.

Las bajadas terminaban con mis fantasías. La droga abandonaba mi sistema y me dejaba deprimido e insomne. Entonces bebía hasta caer en un mundo subterráneo. El alcohol subía mientras la anfeta bajaba. Siempre me dormía agarrado a alguna mujer.

Fritz perdió el contacto que le pasaba la anfetamina. Por defecto, yo perdí el mío. Me sentí terriblemente hambriento de amor verdadero y sexo.

Quería una novia y sexo sin límites. La hermana de Fritz me presentó a su amiga Cathy.

Cathy iba a Marlborough, una escuela selecta de chicas de Hancock Park. Era una muchacha sencilla y regordeta. La primera vez que salimos fuimos a ver
Sonrisas y lágrimas
. Le mentí y le dije que la película me había gustado mucho.

Cathy era socialmente torpe y se moría de ganas de que la amasen. Desdeñaba las actividades formales propias de las salidas entre chicos y chicas. Deseaba aparcar el coche y pasar a la acción.

Lo cual significaba abrazarnos y besarnos, sin la lengua.

Salimos varias noches de fin de semana. La política «sin lenguas» y «sin caricias» me volvía loco. Le supliqué un mayor contacto, pero se negó. Volví a pedírselo. Cathy se salió por la tangente.

Planeó una serie de reuniones con sus compañeras de clase. Esa salida por la tangente me llevó a conocer algunos de los pisos más opulentos de Hancock Park.

Me gustaban los muebles lujosos. Me gustaban las habitaciones grandes. Me gustaban los paneles de madera y las pinturas al óleo. Ese era mi viejo mundo acechado como mirón, cercano e íntimo.

Cathy me presentó a su amiga Anne. Anne medía un metro ochenta, era rubia y los chicos pasaban de ella.

La animé y le pedí que saliera conmigo. Fuimos al cine y nos detuvimos en Fern Dell Park. Me dio algunos besos con la lengua. Fue una gozada.

Llamé por teléfono a Cathy y rompí lo nuestro. Anne me llamó y me dijo que me mantuviera alejado de ella. Llamé a la hermana de Fritz, Heidi, y le pedí para salir. Me dijo que me fuera al diablo. Llamé a Kay, una amiga de Heidi y le pedí para salir. Me dijo que era una cristiana practicante y que sólo salía con chicos honrados.

Yo quería más amor. Quería sexo sin los límites que imponían las chicas de las escuelas. Quería ver más pisos de Hancock Park.

Fritz contaba con un escondite: una pequeña habitación junto al garaje de su casa, donde guardaba el tocadiscos y los discos. Nunca dejaba entrar a sus padres ni a su hermana. Lloyd, Daryl y yo teníamos copias de las llaves.

La habitación se encontraba a veinte metros de la casa, y ésta me cautivaba. Era el escenario favorito de mis fantasías sexuales. Una noche entré en ella. Era a finales del 66.

Fritz y su familia estaban fuera. Me agaché junto a la puerta de la cocina y metí la mano izquierda por la gatera. Descorrí el pestillo interior y entré.

Recorrí la casa con las luces apagadas, arriba y abajo. Inspeccioné los botiquines en busca de droga y descubrí unos calmantes nuevos.

Me serví un whisky doble y engullí unos cuantos. Lavé el vaso y volví a ponerlo donde lo había encontrado.

Crucé el dormitorio de Heidi. Aspiré el aroma de sus almohadas y revolví el armario y los cajones. Hundí la cara en un montón de lencería y le robé unas bragas blancas.

Salí de la casa en silencio. No quería que nadie me descubriera. Sabía que, nuevamente, había tocado un mundo secreto.

Kay vivía al otro lado de la calle. Al cabo de unas noches me metí en su casa. Grité preguntando si había alguien desde la habitación trasera de Fritz y nadie respondió. Me acerqué y estudié los accesos.

Encontré una ventana abierta que daba a la calzada. Estaba protegida por una tela metálica sujeta con clavos doblados. Haciendo palanca, aflojé dos clavos, quité la persiana y me metí en la casa.

La oscuridad era absoluta. Encendí unas luces por unos segundos para aclimatarme.

No había mueble bar. No había ningún medicamento bueno en los botiquines.

Asalté la nevera y comí embutidos y fruta. Exploré la casa, arriba y abajo. Finalmente, entré en el dormitorio de Kay. Eché un vistazo a los papeles de la escuela y me tumbé en su cama. Examiné un armario lleno de faldas y blusas. Abrí los cajones del tocador y acerqué una lámpara a ellos para husmear mejor. Robé un conjunto de sujetador y bragas.

Volví a poner la tela metálica de la ventana y doblé los clavos que la sujetaban. Regresé a casa muy colocado. El allanamiento de morada era voyeurismo multiplicado por mil.

Kathy vivía en una gran mansión de estilo español en la Segunda y Plymouth. La amaba en secreto desde hacía mucho tiempo.

