Melocotones helados (8 page)

Read Melocotones helados Online

Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
5.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Victoria… victoria…

Pero no se fue; porque esa noche, intuyendo que las abandonaría, que se quedarían solas y sin hombre en mitad del caos de la reconstrucción, Rosa Kodama se retiró discretamente después de cenar, y Silvia, con la misma desgana con la que se enfrentaba a la vida, las ojeras violáceas bajo los ojos claros, y sin molestarse tan siquiera en desenmarañar su pelo blanco, se acercó a él y dejó caer su vieja combinación rosa.

Celebraron juntos la Nochebuena a la manera tradicional: comieron lombarda y puré de castañas, y Rosa subió del secreto arsenal de bebidas un licor fuerte y amargo que los golpeó en la cabeza y los hizo reír con la boca llena de un sabor a algodón viejo. Sin que pudiera evitarlo, a Esteban se le escapaban los ojos siguiendo a Silvia. Ella, animada por él alcohol, reía también, y la euforia le había manchado de rosa las mejillas. Trazaron planes alocados, y cuando escucharon música en la calle (victoria… victoria…), comenzaron a bailar en el café. Galantemente, Esteban tendió la mano a Rosa, y ella apoyó la cabeza sobre su hombro. El café en penumbra podía parecer, con un poco de imaginación, un salón elegante preparado sólo para ellos.

—¿Te habló José de los planes que tenía para el café? —le preguntó en voz baja.

—No hablaba más que de eso —contestó él, de buen humor.

Rosa calló.

—A mí nunca me los contaba —dijo, dolida—. No tenemos otra cosa. Si el café no prospera, mi hija y yo nos moriremos de hambre. Me he quedado sin amistades. No tengo dinero. No nos queda más que este local, y las ganas de trabajar. —Observó su reacción, y luego continuó—. Aquí hay trabajo para ti. Quédate con nosotras. Lo que quieras, lo tendrás. No te costará más trabajo que pedirlo. Lo que sea nuestro, será tuyo también.

Esteban pensó en el capital que haría falta para levantar el café, en los problemas que habría que soslayar. Mucho más tarde pensó también en las cartas de Antonia y su recuerdo ya difuso.

Sin embargo Esteban, repitiendo las palabras de José, dijo:

—La gente traerá ganas de divertirse. —Rosa sonrió.

—La gente querrá lo que nosotras digamos. Como siempre.

Algunas tardes, Silvia se acostaba para dormir la siesta y ya no se levantaba. Tendida sobre la espalda, con la ropa de cama revuelta, fijaba la vista en el techo y dejaba que el tiempo pasara. En esos días ni siquiera bailaba. Esteban había conseguido para ella unas revistas que hablaban de las grandes compañías de ballet, aquellas mujeres irreales vestidas de tules blancos y moños adornados con plumas, y Silvia, de vez en cuando, las hojeaba y copiaba peinados.

—Estás tan guapa… —decía él, adorándola con la mirada.

—Los hombres no tenéis gusto —replicaba.

Sólo se mostraba amable cuando pretendía lograr algo; sus mimos, la inesperada dulzura de su voz, se hacían así doblemente valiosos, y Esteban, en cuanto pudo, la llenó de objetos inútiles y encantadores: sombreritos minúsculos plagados de florecitas, cajitas de porcelana que se abrían mediante un resorte, alfileres para el pecho, el anillo de moda, una perla engarzada en un hilo de oro. Cuando los apartaba de sí con aburrimiento, o se negaba a escuchar las penalidades de Esteban, que peleaba con el estraperlo, que buscaba camareros honrados y muchachas que no lo fueran para el café, a él le invadía una furia sorda, temible, un deseo urgente de estrangularla y conservarla siempre muda y dócil.

—Es muy joven —la defendía Rosa—. Le ha tocado vivir tiempos demenciales.

La madre trabajaba como un animal de carga. Había conseguido unos grandes cortinones de terciopelo de un teatro que tiraban abajo, y durante días los cortó y los cosió con una máquina prestada. Cubrió una pared envenenada de humedad con pedazos de azulejo y espejo rotos, pintó con purpurina las patas y los respaldos de las sillas, colgó los cortinones recompuestos por doquier, compuso flores de tela para sustituir a las viejas de plástico y husmeaba en las mudanzas y los derribos en busca de marcos viejos, de cuadros desechados o de pequeños tesoros: botellas de coñac vacías que llenaba de té, cajas que fueron de puros que ocupaban las estanterías más altas junto a la barra y que contagiaban un aire de opulencia.

En la penumbra, bajo las luces veladas de los quinqués, el local tenía buena pinta. La pared con espejos rotos refulgía y el terciopelo parecía insinuar secretos e intimidades. Incluso los jarrones descabalados y los mantelitos dispares daban una sensación de singularidad, de ambientes buscados y exclusivos. Las muchachas que servían las mesas eran bonitas y, aunque algo cansinas, con el mismo aire resignado de Silvia, aún no parecían gastadas.

El café, sin nombre, porque no encontraron quien les pintara un cartel decente, comenzó a circular en boca de militares poderosos y de los hombres de negocios que querían trabar conocimiento con ellos. Más tarde, ya bajo el nombre de Café-Teatro Besra, la situación se invirtió, y eran los militares los que buscaban a los negociantes con dinero.

Pero cuando eso ocurrió, los malos tiempos habían quedado atrás, y Esteban ya no tenía que ver con las Kodama. El café prosperó, se convirtió en paso obligado de artistas y actores que deseaban triunfar. Una vez al año, por la fiesta nacional, se llenaba de banderitas, de guirnaldas e intenciones patrióticas, y un retrato del difunto soldado José, encargado a partir de unas fotografías, mostraba su frente adusta, cargada de malas intenciones, entre las botellas de whisky; ese día, las consumiciones de los veteranos corrían a cargo de la casa.

Pese a Esteban, pese al ilustre Melchor Arana, ningún hombre importaba para ellas salvo aquél. José les había dado vida, y si Esteban se hubiera parado a pensarlo con calma, hubiera hallado que Rosa, y su hija silenciosa e indolente, habían nacido en realidad del soldado José y del aire. Muerto él, ellas habían persistido en una media vida, en algo que no era la muerte pero se le parecía. Y Esteban, que por mucho que se esforzara no lograba recordar a Jóse sino como a un hombre tosco, vulgar y con una brutalidad encubierta que podrían muy bien convertirle en un hombre malvado, se había embarcado en el propósito de resucitar a dos muertas.

3

Esteban supo que Melchor Arana era su enemigo antes incluso de escuchar su nombre, su codiciado puesto en el cuerpo diplomático y su acento suave, pulido en escuelas llenas de curas y de buenas palabras. El café aún no había abierto, y en mitad de las mesas dispuestas y de las chicas ociosas, el diplomático parecía un príncipe extranjero dispuesto a pasar la noche entre su pueblo. Le tendió la mano izquierda; la derecha jugaba con un encendedor y un cigarro que hacía bailar entre los dedos.

—Melchor Arana —dijo, cortando así la entusiasta presentación de Rosa, alborotada como una colegiala.

Se sentó en una de las sillas doradas y echó una ojeada al local.

—Ah, era hora de que el lujo regresara a esta ciudad.

—Hacemos lo que pedemos.

—Todo el mundo lo hace, pero pocos lo consiguen. Éste será mi café.

