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Authors: Leena Lehtolainen

Tags: #Intriga

Mi primer muerto (2 page)

BOOK: Mi primer muerto
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La escuela de policía resultó una decepción, aunque me las arreglé sorprendentemente bien con mis compañeros, casi todos hombres. Estaba acostumbrada a ser «uno más» de ellos, porque en el instituto tocaba el bajo en una banda masculina y jugaba al fútbol con «el resto de los tíos».

Habituada a ser la primera de la clase durante el bachillerato, pensaba que la escuela de policía sería un paseo. Al final, resultó que el trabajo de policía era sencillamente demasiado para mí. Tras un par de años de redactar informes, cachear a vagabundas y ahondar en los trasfondos sociales de los ladrones de tiendas, acabé harta. Sólo estaba usando una parte de mí, la más aburrida, burocrática y monótona de todas. Nadie necesitaba mi compasión, y mi cerebro, que era la parte que más me gustaba emplear, no parecía tener utilidad alguna.

Tras un par de años de escuela, mi ilusión por el estudio pareció despertar. Hice dos o tres cursos de jefatura a buen ritmo. Faltaban mujeres, así que tenía posibilidades de ascender más deprisa de lo normal. Eso provocó todo tipo de comentarios entre mis compañeros más envidiosos. Pero lo que de verdad fastidiaba a mis colegas era el hecho de que yo no estuviese satisfecha con mi profesión. Al final me presenté al examen de acceso a la Facultad de Derecho y me aceptaron. Creí que por fin estaba en el lugar apropiado. La aplicación de las leyes seguía interesándome y, con sólo veintitrés años, creía saber lo que quería de la vida.

Durante mis estudios me dediqué a hacer sustituciones de verano y algún que otro trabajo suelto para el cuerpo, y ahora, pasados cinco años, volvía a ser policía. Me había quedado atascada en los estudios, y una sustitución de medio año en la división de crímenes violentos de la Brigada de Investigación Criminal de Helsinki me había parecido una buena idea, sobre todo porque estaba especializada en derecho penal. Creí que durante aquel tiempo conseguiría distanciarme de mis estudios y contemplar mi vida desde otra perspectiva. Pero pronto se vio que, de nuevo, mi idea había sido un error. Ser policía no me dejaba fuerzas para pensar en otra cosa que no fuese mi trabajo, ir de vez en cuando a tomarme unas cervezas o, raramente, al gimnasio o a correr.

Para colmo, mi jefe sólo sacaba adelante el diez por ciento del trabajo que en realidad le correspondía. El resto del tiempo se lo pasaba borracho o con resaca. Me parecía inaudito que después de tantos años no lo hubiesen mandado a desintoxicación. Los demás terminábamos cargando con las tareas de Kinnunen, y la situación se volvía especialmente insoportable en verano. La partida del presupuesto destinada a las sustituciones se había agotado ya en abril y las vacaciones del personal, postergadas hasta el límite, se nos venían encima.

Además, mi resistencia ya no era la de antaño, cuando era más joven, aunque reconocerlo en público habría sido un grave error. Mis compañeros de sexo masculino estaban especialmente alertas al temple de mis nervios y observaban con interés mis reacciones, como en cierta ocasión en que examinaba el cuerpo cubierto de vómito e intestinos corroídos de un vagabundo que había bebido licor de vitriolo rebajado con agua. Naturalmente, a los demás también les repugnaba aquello, pero yo, por ser mujer, era la única que no podía permitirse el lujo de dar rienda suelta a las arcadas. Así que aguanté y, más tarde, mientras almorzaba en la cantina del trabajo con los compañeros, me dediqué a bromear sobre lo sucedido, aunque para comerme al mismo tiempo el puré de guisantes tuve que hacer esfuerzos sobrehumanos.

