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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Terror

Menudas historias de la Historia (51 page)

BOOK: Menudas historias de la Historia
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Mamarrachadas
Hitler, Nobel de la Paz

La historieta que nos ocupa es propia del 28 de diciembre, porque en sí misma es una inocentada. Pero no. El 1 de febrero de 1939 un insensato parlamentario sueco que había propuesto a Hitler como candidato al Nobel de la Paz intentó borrar todo vestigio de su petición en la Academia sueca para que no quedaran pruebas de su estupidez. Para evitar precisamente lo que estamos haciendo ahora, sospechar que aquel político llamado Erik Brandt se ganó su escaño en una tómbola.

La cosa fue como sigue, porque tener, tiene explicación. En 1938, cuando las potencias europeas simplemente mantenían las distancias con Hitler, sin pasar a mayores, se firmaron los pactos de Múnich para poner fin a la crisis de los Sudetes. Por un lado, Gran Bretaña y Francia, y, por otro, Alemania. Como mediador, Mussolini. Tiene guasa, pero lo que acordaron no tiene nombre: Hitler recibió el beneplácito para invadir Checoslovaquia a cambio de dejar en paz al resto de sus vecinos. Increíble, cuatro países firmaron unos acuerdos que afectaban directamente a un quinto, a Checoslovaquia, que jamás fue invitado a esas reuniones. Aquello fue vergonzoso, pero las potencias europeas se quedaron tan convencidas de que aquello había evitado la guerra.

Y en éstas estábamos, con todos contentos menos los checoslovacos, que fueron invadidos de inmediato por los nazis, cuando el parlamentario socialdemócrata sueco Brandt, no se sabe si fumado o bebido, hizo su propuesta a la Academia: Hitler, candidato al Nobel de la Paz. La Academia recogió la propuesta porque ésa es su obligación, pero meses después la desestimó porque Hitler no recibió más apoyos.

Brandt, cuando se percató de la que había liado, intentó retirar a su candidato y que la documentación donde apareciera su nombre fuera destruida. No pudo ser, porque los estatutos de la Academia sueca prohíben tales escamoteos. Los descendientes de aquel político sueco puede que vivan estigmatizados, pero no es para tanto. Peor ha sido lo de Al Gore, porque a éste se lo dieron de verdad.

Estados Unidos se queda Guantánamo

¿Qué pintan los yanquis instalados tan cómodamente en el feudo de Fidel Castro, en Guantánamo, sin que nadie les tosa? El origen está en el 23 de febrero de 1903. Hace más de un siglo Cuba firmó un acuerdo con Estados Unidos por el que le otorgaba el derecho perpetuo a mantener una base naval en la bahía de Guantánamo. Tiene guasa que la canción cubana más célebre (
Guantanamera
) se refiera a la provincia ocupada por los estadounidenses. La historia une a extraños compañeros de viaje.

La manita que les echaron los estadounidenses a los cubanos para independizarse de España tuvo un precio: instalarse ellos. Fue algo así como quítate tú que me pongo yo. Lo cierto es que los cubanos estuvieron tontos, porque ya nos tenían ganada la guerra sin necesidad de que interviniera Estados Unidos, pero los yanquis se les colaron por una rendija y, cuando ya estaban acomodados, comenzaron a poner condiciones. Estados Unidos reconoció la soberanía de Cuba, pero previo pago de los servicios prestados. Y el precio era que la primera Constitución cubana incluyera un apéndice conocido como la enmienda Platt.

Constaba de ocho artículos. El primero prohibía al gobierno de Cuba concertar tratados con otros países que menoscabaran su independencia y que implicaran la cesión de parte de su territorio. Pero es que el artículo séptimo obligaba a Cuba a ceder porciones de suelo cubano para la ubicación de estaciones navales o carboneras norteamericanas. Qué gracioso, lo que prohibía el primer artículo lo contradecía el séptimo.

Estados Unidos le echó el ojo a la bahía de Guantánamo, una importante escala en la ruta marítima entre el imperio y el Canal de Panamá. Aquel 23 de febrero de 1903 se hizo efectivo el acuerdo de la cesión del terrenito a los estadounidenses como base naval y, tiempo después, en 1934, el acuerdo se sustituyó por un tratado que arrendaba para los restos el emplazamiento de la base.

Estados Unidos paga 4.000 dólares al año por el arrendamiento de Guantánamo, dinero que Cuba se niega a recibir, pero que no por ello los yanquis dejan de pagar. Puntualmente lo ingresan en un banco suizo a nombre del gobierno cubano. Es de chiste.

Napoleón y la prensa

Napoleón Bonaparte dejó a toda Francia y a medio mundo boquiabiertos el 1 de marzo de 1815. Desembarcaba en la Costa Azul francesa, después de huir de su encierro mediterráneo en la isla de Elba, dispuesto a llegar a París, recuperar su trono imperial y volver a hacer la puñeta a los ingleses. Era el último coletazo del Bonaparte, capaz aún de arrastrar a sus antiguas tropas a la que sería su última batalla, la de Waterloo.

