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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Mi último suspiro (4 page)

BOOK: Mi último suspiro
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Cuando mi padre regresó de Cuba quedaron en la isla sus dos socios. En 1912, viendo acercarse una guerra en Europa, decidió volver a Cuba. Yo recuerdo los rezos que hacíamos en familia todas las noches «para que papá tenga buen viaje». Sus dos socios se negaron a dejarle entrar en el negocio, y mi padre regresó a España muy dolido. Gracias a la guerra, sus antiguos socios ganaron millones de dólares. Varios años después, uno de ellos, paseando en coche descubierto por la Castellana de Madrid, se cruzó con mi padre. No intercambiaron ni una palabra, ni un saludo.

Mi padre medía un metro setenta y cuatro, era de complexión robusta y tenía los ojos verdes. Era hombre severo, pero muy bueno y perdonaba pronto.

En 1900, cuatro meses escasos después de mi nacimiento, mi padre, que empezaba a aburrirse en Calanda, decidió mudarse con su familia a Zaragoza.

Mis padres se instalaron en un piso enorme, una antigua capitanía general que ocupaba toda una planta de una casa de tipo burgués, hoy desaparecida, y tenía nada menos que diez balcones. Aparte las vacaciones que pasábamos en Calanda y, después, en San Sebastián, en aquel piso viví hasta 1917 en que, terminado el bachillerato, me trasladé a Madrid, La antigua ciudad de Zaragoza fue destruida casi por completo durante los dos sitios a que la sometieron las tropas de Napoleón. En 1900, Zaragoza, capital de Aragón, con una población de unos cien mil habitantes, era una ciudad apacible y ordenada. Pese a la existencia de una fábrica de vagones de ferrocarril, no se había producido todavía ni la menor agitación obrera en la que los anarquistas llamarían un día «perla del sindicalismo». Las primeras huelgas y manifestaciones que conoció España se produjeron en Barcelona en 1909, y tuvieron como consecuencia el fusilamiento del anarquista Ferrer (quien, por cierto, y no sé por qué, tiene una estatua en Bruselas). Zaragoza se vio afectada algún tiempo después y especialmente en 1917, en que se organizó la primera gran huelga socialista de España.

Ciudad tranquila y llana, en la que los coches de caballos se cruzaban ya con los primeros tranvías. El centro de las calles estaba asfaltado pero los lados se convertían en un barrizal intransitable cuando llovía. Muchas campanas en todas las iglesias. El día de difuntos, todas las campanas de la ciudad doblaban desde las ocho de la noche hasta las ocho de la mañana siguiente. «Una pobre mujer se desmaya y muere atropellada por un coche de punto.» Este tipo de noticias aparecía en los periódicos en grandes titulares. Hasta que estalló la guerra de 1914, el mundo parecía un lugar inmenso y lejano, sacudido por unos acontecimientos que no nos afectaban, que apenas nos interesaban y que llegaban hasta nosotros muy amortiguados. Por ejemplo, yo me enteré de la guerra ruso-japonesa de 1905 por los cromos de chocolate. Al igual que la mayoría de los niños de mi edad, yo tenía un álbum que olía a chocolate. Durante los trece o catorce primeros años de mi vida, no vi a un negro ni a un asiático, salvo, quizás, en el circo. Nuestro odio corporativo —hablo de niños— se centraba en los protestantes, por instigación maligna de los jesuitas.

En una ocasión, durante las fiestas del Pilar, llegamos a apedrear a un infeliz que vendía Biblias a pocos céntimos.

Pero, de antisemitismo, ni asomo. Esta forma de racismo no la descubrí sino mucho después, en Francia. Los españoles, en sus rezos y relatos de la Pasión, podían llenar de insultos a los judíos que habían perseguido a Cristo; pero nunca identificaron a aquellos judíos de antaño con los que eran sus contemporáneos.

La señora Covarrubias estaba considerada la persona más rica de Zaragoza.

Se decía que poseía bienes por valor de seis millones de pesetas (a título de comparación, la fortuna del conde de Romanones, el hombre más rico de España, se elevaba a cien millones de pesetas). En Zaragoza, mi padre debía de ocupar el tercer o cuarto puesto. En cierto momento en que el «Banco Hispano- Americano» tenía dificultades de tesorería, mi padre puso su fortuna a disposición de aquella entidad, lo cual, según se contaba en la familia, fue suficiente para evitar la quiebra.

Hablando con franqueza, mi padre no hacía nada. Levantarse, desayuno, aseo personal, lectura cotidiana de la Prensa (costumbre que yo conservo).

Después de lo cual, iba a ver si sus cajas de cigarros habían llegado de La Habana, hacía sus recados, de vez en cuando compraba vino o caviar y tomaba el aperitivo.

El paquetito de caviar, bien atado con un fino cordel, era lo más que mi padre llevaba en la mano. Así lo exigían las conveniencias sociales. Un hombre de su categoría no podía cargar con paquetes. Para eso estaban los criados.

