Memorias del tío Jess (24 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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—Vas por una calle del barrio golfo, provocativa, intentando ligarte al primero que pase. Y tú… Julio, eres un chulo de putas.

El pobre Julio era un joven de Sigüenza, de lo más hortera, de los que cogían la taza con el meñique enhiesto.

—Julio, tú ves a la chavala y piensas: «A ésta me la chuleo yo». Y te vas a por ella.

A esas pobres e indefensas criaturas les había llevado allí la vocación de actores. Habían, casi seguro, soñado con ser Reina Santa, Genoveva de Brabante, Ramón y Cajal o Segismundo. Pero ahora estaban allí, temblorosos, intentando ser un putón y su chulo, improvisando, además, sobre una situación que les era mucho menos conocida que la rendición de Breda, pongo por caso. Antonio gritaba: «¡Acción!». Y la pobre María, temblándole las piernas, se echaba a andar lentamente, roja como un tomate y mirando al suelo.

—¡Mírale con descaro! ¡Atácale!

Y María le miraba un instante, casi llorando:

—¡Hola, muchacho! ¡Eres muy atractivo!

Y él, en un alarde de osadía, respondía:

—Pues anda que tú…

—Si quieres… ¡Podríamos pasear juntos!

Antonio interrumpía.

—¿Cómo pasear? ¡Tú quieres follar y que te pague una pasta por el polvo!

Y María, con lágrimas de vergüenza en los ojos:

—Podríamos dormir tú y yo. ¡Y después me das un dinerito!

—¡Corta, corta!

Aveces el maestro planteaba propuestas más imaginativas.

—Mañana traeros algo de comer, ¡lo que se os ocurra! Un cacho de carne, ¡unas patatas!, unos chorizos…

Al día siguiente los sentaba en unos bancos, puestos en fila:

—¡Sacad lo que tengáis!

Los pobres sacaban unos pulcros bocadillos, algún plato, naranjas, pastelillos. Las chicas, además, llevaban cuchillos de postre, servilletas. El profe explicaba:

—Vamos a estudiar las reacciones primitivas del ser humano. Ante todo, ¡el hambre! Tirad todas esas mariconadas que habéis traído. ¡Poned la comida sobre los bancos!

Había alguna tímida protesta:

—¿No cree que el banco está algo sucio?

—¿Algo sucio? ¡No te jode! ¡Tú eres una moza paleolítica! ¡Todo estaba guarro, y se comían lo que les echaran!

Con desgana, temiéndose lo peor:

—¡No querrá que comamos con las manos…!

—¡Por fin te orientas, María Fernanda! Con las manos, con los codos. Cuando diga «¡acción!» os tenéis que lanzar como fieras hambrientas. Atentos: ¡Acción!

¡Si yo hubiera podido rodar aquella escena! ¡Con aquel profesor energúmeno hostigando a aquellos pobres chicos, que iban perdiendo, en el fragor del banquete, toda compostura!

—¡Eructa, Andrade! ¡Más fuerte! ¡María, chúpate los dedos!

—¡Tienen grasa!

—Por eso… Es lo más rico. Aprisa, pelearos por la comida. ¡María, pégale un viaje al filete de Castro! ¡Más! ¡Más! ¡Luchad por esa tortilla!

La vocación de aquellas gentes era realmente inquebrantable. La prueba es que algunos de ellos siguieron en la escuela, e incluso se hicieron actores de calidad —como la María Fernanda que he mencionado—. Antonio del Amo era la prueba del fuego. El que sobrevivía a sus clases podía alcanzar la cúspide. Y no era un mal hombre, ni era un estúpido. Pero sonaba tosco y vulgar. Rodando en la vieja fábrica del gas, en Madrid, en plena acción, una cabecita asomó a una ventana.

—¡A ver! ¡Ese
indocumentao
, fuera!

Como el «indocumentao» era, además, el director de la fábrica, los echaron a la calle sin terminar el rodaje.

