Mientras seguían su camino, Elner pensó de repente en algo.
—Oye, Ida, ¿qué pasó con la Biblia de la familia Knott? La última vez que la vi la tenía Gerta, pero después de morirte tú nadie la encontró.
—La escondí —admitió Ida.
—¿Dónde?
—No me acuerdo.
—¿Por qué la escondiste? —quiso saber Elner.
—Pensé que era lo mejor —dijo Ida.
—¿Por qué?
—Porque allí hay información familiar personal que no tiene por qué saber la gente, por eso. Tú no quieres que nadie se meta en tus asuntos, ¿verdad? En todo caso, ¿por qué preguntas?
—Porque quiero saber cuántos años tengo, o tenía. Ahora mismo serán cerca de noventa, ¿no crees? —explicó Elner.
—Oh, Elner —soltó Ida con tono de mofa—. A mí estas cosas me dan igual; y en cualquier caso, ¿por qué es importante la edad? Siempre digo que uno tiene la edad de su corazón.
A Elner no se le escapaba que Ida estaba ocultando información. Ida sabía exactamente dónde había guardado la Biblia y los años que tenían las dos. «Además —pensó—, es absolutamente imposible que tuviera cincuenta y nueve años al morir, y el que una persona siga quitándose años después de muerta es bastante fatuo, la verdad.»
Mientras seguían andando, Ida recordó el día en que murió su otra hermana, Gerta. Era un día gris que hacía un frío que pelaba, y ella llevaba un enorme abrigo de piel y salió por la puerta con la voluminosa Biblia bajo el brazo. Naturalmente, sabía que no podía quemarla, ni tirarla al río, ni arrancar las páginas ofensivas ni hacer nada blasfemo, así que la escondió hasta la primavera, luego la envolvió en algodón, la metió en un recipiente hermético y la enterró en su rosaleda. No se arrepentía ni se sentía culpable por ello. Siempre había mentido sobre su edad, y no veía por qué iba a dejar de hacerlo ahora. Además, quitarse unos años por aquí o por allá no era realmente mentir, sino una cuestión de supervivencia.
Si la familia Jenkins hubiera sabido que la chica con quien quería casarse su hijo Herbert era al menos ocho años mayor, quizá no habría visto la boda con buenos ojos. Acababa de pescar un buen marido, por así decirlo. El padre de Herbert poseía varios bancos en todo el estado y era una figura importante. Herbert no era gran cosa, pero para ella suponía su última posibilidad de prosperar, y sacó el máximo provecho de ello. De hecho, como esposa del presidente de un banco, exprimió hasta la última gota de sus ventajas. Aunque se trataba sólo de una sucursal en la pequeña ciudad de Elmwood Springs, Ida no paraba de darse bombo. De todos modos, mantener las apariencias y ocultar además su verdadera edad resultaba agotador. Una vez casi la pillan, cuando cierta persona mezquina y celosa enseñó a Herbert el anuario del instituto. Ida mintió, por supuesto, y dijo que no era ella, sino una tal Ida Mae Shimfissle, una prima lejana que se había mudado hacía años. Y Herbert, hombre confiado, la creyó.
Y luego, después de todo eso, Norma se casó con ese chico, Warren, sin ningún futuro prometedor salvo trabajar en la ferretería de su padre. Aquello le rompió el corazón. Incluso cuando su hija le contaba lo feliz que era con Macky, ella jamás la entendió. «¿Feliz? Las vacas son felices, Norma, y mira cómo acaban.»