Con mi aspecto físico no había nada que hacer: era femenino hasta la desesperación. Tenía que llevar el pelo largo y recogido en una cola, ya que de lo contrario mis indisciplinados rizos me habrían dado el aspecto de una mopa. Al lado de los hombres yo era un tapón. Me habrían denegado la entrada a la escuela de policía por culpa de mi estatura, de no ser por un médico amigo de la familia que se inventó los cinco centímetros que me faltaban para el certificado. Mi cuerpo era una curiosa mezcla de curvas femeninas y músculos. Soy fuerte, teniendo en cuenta mi estatura y, como soy consciente del alcance de mis fuerzas, no suelo tener miedo, ni siquiera en situaciones peligrosas. Pero en ese momento habría preferido la seguridad que proporcionaban la falda del uniforme y un moño bien prieto.

Hasta entonces, todos mis casos —ya se tratase de homicidios o de otros crímenes— me habían resultado de alguna manera ajenos. Pero ahora, las palabras «coro» y «Peltonen» se acoplaban la una a la otra en mi mente, haciéndome pensar en lo peor. Si mis temores no eran infundados, lo que me esperaba era como mínimo un puñado de conocidos con una imagen de mi persona que no tenía nada que ver con mi papel de policía.

Durante el primer año de carrera había vivido en un triste piso de estudiantes de Itäkeskus, un suburbio del este de Helsinki. Mis compañeras se peleaban continuamente, ya que una, Jaana, se pasaba la mitad del tiempo cantando. De vez en cuando, en su habitación se reunía un discordante cuarteto cuyo bajo era Jukka, el novio de Jaana. Jukka Peltonen; Jukka el seductor, que tenía los ojos de Paul Newman y el rostro bronceado por mil excursiones en velero; Jukka, el chico con el que Jaana pensaba irse a vivir, nuestro tema de tantas noches de conversación, cuando me invitaba a su cuarto para compartir una botella de vino tinto, mientras le dábamos vueltas a las posibles implicaciones de su decisión.

Harta de la insulsez de tanto policía musculitos, Jukka era puro alimento para mis ojos. Los continuos gorgoritos de Jaana no me molestaban demasiado, ya que entonaba bastante bien, y en cuanto me hartaba de su rollo clásico, ponía rock en el estéreo y me encasquetaba los auriculares.

Mi tía abuela falleció por aquella época, y los herederos no quisieron vender su apartamento de Töölö, en espera de una subida de los precios inmobiliarios. Me mudé al pisito y me encargué de mantenerlo en buenas condiciones, a cambio de pagar solamente los gastos de comunidad. Su precio iba subiendo y yo temía perderlo, pero mi codiciosa parentela seguía esperando que el metro cuadrado valiese aún más. Se quedaron con un palmo de narices cuando se presentó la crisis económica, y con ella el desplome de los precios, así que seguía viviendo junto al restaurante Elite. A Jaana me la topaba de vez en cuando por la universidad, y me enteré de que había cortado con Jukka. Luego, Jaana se enamoró del hijo de la familia anfitriona que la había acogido durante uno de los viajes del coro por Alemania, y había terminado convirtiéndose en una auténtica Hausfrau germánica. Manteníamos una relación de postales navideñas y de cumpleaños, la típica entre ex compañeras de piso.

Recordaba lejanamente a los amigos de Jaana, pero los nombres de algunos me vinieron enseguida a la memoria. Además de Jukka, había otro chico con el que también me había alegrado la vista... De vez en cuando me iba de juerga con los miembros de la ACUEF. Lo que más me atemorizaba era encontrarme con caras conocidas entre el grupo de Vuosaari, porque sabía que eran muchos los que se quedaban enganchados a los coros estudiantiles en un intento de alargar su juventud. A lo mejor aquella gente pertenecía a una especie de raza aparte, no eran más que un grupito de masoquistas sin otra aspiración que la de canturrear aburridas salmodias con compañeros de partitura de voces aún más feas que las suyas, bajo la dirección de algún torturador de batuta histérica.

