Melocotones helados (13 page)

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Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
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Menos mal que tenía a los amigos invisibles.

Aunque era Antonia la que dedicaba la mayor parte de su tiempo a la pastelería, nadie prestaba mucha atención a sus gritos ni a sus súplicas. Quien mandaba en la pastelería, quien era obedecido ciegamente, era su marido. Y quien gobernaba la casa era la tata. Sin embargo, tanto Esteban como la tata mantenían un secreto pacto, una alianza para que Antonia nunca lo supiera. Para sus adentros, Esteban temblaba al imaginarse a su mujer al frente del negocio. Poseía tanto sentido común como una oveja.

El reino de Antonia, el lugar donde nadie se hubiera atrevido ni siquiera a sugerir nada, era el obrador. Allí ensayaba y probaba las recetas de un libro de repostería europea que le habían regalado los cuñados de Duino. Por desgracia, lo habían escrito en francés e inglés, y Antonia no tenía ni idea de ninguno de los dos idiomas, de modo que le pidió a la maestra que hiciera el favor de traducírselo.

Puso en un compromiso a la maestra, que se defendía con el francés, o al menos llegaba al nivel exigido en un colegio de niñas, pero no entendía apenas palabra de inglés. Como no estaba dispuesta a reconocerlo, hizo lo que pudo, que no fue suficiente para convertir a Antonia en una experta en dulces europeos. Se familiarizó con las crepés y los bavarois, pero los marrons glacés dejaron durante años pucheros con trocitos de castaña desperdigados e hilos de caramelo difíciles de quitar.

Como no le quedó otro remedio, se inventó lo que era el plum-cake. Le añadió zanahoria por su cuenta, pero salvo ese detalle, se acercaba bastante al original. Los dibujitos del recetario también eran una ayuda. Antonia miraba las palabras del recetario europeo como si fuera chino, y su opinión sobre la maestra subió muchísimo después de la rudimentaria traducción.

Si Carlos o Elsita se sentaban en la encimera para observarla, les pedía su opinión.

—Anda, abre la boca y prueba esto.

También a ellos les daba los moldes sin limpiar.

—¿Quieres limpiarlo?

Elsita aprovechaba los restos del molde con el dedo, merengue, o mantequilla batida, o la masa de algún bizcocho, y luego lo llevaba al fregadero. También ayudaba a rallar el chocolate, o adornaba con flores de papel y galleta las tartas.

—Muy bonito —decía Antonia, que colocaba la tarta en una de las vitrinas. Luego daba un paso atrás y observaba la obra—. ¿Qué iba a hacer yo sin mi niña?

En una alacena con puerta de madera, para que la claridad no estropeara los tesoros que se guardaban dentro, Antonia reservaba las delicadezas que se usaban con poca asiduidad: Elsita se distraía ordenando los frasquitos de cristal amarillento y unas vasijas de porcelana blanca con flores azules y tapaderas muy graciosas. Pasaba el dedo por la superficie y leía los nombres escritos.

—Adormidera, eufrasia, corteza de sauce, arrayán…

Antonia las había conseguido en la botica. El coco rayado iba a la vasija de eufrasia.

También en un armario oscuro guardaba las mermeladas de mora y las frutas blandas y de temporada, que conservaban en almíbar, porque la temporada era corta. Como había que aprovecharla todo lo que se pudiera, porque los habitantes de Virto eran muy aficionados a las moras y a las fresas, Antonia reclutaba a toda la chiquillería, les daba unos cubos y los mandaba a buscar entre las zarzas. Como recompensa, recibían un pastelito cada uno, y quien le trajera mayor cantidad en el cubo, una
sabina
de dos céntimos.

Era el regalo más apreciado. Los pasteles se fundían en seguida en las bocas ansiosas, pero el caramelo blanco y rojo perduraba toda la tarde. Los afortunados enseñaban a los demás sus lenguas teñidas de rosa; durante esos meses se extendía un auténtico contrabando de moras.

En cestas, a media altura, conservaban las pasas, los dátiles y los orejones. Antonia no sentía mucha afición por ellos, y a veces fermentaban y se echaban a perder. Elsita olfateaba de vez en cuando las cestas.

—Mamá…

—No me digas que…

Elsita asentía con la cabeza, compungida.

—Bueno, no pasa nada —decía su madre, torciendo la nariz ante el olor avinagrado de los dátiles—. Se los daremos a César, para que los eche a las gallinas. Así papá no sabrá nada.

Y la niña, que iba conociendo la importancia de que papá no supiera nada en determinados casos, callaba, y se prometía ser más vigilante. Menudos eran los amigos invisibles, que no la ponían en alerta sobre esas cosas.

Pero la parte secreta de la pastelería no terminaba allí; también cocían membrillo, vendían aceitunas en salmuera y, a temporadas, conseguían un queso de cabra muy apreciado que Esteban compraba a un pastor. Almacenaban varios sacos con nueces y almendras, tabletas de chocolate que parecían ladrillos, trabajo de monjes, y café en paquetitos que se cuidaban mucho. Había tambien miel de romero y unas cuantas botellas de aguardientes y vinos dulces que Antonia mimaba como a criaturas. Ajenjo, licores con endrinas de espino negro y palos de canela.