A los chicos de la cámara, en la provincia de Almería: «Ponedme unas vías de
travelling
desde aquí, hasta allí». El recorrido pasaba por la única palmera hermosa de la zona.

—¿Y qué hacemos con la palmera?

—Mandarla a tomar por culo.

Y la serraron. Al poco rato, los echaron del pueblo.

Jerez de la Frontera. Banquete en unos elegantes jardines. El jefe de producción, un hombre eficiente y bien conocido en la ciudad, consigue que los finos del país acudan a hacer figuración gratis, con sus mejores galas.

—Antonio, por tu madre, acaba lo antes posible con ellos y trátalos con educación. Nos han hecho un favor viniendo.

—No te preocupes, Ángel. Los necesito sólo para tres planos.

Tres horas más tarde, llama a gritos al jefe de producción.

—¡Angelito! Dile a estos hijos de puta que han
terminao
.

La Guardia Civil requisó el material rodado. Tuvieron que repetir la escena meses después en el estudio.

Aquél era el segundo hombre más preparado del IIEC. El tercero era Ricardo Torres, un excelente operador jefe, responsable de la fotografía de
Cómicos
, de Bardem, por ejemplo. Pero Ricardo era un sevillano autodidacta inspirado, incapaz de explicar sus logros a nadie. El primer día de clase decía a sus futuros discípulos:

—Para hacer una buena fotografía, hacen falta dos cosas: un fotómetro y un par de cojones.

Tuvo pocos discípulos, lo cual, para un profesor, es bastante lamentable. Eso era el
mítico
IIEC. Un desastre total, que sirvió, eso sí, para que un grupo de gentes que amaban el cine se conocieran entre ellas. De aquel apolillado lugar surgieron gentes como Bardem, Berlanga, Muñoz Suay, Eduardo Ducay, Maeso, Saura, Eugenio Martín, y yo mismo, y estoy hablando sólo de las tres primeras promociones. Luego, aquella modesta institución se fue haciendo más grande. Sufrió, como todo, los vaivenes de aquella política fluctuante en la que cada cambio era para empeorar. Pero las bases del nuevo cine español se cimentaron allí. Hay un benéfico acontecimiento que nos hizo, a todos, yo creo, sentirnos partícipes de algo nuevo. Se celebró la Semana del Cine Italiano y nos lanzaron, de sopetón, el mejor neorrealismo: los primeros Visconti y Antonioni —o sea, los buenos—, los mejores De Sica, Zavattini, Germi… y muchos más. Y además, vinieron casi todos a Madrid, a charlar con nosotros, a darnos un soplo de aire fresco. Fundamentalmente, nos abrieron los ojos hacia otras metas, otras inspiraciones, otra manera de rodar y producir. Ellos habían inventado el gran cine casposo. Casposo de presupuesto y riquísimo en ideas. Pocos años después, la
nouvelle vague
, en Francia, supo aprovechar y hasta mejorar estos principios. En España se tardó tanto en asumirlos que cuando llegaron por fin, ya estaban viejos y superados, pero fueron un revulsivo, ideológico sobre todo, que no pasó a mayores, debido en parte a la esclerosis mental del llamado «cine profesional», y en parte a la acción maléfica de la censura, cortando de raíz todo intento de renovación o escapatoria. Sólo de vez en cuando y por «razones de Estado» la censura era más permisiva, o miraba para otro lado con un film. Los muy ilusos creían que le habían colado a la Junta ideas, escenas o diálogos, sin que ellos se dieran cuenta. Yo nunca me tragué tal cosa. Se trataba de películas que ellos destinaban a los festivales, que servían de bandera para una pretendida apertura; querían enseñar al mundo que en España ya se podía hacer un cine comprometido y libre. Fueron más listos que los autores. Berlanga, Bardem, Saura y otros más sirvieron de estandarte a los sucesivos Gobiernos de Franco.

