Read Memoria del fuego II Online

Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Histórico, Relato

Memoria del fuego II (2 page)

BOOK: Memoria del fuego II
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(11)

1703 - Lisboa
El oro, pasajero en tránsito

Hace un par de años, el gobernador general del Brasil lanzó profecías tan certeras como inútiles. Desde Bahía, Joao de Lencastre advirtió al rey de Portugal que las hordas de aventureros convertirían la región minera en santuario de criminales y vagabundos; y sobre todo le anunció otro peligro mucho más grave: a Portugal podría ocurrirle, con el oro, lo mismo que a España, que tan pronto como recibe su plata de América le dice adiós con lágrimas en los ojos. El oro brasileño podría entrar por la bahía de Lisboa y seguir viaje por el río Tajo, sin detenerse en suelo portugués, rumbo a Inglaterra, Francia, Holanda, Alemania…

Como haciendo eco a la voz del gobernador, se firma el tratado de Methuen. Portugal pagará con oro del Brasil las telas inglesas. Con oro del Brasil, colonia ajena, Inglaterra dará tremendo impulso a su desarrollo industrial.

(11, 48 y 226)

1709 - Islas de Juan Fernández
Robinsón Crusoe

El vigía anuncia lejanos fuegos. Por buscarlos, los filibusteros del Duke cambian el rumbo y ponen proa a las costas de Chile.

Se acerca la nave a las islas de Juan Fernández. Una canoa, un tajo de espuma, viene a su encuentro desde la hilera de fogatas. Sube a cubierta una maraña de pelos y mugre, que tiembla de fiebre y emite ruidos por la boca.

Días después, el capitán Rogers se va enterando. El náufrago se llama Alexander Selkirk y es un colega escocés, sabio en velas, vientos y saqueos. Llegó a las costas de Valparaíso en la expedición del pirata William Dampier. Gracias a la Biblia, el cuchillo y el fusil, Selkirk ha sobrevivido más de cuatro años en una de estas islas sin nadie. Con tripas de cabrito supo armar artes de pesca; cocinaba con la sal cristalizada en las rocas y se iluminaba con aceite de lobos marinos. Construyó una cabaña en la altura y al lado un corral de cabras. En el tronco de un árbol señalaba el paso del tiempo. La tempestad le trajo restos de algún naufragio y también un indio casi ahogado. Al indio lo llamó Viernes, por ser viernes aquel día. De él aprendió los secretos de las plantas. Cuando llegó el gran barco, Viernes prefirió quedarse. Selkirk le juró volver, y Viernes le creyó.

Dentro de diez años, Daniel Defoe publicará en Londres las aventuras de un náufrago. En su novela, Selkirk será Robinsón Crusoe, nacido en York. La expedición del pirata británico Dampier, que había desvalijado las costas de Perú y de Chile, se convertirá en una respetable empresa de comercio. La islita desierta y sin historia saltará del océano Pacífico a las bocas del Orinoco y el náufrago vivirá en ella veintiocho años. Robinsón también salvará la vida de un salvaje caníbal:
master
, «amo», será la primera palabra que le enseñará en lengua inglesa. Selkirk marcaba a punta de cuchillo las orejas de cada cabra que atrapaba. Robinsón proyectará el fraccionamiento de la isla, su reino, para venderla en lotes; cotizará cada objeto que recoja del barco naufragado, llevará la contabilidad de cuanto produzca en la isla y hará el balance de cada situación, el
debe
de las desgracias, el
haber
de las buenas suertes. Robinsón atravesará, como Selkirk, las duras pruebas de la soledad, el pavor y la locura; pero a la hora del rescate Alexander Selkirk es un tembleque esperpento que no sabe hablar y se asusta de todo. Robinsón Crusoe, en cambio, invicto domador de la naturaleza, regresará a Inglaterra, con su fiel Viernes, haciendo cuentas y proyectando aventuras.

