Read Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen Online
Authors: Hans Christian Andersen
Tags: #Cuentos
Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.
—Ha sonado tu hora, debes seguirme —le dijo, tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del ángel exterminador.
Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantáneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito.
En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño:
—¡Hágase en mí Tu voluntad!
Pero aquel moribundo no se sentía como un niño; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabía creyente. Se había mantenido aferrado a las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabía, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el fuego habría podido destruir aquí sus cuerpos, como serían destrozadas sus almas y seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abría las puertas, la gracia prometedora.
Y el alma siguió al ángel de la muerte, después de mirar por última vez al lecho donde yacía la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraña del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces.
—¡Ahí tienes la vida humana! —dijo el ángel de la muerte.
Todos los personajes iban más o menos disfrazados; no todos los que vestían de seda y oro eran los más nobles y poderosos, ni todos los que se cubrían con el ropaje de la pobreza eran los más bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo más sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez.
Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demás la apartaban, diciendo: «¡Mira! ¡Ahí está, ahí está!», y cada uno ponía al descubierto la miseria del otro.
—¿Qué animal vivía en mí? —preguntó el alma errante; y el ángel de la muerte le señaló una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.
Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los árboles, con voces humanas muy inteligibles:
—Peregrino de la muerte, ¿no te acuerdas de mí?
Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los días de su vida, que gritaban: «¿No te acuerdas de mí?».
Por un momento se espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo.
—¡Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! —exclamó el alma—. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos —. Y apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterío; mas los grandes pajarracos negros la perseguían, describiendo círculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponía el pie sobre agudas piedras, que le abrían dolorosas heridas.—. ¿De dónde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
—Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo mucho más dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies.
—¡Nunca pensé en ello! —dijo el alma.
—No juzguéis si no queréis ser juzgados —resonó en el aire.
—¡Todos hemos pecado! —dijo el alma, volviendo a levantarse—. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demás.
Así llegaron a la puerta del cielo, y el ángel guardián de la entrada preguntó:
—¿Quién eres? Dime cuál es tu fe y pruébamela con tus acciones.
—He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y fuego, si puedo.
—¿Eres entonces un adepto de Mahoma? —preguntó el ángel.
—¿Yo? ¡Jamás!
—Quien empuñe la espada morirá por la espada, ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés: «Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo?
—¡Soy cristiano!
—No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia.
—¡Gracia! —resonó en los etéreos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia.
Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa, se inclinó más y más, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.
—Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo… ¡eso sí que fue cosa mía!
Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta en sí misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra «gracia».
Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada.
El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertía en él en plenitud inagotable.
—¡Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! —cantaron los ángeles.
Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el día postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino de los cielos. Nos inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrá Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, ennoblecidos y mejores, acercándonos cada vez más a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.
(Nissen hos spækhøkeren)
É
rase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Diéronle lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro.
El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.
—Todavía nos queda más —dijo el tendero—; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero.
—Muchas gracias —repuso el estudiante—. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.
La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla, y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo!
El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos. —¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?
—Claro que lo sé —respondió la cuba—. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos.
Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda mas remedio que respetarla y darla por buena.
—¡Y ahora, al estudiante! —pensó; y subió callandito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!
De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.
Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.
—¡Asombroso! —se dijo el duende—. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… —Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró—. ¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!—. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.
Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo: