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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Mi último suspiro (7 page)

BOOK: Mi último suspiro
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Este proyecto, atractivo pero poco democrático, no llegó a ser puesto en práctica. Ahí queda la idea. Resulta interesante imaginar al modesto empleado de la casa de al lado que se despierta a las cuatro de la madrugada al oír el cañonazo y le dice a su mujer: «¡Otro sinvergüenza que se ha gastado mil dólares!»

Imposible beber sin fumar. Yo empecé a fumar a los dieciséis años y aún no lo he dejado. Desde luego, pocas veces he fumado más de veinte cigarrillos al día. ¿Qué he fumado? De todo. Tabaco negro español. Hace unos veinte años, me acostumbré a los cigarrillos franceses: los «Gitanes» y, sobre todo, los «Celtiques» son los que más me gustan.

El tabaco, que casa admirablemente con el alcohol (si el alcohol es la reina, el tabaco es el rey), es un amable compañero con el que afrontar todos los acontecimientos de una vida. Es el amigo de los buenos y de los malos momentos.

Se enciende un cigarrillo para celebrar una alegría y para ahogar una pena. Estando solo o acompañado.

El tabaco es un placer de todos los sentidos: de la vista (es bonito ver bajo el papel de plata los cigarrillos blancos, alineados como para la revista), del olfato, del tacto… Si me vendaran los ojos y me pusieran entre los labios un cigarrillo encendido, me negaría a fumar. Me gusta sentir el paquete en el bolsillo, abrirlo, palpar la consistencia del cigarrillo, notar el roce del papel en los labios, gustar el sabor del tabaco en la lengua, ver brotar la llama, arrimarla, llenarme de calor.

Un hombre llamado Dorronsoro, ingeniero español de origen vasco y republicano, exiliado en México al que conocía desde la Universidad, murió de un cáncer de los llamados «de fumador». Fui a verle al hospital en México.

Tenía tubos por todas partes y llevaba una mascarilla de oxígeno que él se quitaba de vez en cuando, para dar una chupada a un cigarrillo, a escondidas.

Fumó hasta las últimas horas de su vida, fiel al placer que le estaba matando.

Por tanto, respetables lectores, para terminar estas consideraciones sobre el alcohol y el tabaco, padres de firmes amistades y de fecundos ensueños, me permitiré darles un doble consejo: no beban ni fumen. Es malo para la salud.

Añadiré que el alcohol y el tabaco acompañan muy gratamente al acto del amor. Por regla general, el alcohol viene antes, y el tabaco, después. No esperen de mí extraordinarias confidencias eróticas. Los hombres de mi generación, españoles por añadidura, padecíamos una timidez ancestral con las mujeres y un deseo sexual que, como decía antes, tal vez fuera el más fuerte del mundo.

Deseo, por supuesto, que era fruto de largos siglos de un catolicismo emasculador. La prohibición de toda relación sexual extramatrimonial (y aún gracias si se toleran las otras), la exclusión de toda imagen y toda palabra que, aun de lejos, pudiera relacionarse con el acto del amor, todo ello contribuía a robustecer extraordinariamente el deseo. Cuando, a despecho de todas las prohibiciones, este deseo podía ser satisfecho, el placer físico era incomparable, pues siempre se asociaba a él ese goce secreto del pecado. Sin asomo de duda, un español experimentaba en la cópula un placer muy superior al de un chino o un esquimal.

En España, cuando yo era joven, salvo raras excepciones, no se conocían más que dos posibilidades de hacer el amor: el burdel y el matrimonio. Cuando, en 1925, llegué por primera vez a Francia, me parecía extraordinario y hasta de mal gusto que un hombre y una mujer se besaran en la calle. También me asombraba que un chico y una chica pudieran vivir juntos sin estar casados.

Era algo inaudito. Estas costumbres me parecían obscenas.

Desde aquellos tiempos lejanos han ocurrido muchas cosas. De modo particular durante los últimos años, he comprobado la progresiva y, finalmente, total desaparición de mi instinto sexual, incluso en sueños. Me alegro, pues me parece haberme liberado de un tirano. Si se me apareciera Mefistófeles, para proponerme recobrar eso que se ha dado en llamar virilidad, le contestaría: «No, muchas gracias, no me interesa; pero fortaléceme el hígado y los pulmones, para que pueda seguir bebiendo y fumando.» Libre de las perversiones que acechan a los viejos impotentes, recuerdo con serenidad y sin nostalgia a las putas madrileñas, los burdeles parisienses y las
taxis girls
de Nueva York. Dejando aparte algunos cuadros plásticos, de París, creo que no he visto en toda mi vida más que una sola película pornográfica, deliciosamente titulada
Soeur Vaseline
. Salía una monjita en el jardín del convento que se tiraba al jardinero, el cual, a su vez, era sodomizado por un fraile y acababan los tres formando una figura de conjunto.