A Esteban le molestaban esos aires de conquistador de nuevos territorios. Le molestaba también el traje bien cortado y los modales desenvueltos de Arana. Pero más adelante, salvo por un par de cuestiones, llegó a sentirse anudado a aquel hombre por una estrecha camaradería; con él aprendió la utilidad de ciertos gestos, la distancia que mediaba entre un hombre cortés, como era Esteban, el pobre vendedor de tejidos, y un caballero de mundo. Supo pedir una bebida nueva sin voz ostentosa, y capear los asuntos peliagudos, incluso los del dinero, con el ademán indiferente de quien habla del tiempo. Escogió con él corbatas ligeramente atrevidas y sombreros clásicos, y llegó a distinguir, de una ojeada, quién tenía dinero y desde hacía cuánto tiempo.

—Bah, un fulano más —despreciaba Esteban cuando le presentaban a un recién llegado con fama de distinguido, y Arana asentía con la cabeza, aprobando sus palabras—. Un nuevo rico. Un nuevo rico estúpido al que no le durará la suerte.

Arana era un hombre de recursos, en esencia, y manejaba dinero en abundancia, de modo que no fue la necesidad y los negocios los que le llevaron al Café-Teatro Besra. Por lo que Esteban conocía, era íntegro en su trabajo, y no ocultaba negocios rastreros. No frecuentaba mujeres, no bebía más de la cuenta, ni siquiera le perdían el juego o las apuestas, y nunca, jamás, cerró ningún trato con otros clientes del café. Pese a sus celos, Esteban tardó en comprender que Arana había caído también en una red más sutil, una red del todo impropia de un hombre de su experiencia e inteligencia. Como Esteban, se había sumergido en el hechizo de las Kodama.

Eso fue, en el fondo, lo que los acercó a los dos, aunque nunca demasiado, y los mantuvo a la distancia justa entre el cigarrillo compartido y los celos enfermizos; de no haber sido por la insultante superioridad de Melchor en los juegos de cartas, incluso hubieran podido alejar las formas un poco más y haberse demostrado el afecto que sentían.

Pero estaban Silvia y Rosa, y algo en ellos se resistía a admitir que sabían, que sabían que el otro sabía que los dos compartían aquellas mujeres. No hubiera sido digno. Además, Esteban llevaba muy a mal que le ganara a las cartas.

—Buen vino… ¿dónde lo había ocultado?

—Me dejará que me guarde algún secreto, ¿verdad?

De modo que entre las partidas de cartas y el abrazo de las Kodama, Melchor y Esteban fingían encontrarse en el café por casualidad, charlar de trivialidades por casualidad, y acechaban a las otras, a las que los unían, por si un gesto o un equívoco en el nombre delataba que el otro ganaba, que era el momento de volver la espalda y alejarse de la derrota.

Los modales de caballero contagiados por Melchor Arana y el amor voraz, extenuante que le invadía cuando se encontraba ante Silvia le impedían pensar que se estaba aprovechando de ella. Se sentía capaz de cualquier cosa, y cuando pensaba en el café levantado de la nada suspiraba, satisfecho. A él le debían dinero, protección, el creciente prestigio. Al secretario del embajador, nada. Además, pensaba él con rabia, en poco tiempo Arana cambiaría de destino, y se pudriría en una república sureña cargada de mosquitos y aguas insalubres, mientras que él continuaría cerca, como bastión de apoyo. Y las Kodania comprenderían que no era a alguien como al otro a quien necesitaban, una mariposa de vuelo rápido y fugaz recuerdo, sino la firme estabilidad y el aliento constante de Esteban.

—Melchor es un caballero —se limitaba a decir Rosa, si él sacaba el tema—. Ojalá conociéramos a muchos como él.

Tardó en saber de la relación entre Silvia y Melchor. Durante las primeras semanas estaba convencido de que el diplomático se trataba únicamente con Rosa, más próxima a su edad y a su conversación, porque Silvia apenas miraba a Arana, y hablarle era como dirigirse a una pared:

«Sí», «No», «Bien», «Oh, déjame», era cuanto sabía decir.