Era alta y delgada. Tenía el cabello moreno, los ojos pardos y pecas. Era inteligente, dulce y muy graciosa. Yo le tenía miedo sin ninguna razón justificada.

Una noche muy fría, a comienzos del 67, me colé en su casa.

La había llamado por teléfono sin obtener respuesta. Me acerqué a la casa y no vi luces encendidas ni coches aparcados en el sendero de entrada.

Me dirigí hacia la parte trasera e intenté abrir algunas ventanas. La tercera o la cuarta no tenía echado el pestillo.

Me impulsé con los brazos y entré. Di un traspié en la primera planta y encendí la luz por una fracción de segundo. Encontré un mueble bar y bebí de todas las botellas. Noté el poderoso y precipitado subidón del alcohol y corrí escaleras arriba.

Ignoraba de quién era cada dormitorio. Me tumbé en todas las camas y encontré prendas interiores femeninas en un armario y una cómoda. La talla de los sujetadores y las bragas me confundieron. Robé dos conjuntos de talla distinta para asegurarme de que uno fuese de Kathy.

En un botiquín di con un tubo de tranquilizantes; pillé tres y me los tragué con un licor extraño. Salí por la misma ventana trasera, me fui a casa, me acosté y perdí el conocimiento.

Seguí haciéndolo. Me entregué a ello con una atípica moderación. Dejé de tomar pastillas en la escena de mis incursiones. Sólo robaba material fetichista. Volví a las casas de Heidi, Kay y Kathy a intervalos irregulares y nunca permanecí en ellas más de quince minutos. Si mis puntos de acceso estaban cerrados, desistía del intento.

La excitación era el sexo y otros mundos apenas vislumbrados. Las prendas íntimas añadían textura a mis fantasías. El allanamiento de morada me proporcionaba mujeres jóvenes y, por extensión, familias.

Durante todo el 67 me dediqué a esas aventuras. Nunca me alejaba de Hancock Park. Sólo entraba en las casas de las chicas de mis sueños.

Heidi, Kay y Kathy. Missy en la Primera con Beachwood. Julie tres puertas más abajo y en la acera de enfrente de Kathy. Joanne en la Segunda con Irving.

Mundos secretos.

A principios del 68, Daryl se trasladó a Portland. Fritz se cambió a la UCLA. Lloyd asistía al L.A. City College. Era casi tan borracho y toxicómano como yo, pero tenía los huevos que a mí me faltaban. Le atraían las mujeres maltratadas por hombres violentos. Intentaba rescatarlas y se metía en peleas con mezquinos traficantes de droga. Era generoso e inteligente, y poseía un sentido del humor malvado y nihilista. Vivía con su madre, que estaba colgada de la religión, y con el segundo marido de ésta, un vendedor que tenía dos puestos de fruta en el valle.

A Lloyd le atraía la mala vida de Hollywood. Sabía tratar con matones y con hippies. Lo acompañé en algunas de sus excursiones a Hollywood. Conocí motoristas, prostitutas y a Gene,
la Reina Pequeña
, un travestido que no llegaba al metro y medio de estatura. Di unos tumbos por Hollywood, tomé extrañas combinaciones de drogas y desperté en parques y terrenos donde se cultivaban árboles de Navidad.

La época de la paz y el amor estaba en pleno apogeo. Lloyd tenía un pie en esa puerta cultural y el otro atrás, en las fronteras de Hancock Park. Se guiaba de acuerdo con su propio esquema dual del mundo. Vendía pequeñas cantidades de droga en Hollywood y luego regresaba junto a la chalada de su madre.

Hollywood me asustaba y me humillaba. Los hippies eran maricas subnormales. Les gustaba la música degenerada y predicaban una metafísica engañosa. Aquel lugar era un grano purulento.

Lloyd disentía. En su opinión el mundo real me aterrorizaba, aunque sólo conocía de él unos pocos kilómetros cuadrados.

Tenía razón, pero ignoraba que yo había suplantado mi conocimiento con cosas que él nunca había hecho.

Seguí allanando domicilios. Lo hice con ansia y precaución. Seguí leyendo novelas policíacas y teniendo fantasías delictivas. Seguí robando y alimentándome exclusivamente a base de carne. Vivía del billete de cien dólares mensual.

Minna desapareció. Volví a casa y me encontré la puerta abierta; hacía tiempo que se había ido. Sospeché de mi casero, el mataperros.

La busqué y puse un anuncio en la sección de animales perdidos del Times de Los Ángeles. No conseguí nada. Me gasté dos meses de alquiler en droga y me encontré el apartamento cerrado.

Mi tía Leoda se negó a anticiparme un solo centavo. Pasé una semana hecho polvo en el cuarto trasero de Fritz. Cuando su padre me descubrió me mudé al dormitorio de Lloyd, hasta que su madre me descubrió.