El camino que llevaba a la villa serpenteaba a través del verdor estival del paisaje. Rane había apagado la sirena, pero seguía conduciendo alegremente por encima del límite de velocidad. Al fin y al cabo, los policías tienen sus derechos. Yo iba mirando el mapa con las instrucciones, así que supimos meternos a tiempo por el desvío correspondiente. Cuando se es policía da corte perderse. Me había ocurrido en un par de ocasiones, y siempre me echaban la culpa a mí. El mar plateado resplandecía tras los prados, una liebre cruzó la carretera a saltitos indolentes y una avispa intentó colarse por la ventanilla abierta del coche.

—Por aquí hay unas cuantas villas señoriales de las de antes —me explicó Rane—, los ricos las compran y las arreglan a su gusto.

Finalmente atravesamos un istmo de unos diez metros de ancho que terminaba en forma de isla. Pasamos bajo un alto arco. Una placa informaba al visitante del nombre de la propiedad, Villa Maisetta. Un camino estrecho y lleno de hierbajos conducía al jardín delantero de la villa, que era justamente el tipo de lugar bucólico donde me habría gustado vivir. Dos plantas, los marcos de las ventanas blancos, ornamentos de madera en la fachada y los aleros. Un coche patrulla y el viejo Volvo de los de la Científica, que más bien era una cafetera, se hallaban aparcados en el césped.

—Pues sí que han tardado poco estos tíos. A ver, ¿dónde está el muerto? —dije, adoptando una actitud cínica, casi agresiva. No pensaba permitirme soltar ni una lágrima delante del cadáver del ex novio de mi ex compañera de piso.

Un agente de la Brigada de Seguridad salió a nuestro encuentro acompañado de un chica morena de aspecto hosco. Nos presentamos y ambos me miraron con cara de sospecha, cosa que me molestó, por mucho que estuviese preparada para enfrentarme a la desconfianza. La chica morena me resultaba conocida, y cuando me dijo que se llamaba Mirja, recordé los comentarios poco favorables que Jaana le había dedicado, calificándola como la más quisquillosa del coro. Mirja ni siquiera probaba el alcohol, cosa que, al menos cinco años atrás, habría sido vista como un crimen imperdonable en aquellos círculos.

Mirja nos guió a la playa, donde los chicos de la Científica estaban fotografiando el cadáver, que flotaba indolente contra las rocas de la orilla. El médico también se encontraba ya allí. Supuse que llevaban rato esperándonos, porque todo parecía estar listo. Me pareció estúpido que los demás hubiesen tenido que esperar a que yo inspeccionase el cuerpo para poder sacarlo del agua. Yo, que ni siquiera quería ver aquel cadáver, reconocer que era Jukka, ni saber lo que le habían hecho.

—¿Qué pinta tiene? —le pregunté al forense, un tipo al que le sobraban por lo menos cincuenta kilos y que solía fumar unos puritos apestosos. Me odiaba casi tanto como yo a él, pero, mientras que yo era consciente de su valía profesional, él no pensaba lo mismo de mí.

—¿Dónde está Kinnunen? —me preguntó Mahkonen con desconfianza.

—Está donde esté, punto —le espeté—. No vamos a esperar hasta que venga, así que no queda otra que poner en marcha la investigación. ¿Qué me dices de la muerte del tipo este?

—A juzgar por la cara, nuestro amigo se ha ahogado. Aunque el boquete de la cabeza tiene una pinta tan interesante que da que pensar. Habrá que ver las muestras, así que me voy. —En ningún momento Mahkonen me había hablado a mí, sino a las punteras de los zapatos de Rane.

—¿Cabe la posibilidad de que lo golpeasen antes de arrojarlo al agua? —preguntó éste.

—Es muy probable. El porrazo es de importancia, y además tiene un aspecto muy raro. Estaría bien saber con qué lo han sacudido.

