Melocotones helados (2 page)

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Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
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El abuelo había terminado la merluza, y señaló con un gesto los pastelitos.

—Complácele. Si no, no callará en toda la noche.

Elsa, obediente, comió. Alguna ventana abierta se batía, y la corriente le golpeaba directamente en la espalda. Bajó la mirada: el vaso de leche se confundía sobre el mantel, y los platos de loza, relucientes, dolorosos para los ojos adormecidos, chocaban contra las manchas de jugo de fresas. Se esforzó por bostezar.

—Esta niña tiene sueño —dijo inmediatamente la tata.

—Un poco —mintió Elsa grande.

Les dio los regalos que su madre le había metido en la maleta y logró marcharse a la cama. Se sentía como una cría, como si el tiempo no hubiera pasado y ella tuviera quince, trece, nueve años.

Nueve años. La edad de la otra Elsa. De aquella niña a la que habían llamado siempre Elsita.

Ella, por supuesto, apenas sabía nada de la niña Elsa. Conocía, eso era cierto, que los abuelos habían tenido una niña llamada así. Ella y su prima debían el nombre a esa niña. Lo supieron por sus madres, porque los padres nunca mencionaban nada al respecto, y ellas nunca se hubieran atrevido a preguntar al abuelo. Cuando Elsa grande creció, le pareció de mal gusto bautizar a una niña, a dos, en este caso, a ella y a su prima, con el nombre de otra ya muerta.

Si es que estaba muerta. Nunca la encontraron. Por lo que a Elsa grande se refería, una tía con dos sobrinas de nombre y apellidos idénticos podría vagar por el mundo, naufragando en todas las confusiones posibles. Entraba dentro de lo verosímil que la encontraran un día, gracias a un error burocrático.

A Elsa grande la preocuparon esas cosas en plena adolescencia; odiaba su nombre, y se aferraba a la idea de que demasiados nombres repetidos sólo conducían al caos y a la mezcolanza. Si lo que deseaban era perpetuar el recuerdo de aquella niña, ahí les quedaba la prima Elsa. Por lo pronto, las habían marcado de por vida: Elsa grande, Elsa pequeña, las llamaban, para diferenciarlas. Ella deseaba llamarse
Lilian.
O
Alejandra.
Con el tiempo,
Elsa
le pareció adecuado. Tendrían que pasar diecisiete años para que, de nuevo, quisiera ocultar su nombre.

De modo que el remite de la carta que su amiga Blanca recibiría sólo estaría marcado por tres letras, tres iniciales: E. L. V. No sentía sueño. Había querido alejarse de las manchas de sangre de fresa sobre el mantel y de la solicitud cariñosa, preocupada, de la tata. Con la maleta ya deshecha y las cosas ordenadas, lo único que podría distraerla sería escribir a Blanca y, si le sobraba el tiempo, a Rodrigo. Encontró papel, y abrió la ventana antes de sentarse. Entonces se concentró en el viaje envuelto en calor, en el olor espeso y familiar del piso del abuelo; esos detalles agradarían a Blanca. Con ella resultaba sencillo despegase de su máscara de frialdad, llorar, y no le importaba que al recibir la carta se advirtiese que había llorado.

No podía contarle que lo que más le había impresionado de la ciudad había sido contemplar unas estrellas pintadas sobre la cúpula de una de las iglesias. La tacharía de fría, de observar su vida siempre a distancia. No entendería la manera en que le había sobrecogido al encontrarse, de pronto, en un lugar distinto, en medio de un pueblo con el suficiente tiempo libre, con la suficiente alegría como para decorar las torres más altas con estrellas doradas, con azulejos pintados de azul y verde.

El abuelo fingió olvidar sus vitaminas, pero la tata colocó los dos botecitos sobre la mesa y le vigiló por el rabillo del ojo mientras levantaba la mesa: las fresas en su cajoncito, el vaso de leche vacío, el plato con dos canutillos. Los comería ella. El abuelo no era goloso, y aunque de vez en cuando picaba alguna rosca, o una pasta, no sentía especial aprecio por los canutillos.

La tata pensaba que se trataba de los recuerdos. Cada vez que el abuelo se llevara un dulce a la boca regresarían para él los tiempos de la pastelería, cuándo aún vivían su mujer y la niña, cuando no resultaba necesario consultar las esquelas, porque no había muerto nadie importante, y el interés se centraba en los vivos, y él se llamaba Esteban, y ni siquiera dedicaba un pensamiento a sus invisibles nietos, los nietos que estaban por venir.

La tata tenía buena intención, pero se equivocaba, pese a los largos años compartidos y los hábitos comunes. Al abuelo nunca le habían gustado los dulces, como a la mayor parte de la familia. Él y sus hijos, Miguel y Carlos, estaban hartos de verlos en la pastelería. Si algún recuerdo le traían, era el de las conversaciones interminables, los viajes al monasterio para conseguir el chocolate a un precio razonable, los regateos con la fábrica de mantequilla. La elaboración de los dulces, las ideas y los ensayos delicados quedaban para Antonia; tal vez ella sí se sintiera invadida por nostalgias amables cuando los comiera, tal vez por eso ella sí fue golosa. Para el abuelo la melancolía iba unida a Silvia Kodama, y Silvia se encontraba muy alejada de los avatares de la pastelería.