Verbena se hartó de llamar a la oficina de la revista, pero siempre comunicaban. Le frustraba tanto no poder hablar con Cathy y transmitirle la noticia, que hasta se estaba poniendo colorada. No podía aguantar ni un sólo segundo más, así que colgó el cartel de «Vuelvo en cinco minutos» en la puerta de la lavandería y salió a la calle. Al abrir la puerta de la oficina del
Elmwood Springs Courier
, oyó a Cathy que estaba hablando con alguien por teléfono. Entró, y Cathy levantó la vista, cubrió el auricular con la mano, dijo «acabo enseguida» e indicó con un gesto a Verbena para que se sentara. Estaba terminando su entrevista semanal con el presidente del consejo escolar, reuniendo las últimas novedades de la discusión sobre si incluir o no en el programa de estudios la teoría del diseño inteligente junto a la teoría de Darwin. Cuando vio a Verbena, Cathy imaginó que estaba allí para hablar de ese tema y supuso que la tendría una hora delante defendiendo la inclusión del creacionismo. Pero Verbena la sorprendió. Se acercó a la mesa, y escribió con letras grandes «¡Elner ha muerto!» en un trozo de papel que te dejó delante golpeteándolo con el dedo. Cathy bajó la vista y dijo:
—¿Qué? ¿En serio? —Verbena asintió—. Pete —dijo Cathy—, Elner acaba de morir, te llamo luego. —Y colgó—. ¿Qué ha pasado?
—No lo sabemos, pero hace unos minutos Ruby ha recibido la llamada del hospital; he intentado decírtelo enseguida pero comunicaban. Has de poner lo de llamada en espera —explicó Verbena.
—Ya lo sé. Pues qué horrible noticia —dijo Cathy.
—¿Verdad? Yo estoy destrozada, y Merle está fuera de sí. La vida no será igual sin Elner, ¿eh?
—No.
—Tengo que volver, Cathy; he pensado que te gustaría saberlo lo antes posible.
—Sí, gracias, Verbena.
Tras irse Verbena, Cathy dejó el teléfono descolgado. No tenía ganas de hablar. Elner Shimfissle había muerto. Algo difícil de creer. Estaba prácticamente segura de que si alguien podía sobrevivir a unas cuantas picaduras y a una caída ésa era Elner. Meneó la cabeza y pensó lo extraño que era que precisamente ella, que escribía cada día sobre la vida y la muerte, estuviera todavía perpleja por lo sucedido. «Hoy aquí, mañana muerta, aquí tienes tu sombrero, vaya prisa, ahueca el ala, venga.» Una persona vive una serie de años, deja su impronta en un montón de gente, y acaba siendo simplemente una pequeña imagen y unos cuantos párrafos en el periódico, el periódico termina en la basura, y eso es todo.
Cathy había escrito cientos de necrológicas, y casualmente el día anterior había terminado la de Ernest Koonitz; pero la de Elner iba a ser difícil. Aunque la suya era la revista de una ciudad pequeña, si se trataba de obituarios Cathy se tomaba su tiempo y procuraba escribir algo interesante, ofrecer un poco de variedad y hablar no sólo de hechos. Al fin y al cabo, aparte de los nacimientos o las bodas, era una de las pocas oportunidades que tenían los ciudadanos respetuosos de la ley de ver su nombre en letras de molde. Para los familiares también era importante leer algo un poco especial, algo que pudieran guardar y de lo que pudieran sentirse orgullosos, por lo que quería hacer un trabajo especialmente bueno con la necrológica de Elner. Abrió el cajón, sacó un papel, y echó un vistazo a su lista de frases recomendadas:
Murió
Murió de repente
Murió en la paz del Señor
Falleció
Abandonó este mundo
Fue al encuentro del Señor
Nuestro Señor y Salvador la acogió en sus brazos
Pasó a mejor vida
Ha efectuado el tránsito de este mundo al reino de los cielos
Es feliz a la diestra de su Hacedor
Cuando terminó, lo guardó en el cajón. Por algún motivo, no tenía ganas de lucir sus habilidades literarias. Esta la escribiría con el corazón.
La señora Elner Jane Shimfissle, residente durante muchos años en Elmwood Springs, murió ayer en el Hospital Caraway de Kansas City. Persona dicharachera y amiga de todo el mundo, le gustaba el gospel, charlar con los vecinos y dar de comer a sus pájaros, y amaba a todos los seres vivos. Le encantaba hacer mermelada de higos y pintar y esconder huevos de Pascua en su patio trasero para los niños del vecindario. Ya habían muerto su esposo, Will Shimfissle, y sus hermanas Ida Jenkins y Gerta Nordstrom. Le sobrevive su sobrina, Norma Warren, de Elmwood Springs; su sobrina nieta Dena Nordstrom O'Malley, de Palo Alto, California; su sobrina nieta Linda Warren y la hija de ésta, Apple Warren, ahora residentes en St. Louis; y su querido gato
Sonny
. Todos los que la conocíamos la echaremos mucho de menos. La familia ruega que todos los donativos se hagan a la Sociedad Benéfica.