Aún me parece estar viendo las medias negras de algodón de la monja, unas medias que terminaban por encima de la rodilla. Jean Mauclair, de
Studio 28
, me regaló la película, pero la he perdido. Con René Char, físicamente tan vigoroso como yo, hicimos un plan para introducirnos en un cine para niños, atar y amordazar al operador y proyectar
Soeur Vaseline
para el público infantil.

O tempora, o mores
! La perversión de la infancia nos parecía una de las formas de subversión más atractivas. Por supuesto, no lo hicimos.

También deseo hablar de mis orgías frustradas. En aquella época, la idea de participar en una orgía nos entusiasmaba. Un día, en Hollywood, Charlie Chaplin organizó una para mí y dos amigos españoles. Llegaron tres muchachas preciosas, de Pasadena, pero en seguida empezaron a pelearse porque las tres querían a Chaplin, hasta que, por fin, se fueron.

Otra vez, en Los Ángeles, mi amigo Ugarte y yo invitamos a mi casa a Lya Lys, que salía en
La Edad de oro
y a una amiga suya. Había flores y champaña, todo estaba preparado. Otro fracaso. Las dos mujeres se fueron antes de una hora.

Por la misma época, un director soviético cuyo nombre no recuerdo, que había recibido permiso para ir a París, me pidió que le organizara una pequeña orgía parisiense. Me dirigí a Aragon, que me preguntó: «Y bien, mi querido amigo, ¿es que quieres que te…?» Aquí, con la mayor delicadeza del mundo, Aragon utilizó la palabra que el lector adivinará, pero que yo no puedo escribir.

Nada me parece tan despreciable como esa proliferación de palabras mal sonantes que desde hace varios años se observa en las obras y las charlas de nuestros escritores. Esta pretendida liberalización no es más que una vil adulteración de la libertad. Es por lo que rechazo toda insolencia sexual y todo exhibicionismo verbal.

De todos modos, a la pregunta de Aragon respondí con un rotundo: «En absoluto.» Aragon me aconsejó que me dejara de orgías y el ruso tuvo que volver a Rusia sin estrenarse.

MADRID: LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES 1917-1925

Yo no había estado en Madrid más que una vez, con mi padre, por pocos días. Cuando volví, en 1917, con mis padres, para buscar un lugar donde continuar mis estudios, al principio, me sentía paralizado por mi provincianismo.

Observaba discretamente cómo vestía y se comportaba la gente, para imitarla.

Aún recuerdo a mi padre, con su sombrero de paja, dándome explicaciones en voz alta en la calle Alcalá y señalando con el bastón. Yo, con las manos en los bolsillos, miraba para otro lado, como si no fuera con él.

Visitamos varias pensiones madrileñas de tipo clásico, en las que todos los días se comía el cocido a la madrileña, con garbanzos, patatas, tocino, chorizo y, a veces, una tajada de carne o pollo. Mi madre no quiso ni oír hablar de dejarme allí y mucho menos por cuanto que temía que hubiera en ellas cierta libertad de costumbres.

Finalmente, gracias a la recomendación de un senador, don Bartolomé Esteban, me inscribieron en la Residencia de Estudiantes, donde permanecería siete años. Mis recuerdos de aquella época son tan ricos y vividos, que puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que, de no haber pasado por la Residencia, mi vida hubiera sido muy diferente.

La Residencia era una especie de campus universitario a la inglesa y no costaba más que siete pesetas al día en habitación individual y cuatro pesetas en habitación doble. Mis padres pagaban la pensión y, además, me daban veinte pesetas a la semana para mis gastos, suma bastante considerable que, no obstante, casi nunca me alcanzaba. Cada vez que iba a Zaragoza de vacaciones, pedía a mi madre que encargara al administrador que pagara las deudas acumuladas durante el trimestre. Mi padre nunca se enteró.

El director de la Residencia era don Alberto Jiménez, un malagueño de gran cultura. En ella se podía preparar cualquier asignatura y contaba con salas de conferencias, cinco laboratorios, una biblioteca y varios campos de deportes.

Uno podía quedarse todo el tiempo que quisiera y cambiar de disciplina durante el curso.

Cuando, antes de salir de Zaragoza, mi padre me preguntó qué sería ser, yo, que no deseaba más que marcharme de España, le contesté que mi mayor ilusión sería hacerme compositor e irme a París a estudiar en la
Schola cantorum
.

No rotundo de mi padre. Lo que a mí me convenía era una profesión seria, y todo el mundo sabe que los compositores se mueren de hambre.

Entonces le hablé de mi afición a las Ciencias Naturales y a la Entomología.

«Hazte ingeniero agrónomo», me aconsejó. De manera que empecé a estudiar para ingeniero agrónomo. Por desgracia, aunque era el primero en Biología, suspendí las Matemáticas durante tres cursos consecutivos. Siempre me he extraviado en pensamientos abstractos. Ciertas verdades matemáticas me saltaban a la vista, pero era incapaz de seguir y reproducir los meandros de una demostración.