No hubiera podido imaginártelo; tardó mucho en estar seguro, primero, de que Arana se entendía con Rosa. Una noche los dejó solos, charlando, y al despertar, ya muy avanzada la mañana, se los encontró en idéntica posición, frente a la cafetera vacía, con el sueño espantado y una rigidez en el rostro propia de los iluminados, de los enamorados, de los sonámbulos.

—Se nos hizo tarde hablando… —se disculpó Rosa.

—Bueno, ahora es demasiado temprano —dijo Esteban, intentando parecer ingenioso.

Quedaron claras, en otras noches con menos café y más quebrantos, las intimidades de Rosa y el secretario; y no tardaron en seguir otros juegos con la hija en el saloncito abigarrado de botones de capitoné y de forros rojos, en las noches que Silvia le negaba a Esteban. Él los escuchaba. Los ruidos animales del amor, la respiración agotada y el grito sofocado de Arana. Ni siquiera con la puerta cerrada, con el auxilio de las mantas sobre la cabeza, podía dejar de oírlos.

En varias ocasiones, Esteban pensó en coger su fusil, que no había entregado tras la guerra, y descargárselo en la cabeza al fatuo diplomático. Ahogar definitivamente su grito. Si no con balas, podía emplearlo como maza, y destrozar de un golpe al amigo y al rival. Le contenía la misma prudente desidia, la cobardía paralizante que le había impedido, al principio de la guerra, escapar de una situación que conocía de antemano. De modo que los días pasaban en el acecho constante a Arana y a Silvia, y las noches en vela le veían ingeniar modos de retener a la chica, de robarle un beso, de forzarla a declarar que le amaba.

En una noche como aquéllas, en las que no dormía hasta que escuchaba a Silvia regresar a su habitación, se encontró con Rosa entre los brazos. Se sorprendió. Por un momento, le invadieron las ganas de llorar, pero no la echó de la cama. Ni siquiera encontró fuerzas para pensar en razones. Se valió de ella como de una valeriana para calmar los nervios y encontrar el sueño.

—No hay nada que no tenga arreglo… —susurraba ella, muy cerca de su oído—. Nada que no pueda remediarse.

Por la mañana, Rosa ya no estaba, y durante varios días sus visitas fugaces quedaron enterradas por las sombras de la noche y el deseo de Esteban de que no fueran ciertas. Creía a Rosa enamorada de Melchor, y supuso que tal vez los celos la llevaran a vengarse de esa manera. Él se consideraba un buen mozo, y no veía qué tenía Arana que no tuviera él. Tal vez Rosa se hubiera enamorado de él desde el principio, pero no había querido entrometerse en el camino de su hija. Pensó en todas las posibilidades menos en la verdadera.

Muerto José, Rosa no volvió a entregar su amor a nadie. Se miraba al espejo, y con la misma avaricia con la que contaba su dinero, calculaba el tiempo que le quedaba hasta la próxima arruga, hasta que la edad la dejara sin más arma que la astucia para lograr sus propósitos. Durante muchos años se esforzó por esterilizar de todo afecto a su hija, a la que adivinaba tierna e impresionable. No se engañaba respecto a su futuro: ni Silvia ni ella valían nada sin el café. Silvia, si lograba mantener la cabeza en su lugar, podría casarse bien. Pero tras la guerra quedaban pocos hombres disponibles, y la mayoría de ellos, callados y hoscos, trabajadores incapaces de labrarse un futuro distinto del pasado.

—Una mujer sin un hombre es poco más que un barco con el ancla perdida.

Por las noches, mientras servían las bebidas y circulaba el dinero, ella avanzaba entre las mesas y sonreía. Pacientemente, tendía su tela y esperaba. Se lograban grandes cosas con la paciencia y un oído atento.

Other books

Fire in the Steppe by Henryk Sienkiewicz, Jeremiah Curtin
Underground by Andrew Mcgahan, Andrew McGahan
Blackstaff by Steven E. Schend
Stealing Phoenix by Joss Stirling
Wanderlust Creek and Other Stories by Elisabeth Grace Foley