Tras concluir el primer borrador, lo dejó en la bandeja de su mesa. Más tarde añadiría todos los detalles del entierro. A continuación se levantó y se dirigió a su archivo de fotografías, donde encontró las dos de Elner. Una la había sacado hacía dieciséis años, y en ella aparecía Elner sosteniendo un gato anaranjado, el de los seis dedos. Ese día Elner estaba muy orgullosa. El gato acababa de cumplir veinticinco años, y ella le había preparado una fiesta. Cathy se sentó un momento, contemplando la cara sonriente de Elner, y acto seguido sacó su talonario y extendió un cheque a nombre de la Sociedad Benéfica en memoria de la fallecida, lo menos que podía hacer. Después se reclinó y se preguntó qué rumbo habría tomado su vida si no hubiera sido por Elner. Desde luego no habría ido a la universidad. Le habían concedido una beca, pero su familia no podía pagar la pensión completa. Estaba desconsolada y fue a decírselo a la señora Shimfissle. Al día siguiente, cuando pasaba frente a la casa, la señora Shimfissle la llamó:
—Eh, Cathy, ven un momento.
Cathy se acercó, y Elner le dio un sobre azul con su nombre escrito. Lo abrió, y cuál no sería su sorpresa al ver que contenía diez billetes de cien dólares.
—No puedo aceptarlo, señora Shimfissle.
—No seas boba, es sólo un poco de dinero de la tarjeta de cobro automático; además me alegrará pensar que estoy ayudando a alguien a adquirir una buena formación. En el mundo necesitamos más gente inteligente.
Cathy le devolvió el dinero, desde luego, pero siempre deseó poder corresponder a aquel favor de alguna otra manera, hacer algo de veras bonito por Elner, pero ahora era demasiado tarde… Había muerto.
Ida y Elner seguían andando. Todo estaba muy tranquilo, ni un alma alrededor, sólo el trino de los pájaros. Elner preguntó adonde iban, e Ida contestó:
—Lo verás muy pronto.
Elner alzó la vista y vio dos cebras con franjas rojas como bastones de caramelo y colas y crines como guirnaldas plateadas; y luego pasó justo delante de ellas un rebaño de pequeños hipopótamos de color amarillo brillante de menos de treinta centímetros de altura.
—Esto es diferente —señaló Elner—. No lo ves cada día.
—Aquí sí —dijo Ida.
Caminaron un poco más, y Elner preguntó:
—¿Hemos llegado ya? —Ida no le hizo caso—. ¿Queda aún muy lejos?
—Tómatelo con calma, Elner, llegaremos cuando lleguemos.
—Muy bien. Sólo preguntaba…, nada más.
Prosiguieron unos minutos más, y al doblar una esquina, Elner miró alrededor y de repente se dio cuenta de que estaban andando por una calle exactamente igual a la Primera Avenida Norte; al cabo de un rato, al reconocer la casa de Goodnight, supo con seguridad que era la Primera Avenida Norte. Volvía a estar en su calle, sin duda, pero había algo extraño. Se veían raíles de tranvías, pero en Elmwood Springs hacía años que no había tranvías; no sólo eso, las espléndidas hileras de olmos que bordeaban la calle a ambos lados, que habían sido cortados en los años cincuenta, estaban nuevamente ahí. Al llegar frente a la casa de Ruby, vieron que no había cambiado mucho, pero cuando pasaron delante de la casa de Elner, ésta advirtió que la higuera del patio no medía ni un metro de altura. Elner dijo:
—Ida, no sé qué estamos haciendo aquí, pero ésta no es la época correcta, te lo aseguro. Habremos retrocedido cincuenta años.
—Por lo menos —dijo Ida, que alzó los ojos a los árboles y siguió andando.