Mi padre, indignado por aquellas notas vergonzosas, me tuvo varios meses en Zaragoza y me hizo tomar lecciones particulares. Cuando volví a Madrid en marzo, como en la Residencia no había habitación, acepté la invitación de Juan Centeno, hermano de mi buen amigo Augusto Centeno, de instalarme con él, y pusimos una cama suplementaria en su cuarto. Me quedé un mes.

Juan Centeno estudiaba Medicina y salía todos los días muy temprano. Antes de marcharse, pasaba mucho rato delante del espejo, peinándose. Pero sólo se peinaba por delante, dejando la parte de atrás de la cabeza en desorden. Por este proceder absurdo, repetido días tras día, a las dos o tres semanas llegué a odiarle, a pesar del favor que me había hecho. Odio irracional, brotado de un recoveco oscuro del inconsciente, que recuerda una cierta escena de
El ángel exterminador
.

Para complacer a mi padre, cambié de carrera y me puse a estudiar para ingeniero industrial, estudios que incluían todas las disciplinas técnicas, mecánicas y electromagnetismo y abarcaban seis años. Aprobé los exámenes de Dibujo industrial y parte de los de Matemáticas (gracias a las lecciones particulares); y, durante el verano, en San Sebastián, consulté a dos amigos de mi padre. Uno de ellos, Asín Palacios, era un prestigioso arabista, y el otro había sido profesor mío en el Instituto de Zaragoza. Les hablé de mi aversión por las Matemáticas, de mi aburrimiento y de mi desgana por seguir una carrera tan larga. Ellos intervinieron cerca de mi padre y él accedió a dejarme seguir mi afición por las Ciencias Naturales.

El Museo de Historia Natural se levantaba a unas decenas de metros de la Residencia. Trabajé allí durante un año con gran interés, a las órdenes del eminente Ignacio Bolívar, el más célebre ortopterólogo del mundo por aquella época. Aún hoy puedo reconocer a primera vista muchos insectos y dar su nombre en latín.

Después de aquel año, durante una excursión a Alcalá de Henares dirigida por Américo Castro, profesor del Centro de Estudios Históricos, me enteré de que en varios países se solicitaban lectores de español. Era tal mi deseo de marcharme, que me ofrecí inmediatamente. Pero no aceptaban a estudiantes de Ciencias Naturales. Para optar al puesto de lector, había que estudiar Letras o Filosofía.

Esto determinó un último y brusco viraje. Me puse a preparar la licenciatura de Filosofía, que comprendía tres asignaturas: Historia, Letras y Filosofía propiamente dicha. Opté por la Historia.

Estos detalles resultan pesados, lo comprendo; pero si hay que seguir paso a paso el azaroso camino de una vida, ver de dónde viene y a dónde va, ¿cómo distinguir lo superfluo de lo indispensable? Fue también en la Residencia donde cobré afición a los deportes. Cada mañana, con calzón corto y descalzo, incluso con el suelo cubierto de escarcha, corría por un campo de entrenamiento de la Caballería de la Guardia Civil.

Fundé el equipo de atletismo del colegio, que tomó parte en varios torneos universitarios, y hasta practiqué el boxeo amateur. En total, no disputé más que dos combates. Uno lo gané por incomparecencia del contrincante y el otro lo perdí por puntos en cinco asaltos, por falta de combatividad. En realidad, yo no pensaba más que en protegerme la cara.

Cualquier ejercicio me parecía bueno. Hasta escalé la fachada de la Residencia.

Durante toda mi vida —o poco menos— he conservado la musculatura que adquirí entonces, especialmente dura en el abdomen. Hasta llegué a hacer una especie de número de circo: me tumbaba en el suelo y mis amigos me saltaban sobre el vientre. Otra de mis especialidades: echar pulsos. Hasta una edad muy avanzada, he disputado innumerables torneos, en mesas de bar y de restaurante.

En la Residencia de Estudiantes me encontré ante una elección inevitable. En aquella elección influyeron el ambiente en que vivía, el movimiento literario que existía en Madrid en aquellos momentos y el encuentro con unos excelentes amigos. ¿En qué momento se decidió mi vida? Hoy resulta casi imposible determinarlo.

España vivía entonces una época que ahora —comparada con la que le siguió— se me antoja relativamente tranquila. El gran acontecimiento fue la sublevación de Abd el-Krim en Marruecos y el gran descalabro sufrido por las tropas españolas en Annual en 1921, año en que yo debía empezar mi servicio militar. Poco antes había conocido, en la Residencia, al hermano de Abd el- Krim, razón por la cual después quisieron enviarme en misión a Marruecos, misión que rechacé.

Aquel año, a causa de la guerra de Marruecos, fue suspendida la ley que permitía a las familias pudientes acortar el período de servicio de sus hijos mediante el pago de una cuota. Fui destinado a un regimiento de artillería que, por haberse cubierto de gloria en la guerra colonial, estaba exento de ir a Marruecos.

No obstante, un día, ante el imperativo de las circunstancias, nos dijeron: «Mañana nos vamos.» Aquella noche pensé seriamente en desertar. Dos amigos míos lo hicieron y uno de ellos acabó de ingeniero en el Brasil.

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