Además, hacía años que el negocio lo regentaba César, y con la firma del contrato el abuelo se había sentido descargado de gran parte de su responsabilidad. Nadie conocía la pastelería mejor que César, que había comenzado de aprendiz en ella cuando Antonia decidió abandonar las lágrimas y dedicarse a los hornos; mimaría a la clientela y, ante todo, cuidaría del nombre de la pastelería. César era ya viejo, porque no podían ser muchos los años que el abuelo le llevara, pero se conservaba bien, con el pelo cano, jovial y obsequioso, los mismos gestos vivos y el hablar grandilocuente de tiempos pasados.

En sus visitas semanales al pueblo, la tata no olvidaba pasarse por la pastelería y encargar los pasteles que le pa-reciera; no había abandonado sus maneras despóticas, y señalaba con el dedo los dulces encerrados en los féretros de cristal, sin mirar a César.

—Unas yemas. Unas bolas de coco. ¿Es buena esa tarta? No tiene una pinta demasiado…

La tarta hubiera dado envidia a cualquiera, pero la tata no era cualquiera, y para ella, los pasteles habían iniciado su decadencia en el momento en que el abuelo, el señor Esteban, había abandonado Virto.

César no rechistaba, y ni siquiera le hubiera pasado por la mente la idea de cobrarle los pasteles. Por muchos años que transcurrieran, la pastelería nunca sería suya: se había resignado a ello. Además, de un modo u otro, siempre supo buscar cómo vengarse de la familia.

Cuando aquella semana la tata apareció por la pastelería, César esperaba un par de frases comunes, a las que podía responder aun antes de escucharlas. No se imaginaba, de ninguna manera, la noticia de que una nieta de Esteban, del señor Esteban, aparecería por Duino.Una de las Elsas.

—¿Qué Elsa? ¿La de Miguel o la de Carlos?

La tata tiró del ovillo familiar. Elsa grande, la niña de Miguel. Era pintora, y no se había casado aún.

—¿Y a qué viene una chica de la capital a pudrirse en Duino?

Con discreción, la tata calló lo poco que le habían contado. Había condescendido a enseñar al que no sabía, pero no consideraba a César digno de una charla profunda.

Se encogió de hombros.

—Querrá cambiar de aires. La juventud se aburre en todas partes. Ponme un cuarto de yemas.

César, con la curiosidad mordiéndole tras los labios, se puso los guantes y escogió los dulces. Si la tata hubiera encontrado al maestro o al alcalde, o al menos a la mujer del alcalde, una mujerona que se llamaba Patria, a la que conocía desde niña; tal vez hubiera entrado en detalles, pero el alcalde y la mujer estaban de comida en un pueblo vecino, y el maestro, el pobre, salía poco de casa desde que el asma había enraizado definitivamente en sus pulmones, y en aquella ocasión no se encontraron ni en la plácita ni en el parque junto a la estación.

César, conocedor de su posición, y con una inquietud que le aceleró la respiración, no quiso saber más. Recordaba a la niña Elsa prácticamente todos los días; era el custodio de su memoria. Había atesorado los momentos preciosos de la niña: un vestido blanco y rojo que estrenó, con un bordado de pajaritos; las conversaciones con los amigos invisibles; la niña intentando llegar a los pedales de la bicicleta; la niña metiendo el dedo en la crema pastelera, y luego en la nata, para conseguir una
astrid
de dedo; la niña aburrida, rondando el horno en busca de alguien con quien jugar.

—¿Juegas conmigo, César?

—Ahora no, Elsita… Espera un rato.

—¿Cuánto rato?

—Un rato.

Desde que Antonia, la señora Antonia, había muerto, él velaba por la pastelería, él se aseguraba de que la fama no decayera. Sin revelárselo a nadie, había rectificado algunas recetas, había incluido proporciones mínimas de química para alargar la vida de la bollería y que pudiera soportar en buenas condiciones viajes de hasta dos días. Ya no se limitaba, como habían hecho siempre, a vender los dulces en los pueblos vecinos y en Duino. Exportaba trufas y turrones, y varios restaurantes de lujo se surtían exclusivamente en la pastelería. Mantenía en secreto el auge de la empresa, temeroso de que el señor Esteban le aumentara la renta, o quisiera recuperar el negocio, de modo que mantenía de cara al pueblo una fachada honrada, próspera pero no opulenta, y cargaba de madrugada las furgonetas con los envíos. No le remordía la conciencia. El dinero llegaría a él, pero el nombre que se engrandecía continuaba siendo el del señor Esteban.

Sólo dos variedades de pasteles se servían exclusivamente en el local: las estrellas, que debían freírse y servirse en caliente, y que aún no habían logrado superar la congelación en condiciones, y las
elsas.
César aducía que el merengué no soportaba el calor, y se echaba a perder antes de salir por la puerta.