Así también, cuando yo iba a casa de mi profesor de música, la nurse que me acompañaba llevaba el estuche del violín. Por la tarde, después del almuerzo y de la siesta de rigor, mi padre se cambiaba de ropa y se iba al casino. Allí jugaba al bridge o al tresillo con sus amigos, para esperar la hora de la cena.

Por la noche, de vez en cuando, mis padres iban al teatro. En Zaragoza había cuatro: el teatro «Principal», que aún existe, muy bonito, con muchos dorados, en el que mis padres ocupaban un palco de abono. Allí se daban representaciones de Ópera, de teatro por alguna compañía de gira o conciertos.

Casi tanto empaque como éste tenía el «Pignatelli», hoy desaparecido. El «Parisina » era más frívolo y estaba especializado, sobre todo, en la opereta.

Había, por último, un circo, en el que a veces se presentaban también comedias y al que me llevaban con bastante frecuencia.

Uno de los mejores recuerdos es la opereta de gran espectáculo inspirada en
Los hijos del capitán Grant
, de Julio Verne. Tuve que ir a verla cinco o seis veces y nunca dejaba de impresionarme la caída del gran cóndor sobre el escenario.

Uno de los grandes acontecimientos de la vida zaragozana fue la exhibición del aviador francés Védrines. Por primera vez, se iba a ver volar a un hombre. Toda la ciudad se fue al lugar llamado Buena Vista, cubriendo toda la ladera de una colina. Desde allí vimos cómo el aparato de Védrines se elevaba a unos veinte metros del suelo, entre los aplausos de la gente. A mí aquello no me interesaba excesivamente. Yo cazaba lagartijas y les cortaba el rabo, que seguía retorciéndose entre las piedras unos momentos.

Desde muy joven, tuve gran afición a las armas de fuego. A los catorce años apenas cumplidos, me había hecho con una pequeña «Browning» que siempre llevaba encima, clandestinamente, por supuesto. Un día, mi madre sospechó algo y me obligó a levantar los brazos, me palpó el cuerpo y sintió el bulto de la pistola. Yo me escapé rápidamente, bajé corriendo la escalera hasta el patio de la casa y tiré la pistola al cubo de la basura… para recuperarla después.

Otro día, estando yo sentado en un banco con un amigo, aparecen dos golfillos que se sientan en el mismo banco y empiezan a empujarnos hasta que mi amigo se cae al suelo. Yo me levanto y los amenazo con un correctivo. Uno de ellos saca una banderilla todavía ensangrentada (entonces se podían conseguir a la salida de las corridas) y me amenaza. Yo echo mano de la pistola y, en plena calle, les apunto. Inmediatamente, se calman.

Después, cuando se marchaban, les pedí disculpas. A mí se me pasa pronto el enfado.

A veces, cogía la pistola grande de mi padre y me iba al campo a hacer puntería. A un amigo mío que se llamaba Pelayo le pedía que se pusiera con los brazos en cruz sosteniendo una manzana o una lata de conservas en cada mano, Que yo recuerde, nunca le di, ni a la manzana ni a la mano.

Otra historia de aquel tiempo: a mis padres les regalaron una vajilla de Alemania (todavía me parece estar viendo la enorme caja en que venía). Cada pieza llevaba el retrato de mi madre. Después, durante la guerra, aquella vajilla se rompió y se extravió. Varios años después de la guerra, mi cuñada encontró por casualidad un plato en un anticuario de Zaragoza. Lo compró y me lo regaló. Aún lo tengo.

EN LOS JESUITAS

Empecé mis estudios en los corazonistas, franceses la mayoría y mejor conceptuados por la buena sociedad que los lazaristas. Ellos me enseñaron a leer, e incluso a leer en francés, porque aún recuerdo:

Où va le volume d’eau

Que roule ansi ce ruisseau?

Dit un enfant à sa mère.

Sur cette rivière si chère

D’où nous le voyons partir

Le verrons-nous revenir?

Al año siguiente, entré como medio pensionista en los jesuitas del colegio del Salvador, donde estudié siete años.

El enorme edificio del colegio fue destruido. En su lugar se levanta hoy, como en todas partes, un llamado centro comercial. Todas las mañanas a eso de las siete, un coche de caballos —aún me parece oír el ruido de los cristales mal ajustados— iba a recogerme a casa para llevarme al colegio con los otros medio pensionistas. El mismo coche me dejaba en casa por la tarde, a no ser que yo optara por volver andando, pues el colegio estaba a menos de cinco minutos.

El día empezaba con una misa, a las siete y media y terminaba con el rosario de la tarde. Sólo llevaban uniforme completo los internos. A los medio pensionistas se nos reconocía por una gorra adornada con un galón.

Recuerdo, ante todo, un frío paralizante, grandes bufandas, sabañones en las orejas y en los dedos de las manos y los pies. Allí no había calefacción en ninguna habitación. Al frío se sumaba una disciplina de antaño. A la más mínima infracción, el alumno se encontraba de rodillas detrás del pupitre o en medio de la clase, con los brazos en cruz y un libro en cada mano. En la sala de estudio, el vigilante se situaba sobre una tarima muy alta flanqueada a uno y otro lado por una escalera con pasamanos. Desde allí arriba, vigilaba atentamente toda la sala a vista de pájaro.