Fue ésta la España que yo encontré a mi regreso de Francia. Un puto galimatías, o sea, como siempre, pero más exacerbado aún. Enseguida me puse en contacto con Bardem, y me encontré con un joven inteligente, lleno de energía y de ilusión. El rodaje de
Cómicos
se había retrasado, a la espera de la concesión del crédito sindical que ayudaría a financiar el film —luego supe que el crédito, más una extraña operación argentina, eran las únicas fuentes de dinero, ayudadas por letras y cambalaches—. La productora era Unión Films y estaba formada por Eduardo Manzanos, un joven inteligente, homosexual, y aceptable poeta y escritor. Era también un hombre del café Gijón, pero solía acudir a las tertulias literarias con José García Nieto, Carlos Bousoño, Mihura, etc. El segundo era Arturo Marcos, más joven aún y más realista; además, conseguía facilidades para comprar negativo o aplazar pufos… Aún hoy seguimos colaborando, aunque de una manera más ortodoxa. El tercero y último era Gabriel García Espina, ex director general de cinematografía e hijo de la famosa escritora Concha Espina. Era un hombre elegante, simpático y muy culto. El hacía de asesor literario y gestor ministerial. Entre los tres formaban un equipo de los mejores que he conocido en nuestro país. Comprendían y apreciaban el guión de Bardem, y se atrevieron a producirlo, a pesar de que ya era notorio que Juan Antonio era un
pecero
en estado puro, y le dieron el tiempo y los medios para lograr el que, para mí, sigue siendo uno de sus mejores films. Premiado y reconocido en el mundo entero, después de sus obras mayores,
Muerte de un ciclista, Calle Mayor
, Bardem fue diluyéndose lentamente en la noche, Dios sabe por qué misteriosas razones, quizá, simplemente porque los tecnócratas del Opus y los jesuítas se lo fueron cargando de a poquitos. Cuando yo mantuve mi primera entrevista con él, me quedé fascinado por su personalidad, su seguridad en sí mismo. Me dijo que no sabía aún cuál iba a ser mi trabajo, pero que formaría parte del equipo de dirección, y que además procuraría sacarme algo de dinero. Me presentó a dos hombres que ya trabajaban en el proyecto: Ricardo Sanz, jefe de producción, ex condenado a muerte al final de la guerra, que era un tipo de aspecto duro y malencarado y un verdadero ángel. La espera a ser ajusticiado, cada noche, durante muchos meses, oyendo el ruido siniestro de la llave de las celdas y los pasos de los guardias aproximándose, le había dejado como secuela un temblor de manos que le hacía muy difícil escribir hasta su nombre. Su crimen, haber llegado a oficial del ejército republicano. No sé mucho de su pasado porque las pocas veces que yo saqué el tema se puso muy nervioso y terminó llorando. Yo fui su colaborador en cuatro o cinco películas, en aquel tiempo. Luego él se hizo productor, con un amigo vasco, y dejamos de vernos. Era un tipo poco cultivado, y magnífico, un hombre de los antiguos, de una pieza, incapaz de mentir o de liar a nadie y que seguía al pie de la letra las órdenes de su jefe.

—Ricardo, llama a la casa Mole Richardson y exige que nos cambien los proyectores que nos han mandado, que son una mierda.

El se ponía sus gafas, abría su cuaderno y llamaba.

—¿Es la casa Mole Richardson? Dígale al señor Mole que se ponga, que me va a oír.

Con voz de guasa, le respondían:

—Llámele a Hollywood. El señor Mole esta allí.

—Sí, y yo en la China. Déjese de coñas y que se ponga.

Con tan absurdo inicio, lo normal es que nunca nos hubieran cambiado los proyectores, pero a las dos horas estaban allí.

Todos le queríamos, empezando por Manzanos. Una vez que estábamos comiendo juntos en una tasca cercana a la productora, Eduardo pidió algo que a Ricardo le sonó a exótico: un turnedó Rossini.

—Joder, Eduardo, eres un auténtico
grumet
.

—Es verdad, aunque hoy me he dejado el barco en casa.