Napoleón no sólo tenía hasta el gorro a toda Europa, también resultaba cansino hasta para los franceses, hartos ya de batallar en Egipto, invadir España y morirse de frío en Rusia. Pero también es cierto que le tenían mucho miedo, y esto lo ilustra muy bien un episodio que se dio en la prensa francesa cuando se conoció la huida de Napoleón de Elba. Ocurrió lo siguiente: Napoleón tardó veinte días en llegar a París desde que desembarcó en la Costa Azul aquel primero de marzo, y nadie pudo imaginar que consiguiera tantos apoyos en su camino hacia la capital.

Atentos a la evolución de los titulares de un periódico parisino,
El Monitor
, a lo largo de aquellos días. Cuando Napoleón huyó de Elba, el titular fue: «El ogro sanguinario de Córcega ha abandonado su prisión». Cuando desembarcó en la costa francesa, titularon algo así como «El bandido corso desembarca en Francia». Días después, «El monstruo ha pasado la noche en Grenoble». Poco más tarde el titular decía: «El tirano ha pasado por Lyon» y, más adelante: «El usurpador se halla a cuarenta leguas de la capital». El siguiente titular decía: «Bonaparte continúa su avance triunfal»; y el de un día después: «Napoleón estará mañana al pie de nuestras murallas». Pasó un día más y el titular fue: «El emperador ha llegado a Fontainebleau». La última cabecera fue de traca: «Su majestad imperial llega a la capital de sus Estados en medio de sus fieles súbditos».

Napoleón había pasado en un mes de ser un ogro sanguinario, un tirano, un bandido y un usurpador a majestad imperial. Comenzaba el histórico imperio de los Cien Días, los últimos cien días de gloria del Bonaparte.

El cinismo de la esclavitud

Si en algún momento de la historia de este país quedó patente la doble moral de los gobernantes españoles fue el 29 de marzo de 1836: quedó abolida la esclavitud en España. En la España peninsular, porque en las colonias continuaba siendo legal y amparada por la corona. Dicho más claro, en España no se podían tener esclavos porque estaba mal visto de cara a Europa, pero los españoles de Cuba podían tener todos los esclavos que les diera la gana.

Qué decisión tan absurda. Pero es que, más que absurda, era interesada. Por aquel entonces regentaba el país María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, mamá de Isabel II y reina corrupta donde las haya. Esta reina regente y su nuevo mando —uno de sus escoltas, al que luego regaló el título de duque para darle un poco de postín— tenían intereses en empresas que se dedicaban al comercio de esclavos. Es más, tenían plantaciones en Cuba con cientos de esclavos como mano de obra y si la reina hacía extensiva a las colonias su real orden para prohibir la esclavitud en España, se le caía el negocio abajo.

Pero a María Cristina de Borbón también le preocupaba el qué dirán, y como en Europa ya estaba muy mal visto tener a seres humanos cautivos y rascándote la espalda, la reina abolió la esclavitud en la Península porque perjudicaba las costumbres sociales europeas.

El tráfico de negros en América continuó durante casi todo el siglo XIX, hasta hace nada, y allí se forjaron inmensas fortunas de militares, nobles y gobernadores españoles gracias al comercio y la explotación de los esclavos. Por eso los miembros de gobiernos conservadores que se sucedieron en el siglo XIX se negaban a aboliría esclavitud en colonias, porque les tocaba el bolsillo directamente.

Para quien tenga una imagen humana y bondadosa del conservador Cánovas del Castillo, el que se empeñó y logró restaurar la monarquía en España, allá va esta perla: «Todos quienes conocen a los negros os dirán que son perezosos, salvajes, inclinados a actuar mal, y que es preciso conducirlos con autoridad y firmeza para obtener algo de ellos». Y se murió convencido de que tenía razón.

Las inexistentes brujas de Salem

Recurrir a una efeméride del delirante episodio de las brujas de Salem se complica sobremanera, porque no hubo día de 1692 en que no se produjera una acusación, un interrogatorio o una ejecución. Por ejemplo, el día 19 de abril de aquel año se celebró uno de los muchos juicios de Salem. Cuatro mujeres fueron juzgadas por brujería y una de ellas fue la primera ejecutada del proceso de Salem. No pararon hasta ahorcar a diecinueve personas más. Las pruebas se basaban en «evidencias espectrales».

Lo más extravagante del proceso a las brujas de Salem es que las acusaciones las hacían niñas. Primero, fueron dos, casualmente la hija y la sobrina de un nuevo reverendo llegado a Salem. Luego, el juego se extendió y hasta quince chicas más encontraron muy divertido hacerse las hechizadas y acusar hasta a doscientos ciudadanos de practicar brujería.

Pero las primeras acusaciones no eran casuales. El reverendo del que hablo llegó a Salem procedente de Boston, y precisamente en Boston había sido muy sonado un caso conocido como el de «las niñas Goodwin», cuatro crías que señalaron a una criada irlandesa como hechicera. Aquel asunto despertó mucho fervor entre los creyentes y el reverendo decidió importar la idea a Salem. Un truco religioso para atraer clientela.