No se nos dejaba ni un momento a solas. Durante el estudio, por ejemplo, cuando un alumno salía para ir al lavabo —de uno en uno, por lo que el proceso podía alargarse mucho— el vigilante lo seguía con la mirada hasta la puerta.

Al salir al pasillo, el alumno se encontraba inmediatamente bajo la mirada de otro cura que lo vigilaba hasta que llegaba al fondo del pasillo. Allí, delante de la puerta de los lavabos, había otro cura.

Se hacía todo lo posible por evitar el contacto entre los alumnos. Íbamos siempre de dos en dos, con los brazos cruzados (para impedir que nos pasáramos papelitos, por ejemplo), a una distancia de casi un metro. Así llegábamos al patio de recreo, en fila y en silencio, hasta que una campanilla liberaba las voces y las piernas.

Vigilancia constante, ausencia de todo contacto peligroso y silencio. Silencio en el estudio, en el refectorio y en la capilla.

Sobre estos principios básicos, rigurosamente observados, se desarrollaba una enseñanza en la que, naturalmente, la religión ocupaba lugar preeminente.

Estudiábamos el catecismo, las vidas de los santos y la apologética. El latín nos era familiar. Algunas técnicas no eran sino reminiscencias de la argumentación escolástica.

Por ejemplo, el desafío. Yo podía, si así se me antojaba, desafiar a cualquiera de mis compañeros sobre tal o cual lección del día. Yo decía su nombre, él se levantaba, yo le hacía una pregunta y le desafiaba. El lenguaje utilizado en aquellas justas era todavía de la Edad Media:
Contra te! Super te!
(«¡Contra ti! ¡Sobre ti!») y también:
Vis cento?
(«¿Quieres cien?») y la respuesta:
Volo
(«Quiero»).

Al final del duelo, el profesor designaba al vencedor. Los dos combatientes volvían a su sitio.

Recuerdo también las clases de Filosofía, en las que el profesor nos explicaba, con una media sonrisa compasiva, la doctrina del pobre Kant, por ejemplo, que se había equivocado tan lastimosamente en sus razonamientos metafísicos.

Nosotros tomábamos notas apresuradas. En la clase siguiente, el profesor llamaba a uno de los alumnos y le decía: «¡Mantecón! Refúteme a Kant!» Si Mantecón llevaba la lección bien aprendida, la refutación duraba menos de dos minutos.

Hacia los catorce años, empecé a tener mis dudas sobre la religión que tan cálidamente nos arropaba. Aquellas dudas se referían a la existencia del infierno, y sobre todo, al Juicio Final, una escena que me resultaba inconcebible.

Yo no podía imaginar a todos los muertos y muertas de todos los tiempos y todos los países levantándose de pronto del seno de la tierra, como en los cuadros de la Edad Media, en la resurrección de la carne. Me parecía absurdo, imposible. Me preguntaba dónde podrían reunirse tantos miles de millones de cuerpos. Y, también, si ha de haber un juicio final, ¿de qué sirve el juicio particular, el que sigue a la muerte del individuo y que, en principio, es definitivo e irrevocable? Es cierto que en nuestros días son numerosos los sacerdotes que no creen ni en el infierno, ni en el diablo, ni en el Juicio Final. Mis dudas de aquel tiempo les divertirían, seguramente.

A pesar de la disciplina, del silencio y del frío, conservo bastante buen recuerdo del Colegio del Salvador. Ni el más leve escándalo sexual vino a turbar el orden, ni entre alumnos, ni entre alumnos y profesores. Yo era bastante buen estudiante, pero mi conducta era de lo peor del colegio. Durante el último curso, pasé la mayor parte de los recreos de pie en un rincón del patio, castigado.

Un día hice una barrabasada espectacular.

Yo tendría unos trece años. Era el Martes Santo y al día siguiente me iba a Calanda, a tocar el tambor con todas mis fuerzas. A primera hora de la mañana, media hora antes de la misa, camino del colegio, me encuentro con dos amigos. Delante del colegio había un velódromo y una taberna de ínfima categoría.

Mis dos malos espíritus me inducen a entrar en la taberna y comprar una botella de aguardiente barato del llamado matarratas. Salimos de la taberna y, junto a un pequeño canal, los dos granujas me incitan a beber. Es bien sabido lo difícil que me resulta resistirme a esta clase de invitaciones. Yo bebo a chorro mientras que ellos apenas se mojan los labios. De repente, se me nubla la vista y empiezo a tambalearme.

Mis dos queridos amigos me llevan a la capilla y yo me arrodillo. Durante la primera parte de la misa, me quedo de rodillas, con los ojos cerrados, como todo el mundo. Llega la lectura del Evangelio y tengo que ponerme de pie.

Hago un esfuerzo, me levanto y entonces se me revuelve el estómago y vomito todo lo que he bebido en las baldosas de la capilla.

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