El café se vendía; el chocolate, si el cliente se encontraba en mucho apuro y había confianza, también. Con los frutos secos, Antonia era sorda a las protestas: algunas tardes se reunía toda la familia en la cocina y cascaban las nueces; los niños las separaban de las cascaras, y las iban guardando, una a una, en un bote, como si arrojaran monedas a la hucha. Las nueces no. Eran como una familia.

Las botellas tampoco estaban a la venta. Las reservaban para regalos de mucho compromiso.

Uno de los amigos invisibles más cariñosos de la niña Elsa vivía allí, en los rincones del chocolate y los frutos secos. Se llamaba Manzanito porque, antes o después, aparecía en todas las manzanas asadas. A Elsita le bastaba asomarse sobre el plato y mirarlo fijamente. Al cabo de un momento distinguía entre la piel arrugada la cara del amigo invisible. Entonces sonreía.

—¿Qué haces, jugando con la comida? Anda, come de una vez.

Manzanito le hacía mucha compañía. Estaba también Toby, que charlaba con ella cuando tenía que quedarse al sol con la hija del maestro. Toby, era evidente, se parecía a un perro, y la obedecía siempre, no como la mayoría de los perros del pueblo, que la miraban como si no la comprendieran.

Elsita había intentado en vano interesar a Leonor en el juego de Toby. Leonor abría mucho los ojos y procuraba entender de lo que le hablaba, pero no se podía contar con ella. Toby se tendía a sus pies, junto al banco, como un buen perro invisible, y de vez en cuando Elsita le guardaba huesos invisibles para que los enterrara.

Había también otro amigo invisible, pero se negaba a revelar su nombre. Vivía en casa, en el horno, aunque estuviera encendido, y era un hombre bajito y malhumorado con barba. A veces se sentaba en el rincón de la leña. Elsita le tenía un poco de miedo, y procuraba no molestarle. Hubiera preferido encontrarse con otro tipo de amigo invisible pero así eran las cosas. No eran muchos, sólo tres, pero que Elsita supiera, era la única niña del pueblo que los tenía. Debía de ser algo parecido a la medalla de oro o a la promesa del reloj del bachillerato. Ella no decidía sobre aquellos asuntos, ni sabía quién ordenaba a un amigo invisible ser amable o arisco. Había que aceptarlos, como a sus hermanos, o como a la compañera de mesa que le asignaran en el colegio. Además, era mejor que el amigo del horno no se enterara de su antipatía.

5

De vez en cuando, Esteban cogía el tren y se marchaba a Duino. Allí conocía varias tiendas de ultramarinos, y uno de los mayores placeres de su existencia era regatear con los dueños. Por cualquier cosa, por herramientas que no pensaba comprar, por el mero placer de convencer al adversario. Avisaba a su mujer con dos días de adelanto.

—Si quieres que te traiga algo, vete pensándolo.

Antonia suspiraba, porque ese
algo se
refería a utensilios para la pastelería o a compras menudas. Si le pedía que le mirara unas medias, o un simple paquetito de horquillas, encontraba mil excusas.

—Yo de eso no entiendo, ya lo sabes. Uno de estos días vamos los dos, y compramos lo que quieras.

—No puedo dejar la pastelería sola.

—Mujer, porque César se encargue de ella por un par de días no va a pasar nada.

—No me fío. Además, no me digas que te costaría tanto comprarme unas medias.

—Que no, que no. Que yo de eso no entiendo.

Le había bastado para hartarse la temporada en la que se manejaba a sus anchas con los estraperlistas y regalaba lindas chucherías a Silvia Rodama. No quería caer en lo mismo. Inflexible, preparaba lo que necesitaba para el viaje y se despedía. Ya en el tren, leía la lista que Antonia le había metido en el bolsillo.

Batidor de alambre

Cuchillo que NO tenga filo de hierro

Pesajarabes

Guantes de caucho GRUESOS

Nitrato amónico

Goma arábiga

Laca para el pelo

Incluso le había metido un botecito con spray para la laca.

—Qué le hará esta mujer a los pesajarabes —pensaba—. Es el tercero en lo que va de año.

Sonreía y se recostaba contra el respaldo. A veces descabezaba un sueñecito, que se interrumpía de estación en estación, y que le dejaba fresco y despejado al final del viaje. No mentía a su mujer: iba a Duino a comprar y a pagar, y a cumplir como buen vecino con todos los recados que el resto de los de Virto le encargaban. Dormía en casa de sus cuñados, y mantenía unas sobremesas interminables con ellos.

—Deberíais veniros una temporada al pueblo.

—Sí… a ver si para el otoño echamos allí unos días.

—¡No lo vais a reconocer. Han cambiado tantas cosas…

La cuñada se afanaba en atenderle bien, y le servía siempre más comida de la que él era capaz de terminar.