Me mudé al Robert Burn Park. Robé unas cuantas mantas de una caja de la beneficencia y dormí en un lecho de hiedra durante tres semanas. Un sistema nocturno contra incendios me mojaba a intervalos irregulares. Tenía que levantarme, recoger las mantas y trasladarme a un lugar seco.

Vivir al aire libre era una mierda. Fui al Instituto Estatal del Empleo de California y conseguí una lista de posibles trabajos. Una médium serbocroata me contrató para repartir publicidad en la calle.

Era la hermana Ramona. Elegía sus presas entre los negros y mexicanos pobres y transmitía su mensaje a través de pasquines mimeografiados. Curaba a los enfermos y daba consejos financieros. Los pobres se agolpaban a su puerta. Ella les comía el coco a esos estúpidos mamones todo lo que se merecían.

La hermana Ramona era una racista y fanática derechista. Su marido me acercaba a los barrios de los pobres con bolsas de papel llenas de pasquines. Yo los metía por debajo de las puertas y en los buzones. Niños y perros me seguían a todas partes. Los adolescentes se reían de mí y me trataban como a un papanatas.

El marido me daba dos dólares, lo que costaba el almuerzo del día. Yo me lo gastaba todo en vino barato y moscatel. Flame-O tenía razón: me había convertido en un borracho con todas las letras.

Junté algo de pasta y recuperé el apartamento. Dejé el trabajo de la hermana Ramona.

Un conocido del instituto me presentó a una mujer que necesitaba un lugar donde alojarse. La tía prometió desvirgarme a cambio de un techo. Yo acepté la oferta, ansioso.

Se mudó al apartamento. Me desvirgó bajo coacción. No se mostró encandilada por mí y mi espalda cubierta de acné la horrorizó. Me folló cuatro veces y me dijo que eso era todo lo que iba a darme. Yo estaba loco por ella, así que le permití que se quedara.

Me tenía hechizado. Me dominaba por completo. Se quedó conmigo tres meses, y entonces se declaró lesbiana. Acababa de conocer a una mujer y se iba a vivir con ella.

Aquello me destrozó por completo. Seguí dándole al vodka y me pateé el dinero del alquiler. El casero me desahució de nuevo.

Volví al Robert Burns Park y encontré un sitio siempre seco junto a un cobertizo de herramientas. Comencé a pensar que la vida al aire libre no era tan dura al fin y al cabo. Tenía un lugar seguro donde dormir y podía merodear con Lloyd y pasarme el día leyendo en bibliotecas públicas. También podía afeitarme en los lavabos públicos y ducharme de vez en cuando en casa de Lloyd. Recuperé cierta sensatez y seguí por ese camino. Cambié de dieta, dejé los filetes por la carne enlatada y visité las bibliotecas de todos los barrios de Los Ángeles, en cuyos lavabos de hombres le daba al frasco. Durante las primeras semanas de vivir en la calle me leí la obra completa de Ross MacDonald. En el cuarto de Lloyd tenía una muda de ropa y de vez en cuando me daba un baño allí.

Corría otoño del 68. En la Biblioteca Pública de Hollywood conocí a un chalado. Me habló de los inhaladores Benzedrex. Se trataba de un descongestivo nasal que se vendía sin receta en pequeños tubos de plástico. Los tubos tenían un algodón empapado en una sustancia llamada profilexedrina. Se suponía que tenías que meterte el tubo en la nariz y esnifar unas cuantas veces, pero no debías tragarte los algodones, porque el subidón podía durarte diez horas. Los inhaladores de Benzedrex eran legales. Costaban sesenta y nueve centavos. Podías comprarlos y fardar de ellos en todo Los Ángeles.

El chalado me sugirió que robase unos cuantos. Me gustó la idea; te permitía tener tu suministro de anfetas sin necesidad de contactos en el mundo de la droga o de receta médica. Robé tres inhaladores en una tienda Save-On y me los tomé con un refresco.

Los algodones medían cinco centímetros de largo y tenían el diámetro de un cigarrillo. Estaban empapados de una solución que olía a demonios. Inhalé uno y contuve la reacción de expulsarlo. Se quedó en su sitio y su efecto duró media hora.

El coloque fue fetén. Se subía al cerebro y te tensaba los riñones. Era tan bueno como cualquier estimulante de los que vendían en las farmacias.

Regresé al Robert Burns Park y me pasé la noche inhalando. El cuelgue me duró ocho horas y me dejó machacado y esquizofrénico. El vino barato me quitó el malestar y me puso nuevamente eufórico.

Había encontrado algo que siempre podría tener.

Me apliqué a ello con ahínco. Cada tres o cuatro días robaba inhaladores y desaparecía. Me colocaba en los lavabos de hombres de la biblioteca y volvía al Robert Burns Park flotando. El impulso de la anfeta me proporcionó las fantasías sexuales y delictivas más elaboradas. Robé una linterna y algunas revistas porno y las integré en mi mundo privado.

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