Mentía.

En la carta que Elsa grande escribía a su amiga Blanca hablaba poco del abuelo y mucho de la tata, porque Elsa sabía que su amiga consideraría más interesante la existencia de una criada eterna, perteneciente a la familia, que la de un abuelo. Sin embargo, sí incluía un retrato colgado en su habitación, en el que el abuelo aparecía vestido con traje de espiguilla y un sombrero en la mano. Tenía veintidós años. Aún no había comenzado la guerra, aún nadie sospechaba que una guerra se convertiría en una guadaña de vidas. El abuelo, pese a su traje y su seriedad, mantenía la mirada de un niño. Antes de ser hombre le aguardaba un viaje de doce horas a Desrein y cuatro años de guerra.

La tata, perfectamente ignorante de su importancia en la carta, se recogía el pelo para dormir y se asomaba a la habitación del abuelo antes de acostarse.

—Dios mío
—pensaba, al contemplar la cabeza blanca del señor Esteban sobre la almohada—,
qué triste es hacerse viejo.

Luego aguardó en el pasillo ante la puerta de Elsa.

—Apaga esa luz, niña. Que ya no son horas. Te vas a dejar los ojos.

—Ya va, tata. Estoy terminando una carta.

—¿Una carta? ¿Por qué no llamas por teléfono, que terminas antes? Además, mañana tenemos que hablar de muchas cosas. No sé ni qué te gusta para comer.

—Cualquier cosa. Lo que sea.

—Lo que sea. Qué fácil es decir eso.

A la tata le preocupaba también la factura de la luz, y el modo en el que podrían tratar con delicadeza la cuestión del dinero que aportaría Elsa grande para el mantenimiento de la casa. El abuelo no había querido escuchar ni una palabra sobre el asunto.

—Para una vez que vienes aquí, ¿vas a hablar de pagar a tu abuelo? Dejemos eso…

Elsa grande le había dicho claramente lo ofendida que se sentiría si vivía de balde, como una invitada sin fecha de partida. Respecto a la tata, Miguel había hablado con ella por teléfono y le había ordenado que aceptara el dinero. Si las dudas de la tata hubieran persistido, aquella llamada las habría disipado. Así fuera acompañarle al infierno, ella haría siempre lo que dijera Miguel, y más aún si se trataba de atender a su hija, que se presentaba tan de improviso. Huyera la muchacha de lo que huyera. De una pena amorosa, de una enfermedad maligna o de algún peligro al que no se debía poner nombre.

De un peligro al que no se atrevían a poner nombre. Porque en Desrein, unas semanas antes, habían comenzado las cartas en blanco…

Cuando Elsa grande recibió la primera carta en blanco pensó que había sido un error. La encontró en medio de las facturas del banco y de una postal de Antonio. Se trataba de un sobre comercial con una etiqueta y su nombre mecanografiado. Mientras subía la escalera a su pisito lo rasgó y extrajo la carta, un folio limpio, doblado en cuatro. Creyó que se trataba de propaganda personalizada, y que, por descuido, habían introducido un folio no impreso.

La segunda carta llegó en un sobre idéntico. Elsa grande se detuvo en el tercer piso y observó la hoja al trasluz. Incluso recordó antiguas argucias infantiles que su hermano y ella empleaban cuando jugaban a los espías, y chamuscó el sobre y su contenido sobre una vela, por si habían escrito algo con zumo de limón, o con leche. No encontró nada. Se sentó a la mesa de la cocina, con el entrecejo fruncido. Cuando era niña habían; recibido varias cartas anónimas. Debían hacer veinte copias, incluir una monedita con cada una y enviarlas sin remite a sus amigos. Un sacerdote había iniciado la primera hacía ya treinta años; la carta había dado varias vueltas al mundo, y los instaba a continuar la cadena, para difundir así la amistad y la alegría. De lo contrario, la mala suerte caería sobre ellos y su familia: perderían a seres queridos, se arruinarían, su salud se deterioraría.

Elsa grande y su madre se asustaron mucho ante aquellas cartas y, pese a las burlas del padre y de Antonio, copiaron la carta, pegaron la moneda con una tirita de papel adhesivo y repartieron los sobres por los buzones de los portales vecinos. Aunque habían sorteado la mala suerte, Elsa no quedó del todo tranquila: con esa carta extendía las amenazas a gente inocente, que caería ante el poder de la cadena. Repitieron el proceso dos veces más. A partir de entonces, Elsa grande y su hermano inspeccionaban el correo y palpaban los sobres sospechosos. Si encontraban evidencias de una moneda, la arrojaban a la papelera sin abrir.

La segunda carta en blanco que recibió al poco tiempo le hizo revivir aquellos temores, y la tuvo dando vueltas sobre la mesa y el fogón durante varios días. Acababa de mudarse de piso, pero el sobre indicaba muy claramente su nombre, de modo que no se trataba de una confusión.

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