Aunque no entendía por qué regresaba de nuevo a casa, a Elner no le importaba retroceder en el tiempo. Todo era realmente muy agradable, y tranquilo. Las urbanizaciones nuevas no estaban, y en cambio sí volvían a estar los maizales de detrás de las casas. Entonces Elner vio varias ardillas grandes y gordas subiendo y bajando de los árboles, sólo que eran de un color anaranjado brillante con lunares blancos.
—Mira, Ida, a
Sonny
le encantaría agarrar una de éstas. —De pronto cayó en la cuenta de algo—. Espera un momento, Ida, si hemos vuelto atrás cincuenta años, el pobre
Sonny
aún no habrá nacido, ¿verdad? ¿Y por qué hemos retrocedido? ¿Yo también voy a ser más joven?
—Espera, ya lo verás —dijo Ida.
Ida la acompañó hasta el final de la avenida, pero allí, en vez de la pequeña tienda Shop & Go de la pareja vietnamita, vieron la vieja casa de los Smith, con el mismo aspecto que años atrás, con los toldos verdiblancos y la gran torre de radio con la luz roja en lo alto que seguía en el patio trasero. Ida se detuvo justo delante de la casa y anunció:
—¡Ya está!
Elner se quedó sorprendida.
—¿Aquí es a donde íbamos? ¿A la vieja casa de la vecina Dorothy?
—En efecto. Vamos —dijo.
—Oh, por el amor de Dios —exclamó Elner, que la siguió alegremente por la acera.
A Elner aquello la puso muy contenta. Le encantó volver a ver la vieja casa. Durante años, Dorothy Smith había emitido su programa radiofónico favorito desde ese mismo lugar. De hecho, el «Show de la Vecina Dorothy» se transmitía desde la sala de estar de Dorothy. Elner escuchó ese programa cada día durante los treinta y ocho años que había estado en el aire. Dorothy daba recetas y consejos domésticos, y regalaba mascotas no deseadas. Cuando Elner oyó a Dorothy describir un gatito anaranjado que necesitaba un hogar, pidió a Will, su marido, que la llevara a la ciudad y se lo quedó. Incluso lo llamó
Sonny
en honor del tema musical del programa,
On the Sunny Side of the Street
. Elner recordaba todavía la canción y la voz del locutor que presentaba a la vecina Dorothy cada mañana. «Y ahora, desde esta casita blanca justo al doblar la esquina de dondequiera que te encuentres, aquí está, la señora con una sonrisa en la voz, tu vecina y la mía…, la vecina Dorothy.»
Ida condujo a Elner por las escaleras hasta el porche delantero; todo parecía estar igual, con un balancín en un extremo y otro en el otro, y en la ventana a la derecha de la puerta, en letras pequeñas negras y doradas, «WDOT N° 66 en tu dial». Ida abrió la puerta mosquitera, dio un paso atrás e indicó a Elner que entrara.
—Hasta luego, que lo pases bien —dijo, y se volvió para marcharse.
—Espera —comentó Elner—. ¿Adonde vas? ¿Volveré a verte?
Ida agitó la mano por encima del hombro mientras se disponía a bajar las escaleras.
—Entra y nada más, Elner —dijo, y desapareció tras la esquina.
Al quedarse sola, Elner se puso un poco nerviosa. No estaba segura de qué cabía esperar ahora, después de un viaje tan disparatado, pero en cuanto abrió la puerta y asomó la cabeza en el interior de la casa, advirtió que ésta conservaba el viejo olor familiar que ella recordaba; la casa de la vecina Dorothy olía siempre como si hubiera algo dulce horneándose, y por lo general así era. Al entrar en el vestíbulo, se llevó la sorpresa de su vida.
PrincesaMary Margaret
, el viejo cocker de Dorothy, apareció corriendo para darle la bienvenida, y allá en el rincón vio sentada a su vieja amiga. ¡La vecina Dorothy! Había muerto hacía cuarenta y ocho años, pero ahí estaba, con el mismo aspecto de siempre, sentada en su silla estampada preferida y el mismo rostro dulce y redondo sonriéndole a Elner, enorme como ella sola, con el mismo brillo en la mirada.