Acusar era muy fácil: bastaba señalar a alguien que te cayera mal y simular unas cuantas convulsiones. Si encima el acusado faltaba de vez en cuando a misa, la condena estaba asegurada. Muchos acababan confesando, porque las torturas eran terribles, y el que se resistía a admitir ser hechicero también acababa condenado porque se suponía que la fuerza de su resistencia provenía del diablo. O sea, que no había por dónde escaparse.

Muchas familias de Salem, ciudad ahora en el Estado de Massachusetts (Estados Unidos), quedaron marcadas para los restos. Hasta el extremo de que en el año 2001 la gobernadora tuvo que proclamar oficialmente la inocencia de todos los procesados en 1692. Los jueces que los condenaron y los acusadores, con el reverendo a la cabeza, se supone que andarán por el infierno, si es que existe.

Lo dijo Shakespeare: hereje no es el que muere en la hoguera. Hereje es el que la enciende.

San Petersburgo

Es difícil encontrar una ciudad en el mundo a la que le hayan cambiado más veces el nombre que a San Petersburgo. El 26 de enero de 1924 se dio uno de esos cambios. Pasó a llamarse Leningrado y es fácil imaginar en honor de quién, de Lenin, porque hacía cinco días que se había muerto y quisieron hacerle la gracia. Pero entre los nombres de San Petersburgo y Leningrado hubo otro, Petrogrado. Los rusos, que ya pasan de tanto cambio, han decidido llamarla «Piter».

San Petersburgo nació a partir de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, situada en mitad de un islote, y el zar Pedro I el Grande se empeñó en 1703 en crear en aquel mar de fango una ciudad que no pudiera envidiar a Ámsterdam. Costó lo suyo, sobre todo vidas, porque los trabajadores murieron por miles. Se trasladó a la fuerza a campesinos, a albañiles de toda Rusia, a arquitectos, a infinidad de presidiarios… Hasta se prohibió que se usara la piedra para construir casas en todo el país porque el zar la quería toda para levantar San Petersburgo. Fue Dostoievsky el que definió la ciudad como «la más abstracta y premeditada del mundo». Pero les quedó muy bonita, la verdad.

El nombre de San Petersburgo duró hasta 1914, cuando otro zar, Nicolás II, lo cambió por Petrogrado. ¿Por qué este primer cambio? Porque el nombre de San Petersburgo era de origen alemán y, como Rusia entró en guerra con Alemania, Nicolás II se negó a tener nada en Rusia que oliera a germano. Por eso le puso Petrogrado. El nuevo nombre duró diez años, hasta que, lo dicho, se murió Lenin.

Pero en 1991 se hizo un referéndum entre los ciudadanos y se votó mayoritariamente recuperar el nombre histórico de San Petersburgo. Entre tantas idas y venidas de nomenclaturas se fueron muriendo los zares, y casi todos están allí enterrados. Pero no se lo pierdan, porque Lenin, que permanece más tieso que la mojama en su mausoleo de la plaza Roja de Moscú, pidió también ser enterrado en San Petersburgo, porque allí están sepultados su madre y su hermano. Al final, la muerte acabará reuniendo a bolcheviques y zares en San Petersburgo, Leningrado, Petrogrado o Piter. Tanto da.

Calendario republicano

¿Por qué al mes de enero se le llama enero y al de septiembre, septiembre? Porque así lo decidieron los romanos y los demás no hemos puesto inconveniente. Pero a los revolucionarios franceses no les gustaba que el año estuviera definido con nombres de meses que hacían referencia a dioses, emperadores y nomenclatura de la antigua Roma. Así que, el 1 de vendimiario del primer año de la República la Asamblea Nacional impuso el calendario republicano francés. Para el resto del mundo seguía siendo 22 de septiembre de 1792.

En aquella época quedar con un francés era un lío, porque si te citaba el 2 de pluvioso tenías que andar calculando que en realidad era el 21 de enero. Y si quedaba el 5 de frimario, más valía ir el 25 de noviembre si querías verle. Los republicanos bautizaron sus meses según el paso natural de las estaciones y siguiendo los consejos de un poeta que se llamaba, cómo no, François, aunque firmaba Fabre d'Eglantine. Y como era eso, poeta, decidió que los tres meses de verano terminaran todos en «or» (mesidor, termidor y fructidor); los tres de otoño, en «ario» (vendimiario, brumario y frimario); los tres de invierno, en «oso» (nivoso, pluvioso y ventoso); y los tres de primavera, en «al» (germinal, floreal y pradial). Es lo que tiene dejar estas cosas en manos de un trovador.

Pero, claro, estos meses les servían a los franceses entonces, pero no al resto del mundo, porque en Cádiz se tirarían medio año en el mes de ventoso y en el trópico se moverían sólo entre germinal, floreal y pluvioso. Es más, actualmente, con el cambio climático, el calendario republicano francés no les hubiera servido ni a ellos.

La iniciativa tenía el futuro contado, y duró lo que duró, hasta que llegó Napoleón en 1804, mucho más prosaico él, y decidió recuperar el calendario de toda la vida de Dios. Y, por cierto, al poeta que discurrió los nombres de los meses lo guillotinaron el 16 de germinal del tercer año de la República. Mucho tardaron.

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