—Qué barbaridad, mujer. ¿Me ves cara de hambre?

Regresaba con unos juguetes para los niños y todos los encargos cumplidos. En la maleta, una maleta de viajante, llevaba el frasquito con laca, envuelto en dos pañuelos, para que no le manchara nada. Traía también una amargura enterrada entre los recados, doblada apaciblemente con la ropa limpia, tan oculta que todos le comentaban lo bien que le sentaba visitar la ciudad. Y él callaba, asentía, sonreía y escondía aún más su pena.

Tampoco en aquella ocasión la compañía de Silvia Kodama había actuado en Duino.

No es que él la buscara. En los primeros años de su matrimonio, odiaba a Silvia Kodama con toda la fuerza de la que era capaz. Se sentía nervioso, se entristecía por cualquier cosa. Despertaba en mitad de la noche angustiado. Antonia lo notaba, y lo comentaba con la tata.

—¿Qué le pasaría en la guerra?

—Es mejor que no queramos saberlo.

Su mujer suspiraba.

—Lo que habrán tenido que presenciar estos hombres…

Y se esforzaba por mostrarse solícita y cariñosa. Mimaba a Esteban, y aunque él lo demostraba poco, se lo agradecía. Antonia cocinaba siempre algo especial para él, porque era quisquilloso con la comida, y cuidaba de sus ropas como si fueran seres vivos. Incluso durante el embarazo de Carlos, en que caminaba a rastras por toda la casa, con las piernas hinchadas y el mareo constante, se desvelaba porque todo estuviera al gusto de Esteban. Pero en aquella ocasión Esteban la miraba poco, y no se lo agradecía en absoluto.

Cuando Antonia murió y, unos días después del entierro, los hijos también se fueron, Esteban se sentó en su sillón, en el piso de Duino, y pensó en ella. Salvo la pastelería, no había poseído nada propio; ni siquiera una opinión. Era él quien se las dictaba. Hubiera debido hacerle más caso, haberse preocupado, al menos mínimamente, por lo que ella deseaba. Le pesaban las medias que no le había comprado, las horquillas que ella echó de menos y que él se había negado a buscar en las tiendas.

Sintió que su entereza flaqueaba y se repuso. Al fin y al cabo, Antonia había sido feliz con aquella vida sumisa, y una esposa así, sumisa pero feliz, era lo que él había deseado. Después de abandonar a Silvia y a Rosa Kodama, se había jurado que jamás tendría nada con una mujer que supiera lo que quisiera.


Le conseguí la pastelería
—pensaba—,
le di los caprichos que quería. Logré que nos viniéramos a Duino, como ella deseó. Yo le quité esas ínfulas de niña y la convertí en una mujer honrada y trabajadora.

Continuaba sentado en el sillón, paralizado.


Entonces, ¿qué es lo que me pasa?

Muchas mujeres no tuvieron tanta suerte. Recién casadas, o a punto de estarlo, la guerra les cortó de cuajo las esperanzas. Las que sobrevivieron desarrollaron una piel dura como un cuerno. Como Rosa Kodama, regentaron un negocio sin escrúpulos ni dudas, o tiraron de sus hijos trabajando en lo que pudieron. Otras no resistieron la prueba: caminaban por las calles, enloquecidas, o marchaban a trabajar a otras ciudades, y a veces no regresaban ni se volvía a saber nada de ellas. Los niños quedaban al cuidado de los abuelos. Crecían flacos, con los ojos enormes y siempre hambrientos de atención, de cariño.

Eso era lo normal: que desaparecieran los padres en la guerra, que desaparecieran las madres, incapaces de soportar la presión. Los niños no desaparecían. Todo lo más, se largaban durante una tarde, en mitad de una travesura, y regresaban al anochecer, con hambre, sucios, un poco avergonzados. No se desvanecían en la nada y dejaban atrás padres, hermanos, una tata, amigos invisibles que ya no tenían razón de existir. Eso no se hacía. No eran ésas las leyes.

Y Elsita no solía saltarse las leyes.

Eso quedaba para Carlos y Miguel.

No les quedaba otro remedio si pretendían seguir siendo los dueños del pueblo. Ellos eran sólo dos. Algunos de los niños de Virto tenían siete hermanos, y muy pocos escrúpulos a la hora de tirar una piedra. De modo que si era necesario faltar a la escuela, o actuar como un muchacho responsable y recto y revelar el nombre de quién había roto un cristal o de quién había soltado la vaca en el sembrado, se hacía sin más problemas. Los adultos los trataban con consideración, y los niños, a regañadientes, soportaban sus manejos. Carlos se llevaba la peor parte, porque con Miguel ni siquiera se atrevían a quejarse.

—Eres un cerdo.

—Espera que se lo diga a mi hermano.

—Tu hermano, ¿qué? ¿Me vas a asustar tú con tu hermano?

Pero si Miguel se asomaba por allí, el atrevido callaba. Miguel se acercaba a él con calma y total parsimonia.

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