(92, 149 y 259)

1711 - Paramaribo
Ellas callaron

Los holandeses cortan el tendón de Aquiles del esclavo que huye la primera vez, y a quien insiste le amputan la pierna derecha; pero no hay modo de evitar que se difunda la peste de la libertad en Surinam.

El capitán Molinay baja por el río hasta Paramaribo. Su expedición vuelve con dos cabezas. Hubo que decapitar a las prisioneras, porque ya no podían moverse enteras a través de la selva. Una se llamaba Flora, la otra Sery. Todavía tienen la mirada clavada en el cielo. No abrieron la boca a pesar de los azotes, el fuego y las tenazas candentes, porfiadamente mudas como si no hubieran pronunciado palabra alguna desde el lejano día en que fueron engordadas y embadurnadas de aceite y las raparon dibujándoles en la cabeza estrellas o medias lunas, para bien venderlas en el mercado de Paramaribo. Todo el tiempo mudas, Flora y Sery, mientras los soldados les preguntaban dónde se ocultaban los negros fugados: ellas miraban al cielo sin parpadear, persiguiendo nubes macizas como montañas que andaban allá en lo alto a la deriva.

(173)

Ellas llevan la vida en el pelo

Por mucho negro que crucifiquen o cuelguen de un gancho de hierro atravesado en las costillas, son incesantes las fugas desde las cuatrocientas plantaciones de la costa de Surinam. Selva adentro, un león negro flamea en la bandera amarilla de los cimarrones. A falta de balas, las armas disparan piedritas o botones de hueso; pero la espesura impenetrable es la mejor aliada contra los colonos holandeses.

Antes de escapar, las esclavas roban granos de arroz y de maíz, pepitas de trigo, frijoles y semillas de calabazas. Sus enormes cabelleras hacen de graneros. Cuando llegan a los refugios abiertos en la jungla, las mujeres sacuden sus cabezas y fecundan, así, la tierra libre.

(173)

El cimarrón

El caimán, disfrazado de tronco, goza del sol. Giran los ojos en la punta de los cuernos del caracol. Con acrobacias de circo corteja el pájaro a la pájara. El araño trepa por la peligrosa tela de la araña, sábana y mortaja donde abrazará y será devorado. Un pueblo de monos se lanza al asalto de las frutas silvestres en las ramas: los chillidos de los monos aturden la espesura y no dejan oír las letanías de las cigarras ni las preguntas de las aves. Pero suenan pasos raros en la alfombra de hojas y de pronto la selva calla y se paraliza, se encoge y espera. Cuando estalla el primer balazo, la selva entera huye en estampida.

El tiro anuncia alguna cacería de cimarrones.
Cimarrón
, voz antillana, significa «flecha que busca la libertad». Así llamaron los españoles al toro que huía al monte, y después la palabra ganó otras lenguas,
chimarrao, maroon, marrón
, para nombrar al esclavo que en todas las comarcas de América busca el amparo de selvas y pantanos y hondos cañadones y lejos del amo levanta una casa libre y la defiende abriendo caminos falsos y trampas mortales.

El cimarrón gangrena la sociedad colonial.

(264)

1711 - Murrí
No están nunca solos

También hay indios cimarrones. Para encerrarlos bajo el control de frailes y capitanes, se fundan cárceles como el recién nacido pueblo de Murrí, en la región del Chocó.

Aquí llegaron hace tiempo las inmensas canoas de blancas alas, buscando los ríos de oro que bajan de la cordillera; y desde entonces andan huyendo los indios. Una infinidad de espíritus los acompaña peregrinando por la selva y los ríos.

El hechicero conoce las voces que llaman a los espíritus. Para curar a los enfermos, sopla su concha de caracol hacia las frondas donde habitan el pecarí, el pájaro del paraíso y el pez que canta. Para enfermar a los sanos, les mete en un pulmón la mariposa de la muerte. El hechicero sabe que no hay tierra, agua ni aire vacíos de espíritus en las comarcas del Chocó.