El segundo hombre que trabajaba allí, joven y fornido, era Manolo Merino, un estupendo
cameraman
y amigo de todos, que tenía una caligrafía digna de un delineante, y se aplicaba en la elaboración del gráfico de trabajo. Fue pronto director de fotografía y colaboró conmigo en, al menos, veinte películas. Bardem iba y venía, lo miraba todo, ilusionado. Se sabía su película hasta el menor detalle e incluso dibujó una especie de
storyboard
de las secuencias importantes. De vez en cuando entraba en el despacho de Manzanos y discutían el reparto. Bardem quería a María Asquerino para el papel que luego hizo Emma Penella, pero Eduardo se negaba por razones puramente personales —algún jirón del pasado, sin duda—. A Bardem le jodía un horror y decía, con razón, que María era ideal para el papel, lo había escrito pensando en ella. Juan Antonio creía que acabaría por convencerle. Luego, nos íbamos a almorzar por allí, casi siempre a Casa Félix, que estaba muy bien y no era caro. Yo me ponía morado de judías de El Barco, de pasta italiana, de albóndigas. Luego volvíamos a la oficina; allí, Juan me hablaba de los planos que quería rodar, y de los lugares de rodaje. El, en principio, no quería trabajar en el estudio, sino en escenarios naturales —teatros, cafés, una estación de ferrocarril, un vagón de tren—. Luego, solíamos ir al cine. La oficina estaba en la Gran Vía, y era grande y confortable. Desde los ventanales se veían varios cines y casi podíamos elegir la película sin movernos de allí. La elección del film solía ser utilitaria —ver a algún actor, o el trabajo de un operador— pero, sobre todo, Juan Antonio estaba buscando el estilo del film. A veces se ponía pesadísimo y quería volver una y otra vez a ver la misma película. Por supuesto que nos chupamos
Doble vida
, de Cukor, sobre un actor teatral que enloquece cuando el personaje de Otelo se apodera de su personalidad, y también
Eva al desnudo
, de Mankiewicz, cuya historia tenía demasiadas similitudes con la de
Cómicos
como para ser «pura coincidencia». Bardem nunca me dijo una palabra sobre todo esto, y yo a él, menos. Yo sabía que él quería alejarse lo más posible del film americano, y esto lo lograría por la enorme diferencia entre la calle Broadway de Nueva York y la Gran Vía de Madrid. Además, él había mamado el teatro, conocía a todos los personajes, sabía cómo eran. En cuanto a la forma, él luchaba consigo mismo entre la estética naturalista y algo cutre de un De Sica o un Rosellini y la belleza del moderno cine negro americano, y esta última, lo juro^ es la que Juan llevaba en las tripas y acabaría por emerger. El adoraba el estilo de narrar directo, la economía de relato de los Phil Karlson, Joseph Lewis. Vimos cien veces
El demonio de las armas
o
Calle River 99
y también las producciones de Mark Hallinger o Dore Schary. Magnífico cine B. Y se decidió por esta forma, por la profundidad de campo, como Orson Welles con Gregg Toland; por el movimiento escénico casi teatral de los términos, siempre enfocados. Creo que logró algo insólito y magnífico. En principio, él quería a un operador de campanillas —demasiado caros y lentos— o a un joven dispuesto a romperse el alma para lograr «esa foto». Habló con Valentín Javier, el marido de Ana Mariscal y operador de sus películas, pero, con una sinceridad insólita, éste dijo que no se sentía lo bastante maduro. Ahí apareció Ricardo Torres, un operador capaz de lo mejor y de lo peor. Manzanos, que había hecho con él sus pinitos de director, le trajo a la oficina. Hablaron. Ricardo entendió —no era fácil— lo que Juan quería, y pidió que Manolo Merino fuera el segundo, sobre todo para asistirle en las dificultades técnicas, que eran muchas. En aquel tiempo, la sensibilidad del negativo era mucho menor y para lograr la profundidad focal había que diafragmar muchísimo y poner mucha más luz para igualar con el resto de las escenas. Los actores sudaban, los maquillajes se corrían. A Emma Penella le humeaba la peluca que lucía en el film.

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