—¿Qué me dices de un pedrusco? —Rane miraba las rocas de la playa, entre las cuales había piedras de todo tipo, algunas de ellas del tamaño apropiado para ser usadas como arma.

—Buenooo... La que les va a caer a los chicos, como les hagáis poner toda la playa patas arriba —bufó el forense.

Autoricé a los de la ambulancia a que sacasen el cadáver del agua. Le dieron la vuelta con cuidado. Sus rasgos me resultaron familiares, pero de una manera grotesca, con aquellos cabellos rubios apelmazados por el agua y el salitre pegados a la cara. Ni siquiera la hinchazón había sido capaz de eliminar la expresión aterrorizada de aquellos ojos, que brillaban como dos luces de emergencia de color azul en el rostro violáceo. Las algas se le habían pegado al canguro blanco que llevaba, y me fijé en sus pies bronceados, que asomaban por las perneras de los vaqueros.

Como un fogonazo, la imagen del seductor Jukka volvió a mí de una forma dolorosa. Debía de tener un año o dos más que yo, así que ni siquiera había llegado a los treinta. Había visto muertos más jóvenes, pero aquellos cuerpos se los habían llevado el alcohol o las drogas. Reprimí las lágrimas y, tras un carraspeo, acosé a preguntas a los de la Científica: ¿cuál podía ser el arma que le había causado la herida de la cabeza?, ¿cabía la posibilidad de que hubiese resbalado en el embarcadero? Era consciente de que aquella brusquedad dejaba entrever mi nerviosismo. No podía ocultarlo porque, a diferencia de la ministra de Defensa, que se había atrevido a llorar en público, yo aún no podía permitírmelo.

—Vamos a la villa, a ver si ésos saben algo —le dije a Rane, echando a andar en dirección a la casa. Acababa de darme cuenta de que bajo el porche que daba al mar estaba sentado un grupo bastante numeroso de personas. Seguro que mi irritación había llegado hasta sus oídos, pero ninguno de ellos miraba en nuestra dirección, en un intento de negar la presencia de la policía.

Observada de cerca, la villa daba la sensación de ser la copia moderna de la original que probablemente alguna vez se había levantado en aquel mismo lugar. Al parecer, la pintura había tenido una veintena de años para perder su color, pero la casa no podía ser más vieja que yo.

El sol daba de lleno en el porche y maldije una vez más mis pantalones vaqueros. Algunos de los miembros del septeto me resultaron conocidos.

—¡Maria! —resonó sorprendida una voz clara y blanca—. ¡No me digas que eres policía! ¿No te acuerdas de mí? Soy Tuulia.

Recordaba a Tuulia muy bien. Era una de las que visitaban con frecuencia nuestro piso de estudiantes y a veces habíamos compartido mesa en el comedor de la universidad. Por aquel entonces, Tuulia me gustaba y nuestros sentidos del humor se complementaban. Era más guapa de lo que recordaba, como si su estilizado cuerpo de mujer hubiese ganado en gallardía al hacerse adulta.

—Te recuerdo, sí —dije sin acertar a sonreír—. Esto... soy la subinspectora Maria Kallio, de la Brigada Criminal, y él es el agente Lahtinen. ¿Qué os parece si para empezar nos decís vuestros nombres y lo que pasó anoche? —Me oí decir aquello e inmediatamente me sentí ridícula y no me atreví a mirar a nadie.

Al parecer, Mirja había nacido para dirigir. Hablaba en un tono monocorde, como si estuviese leyendo un memorando. A lo mejor incluso había planeado sus respuestas con antelación.

—Me llamo Mirja Rasikangas. Ah, y formamos parte de los integrantes del coro de la ACUEF, la Asociación de Cantores Universitarios del Este de Finlandia. La empresa de Jukka Peltonen iba a celebrar su fiesta anual de verano y le habían pedido que organizase una actuación musical. Como además pagaban bien, él nos propuso reunir un octeto y que cantásemos.

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