(121)

1711 - Palenque de San Basilio
El rey negro, el santo blanco y su santa mujer

Hace más de un siglo, el negro Domingo Bioho se fugó de las galeras de Cartagena de Indias y fue rey guerrero de la ciénaga. Huestes de perros y arcabuceros lo persiguieron y le dieron caza y varias veces Domingo fue ahorcado. En varios días de gran aplauso, Domingo fue arrastrado por las calles de Cartagena, amarrado a la cola de una mula, y varias veces le cortaron el pene y lo clavaron en alta pica. Sus cazadores fueron premiados con sucesivas mercedes de tierras y varias veces les dieron títulos de marqueses; pero en los palenques cimarrones del canal del Dique o del bajo Cauca, Domingo Bioho reina y ríe con su inconfundible cara pintada.

Los negros libres viven en estado de alerta, entrenados para pelear desde que nacen y protegidos por barrancos y despeñaderos y hondos fosos de púas venenosas. El más importante de los palenques de esta región, que existe y resiste desde hace un siglo, tendrá nombre de santo. Se llamará San Basilio, porque pronto llegará su efigie desde el río Magdalena. San Basilio será el primer blanco autorizado a entrar. Vendrá con mitra y bastón de mando y traerá una iglesita de madera con mucho milagro adentro. No se asustará del escándalo de la desnudez ni hablará jamás con voz de amo. Los cimarrones le ofrecerán casa y mujer. Le conseguirán una santa hembra, Catalina, para que en el otro mundo Dios no le dé por esposa una burra y para que juntos se disfruten en esta tierra mientras estén.

(108 y 120)

La maríapalito

Hay mucho bicho en las comarcas donde Domingo Bioho reina por siempre jamás en sus palenques. Los más temidos son el tigre, la boa abrazadora y la serpiente que se enreda en los bejucos y se desliza en las chozas. Los más fascinantes son el pez mayupa, que caga por la cabeza, y la maríapalito.

Como la araña, la maríapalito devora a sus amantes. Cuando el macho la abraza por la espalda, ella vuelve hacia él su cara sin mentón, lo mide con sus grandes ojos saltones, le clava los dientes y se lo almuerza con toda calma, hasta dejarlo en nada.

La maríapalito es muy beata. Siempre tiene sus brazos en plegaria, y rezando come.

(108)

1712 - Santa Marta
De la piratería al contrabando

Entre las verdes piernas de la sierra Nevada, que moja sus pies en la mar, se alza un campanario rodeado de casas de madera y paja. En ellas viven las treinta familias blancas del puerto de Santa Marta. Alrededor, en chozas de caña y barro, al abrigo de las hojas de palma, viven los indios, negros y mezclados que nadie se ha ocupado de contar.

Los piratas han sido siempre la pesadilla de estas costas. Hace quince años, el obispo de Santa Marta tuvo que destripar el órgano de la iglesia para improvisar municiones. Hace una semana, las naves inglesas atravesaron los cañonazos de los fortines que vigilan la bahía y amanecieron tranquilamente en la playa.

Todo el mundo huyó a los montes.

Los piratas esperaron. No robaron ni un pañuelo, no incendiaron ni una casa.

Los vecinos, desconfiados, se acercaron poco a poco; y Santa Marta se ha convertido ahora en alegre mercado. Los piratas, armados hasta los dientes, han venido a vender y a comprar. Regatean, pero son escrupulosos en el pago.

Allá lejos, los talleres británicos crecen y exigen mercados. Muchos piratas se hacen contrabandistas, aunque ninguno de ellos sabe qué diablos significa eso de la acumulación de capital.

(36)

1714 - Ouro Preto
El médico de las minas

Este médico no cree en drogas ni en los carísimos polvitos venidos de Portugal. Desconfía de las sangrías y las purgas y poco caso hace del patriarca Galeno y sus tablas de la ley. Luis Gomes Ferreira aconseja a sus pacientes un baño por día, lo que en Europa sería claro signo de herejía o de locura, y receta hierbas y raíces de la región. Muchas vidas ha salvado el doctor Ferreira, gracias al sentido común y a la antigua experiencia de los indios y con la ayuda de la
moza blanca
, aguardiente de caña que resucita moribundos.

Poco o nada puede hacer, sin embargo, contra la costumbre de los mineros que gustan despanzurrarse mutuamente a bala o a cuchillo. Aquí toda fortuna es gloria de un ratito y más vale el taimado que el valiente. No hay ciencia que valga en la guerra implacable por la conquista del barro negro que esconde soles adentro. Andaba buscando oro el capitán Tomás de Souza, tesorero del rey, y encontró plomo. El médico no pudo hacer más que la señal de la cruz. Todo el mundo creía que el capitán tenía guardada una tonelada de oro, pero los acreedores sólo encontraron unos pocos esclavos para repartir.

Rara vez el médico atiende a un enfermo negro. En las minas brasileñas, el esclavo se usa y se tira. En vano el doctor Ferreira recomienda a los amos un trato más cuidadoso, que así están pecando contra Dios y contra sus propios intereses. En los lavaderos de oro y en las galerías subterráneas no hay negro que dure diez años, pero un puñado de oro compra un niño nuevo, que vale tanto como un puñado de sal o un cerdo entero.

1714 - Vila Nova do Príncipe
Jacinta

Ella consagra la tierra que pisa. Jacinta de Siqueira, africana del Brasil, es la fundadora de esta villa del Príncipe y de las minas de oro en los barrancos de Quatro Vintens. Mujer negra, mujer verde, Jacinta se abre y se cierra como planta carnicera tragando hombres y pariendo hijos de todos los colores, en este mundo sin mapa todavía. Avanza Jacinta, rompiendo selva, a la cabeza de los facinerosos que vienen a lomo de mula, descalzos, armados de viejos fusiles, y que al entrar en la mina dejan la conciencia colgada de una rama o enterrada en una ciénaga: Jacinta, nacida en Angola, esclava en Bahía, madre del oro de Minas Gerais.

(89)

1716 - Potosí
Holguín

El virrey de Lima, don Diego Rubio Morcillo de Auñón, entra en Potosí bajo ciento veinte^ arcos triunfales de plata labrada, a lo largo de un túnel de lienzos que muestran a Ícaro y a Eros, a Mercurio, a Endimión, al Coloso de Rodas y a Eneas huyendo de Troya.

Potosí, ay, ya no es la que era. Su población se ha reducido a la mitad. La ciudad recibe al virrey en calle de madera, no de plata. Pero resuenan, como en los tiempos asombrosos, las trompetas y los tambores: pajes de galanas libreas iluminan, con hachones de cera, el paso de los capitanes de a caballo, los gobernadores y los jueces, los corregidores, los embajadores… Con la noche llega, radiante, la mascarada: la ciudad ofrece al empolvado visitante el homenaje de los doce héroes de España, los doce pares de Francia y las doce sibilas. Lo saludan, en fulgurantes vestiduras, el Cid Campeador y el emperador Carlos y cuantas ninfas y príncipes árabes y reyes etíopes en el mundo hayan sido, o en el sueño.

Melchor Pérez Holguín retrata esta jornada de prodigios. Pinta los mil personajes, uno por uno, y pinta a Potosí y al cerro más generoso del universo, colores de tierra y sangre y humo, relumbres de plata, y pinta su propia imagen al pie del vasto lienzo: Holguín, mestizo cincuentón, nariz de águila, largo pelo negro lloviendo del chambergo, la paleta alzada en una mano. También pinta a dos vejetes de bastón y escribe las palabras que les salen de las bocas:

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