Neva siguió leyendo para hacer memoria sobre los demás detalles.
Oficio religioso: metodista
Presidido por el rev. William Jenkins
Himno:
Me muero de ganas de ir al cielo
Interludio:
Sobre las estrellas
Como Neva era la soprano y el organista de turno las veinticuatro horas, pensó que debía ir a la capilla y darle un repaso a las canciones. Ya no le pedían las viejas piezas de gospel. En cuanto a la música para funerales, el gusto de la gente había cambiado muchísimo. Precisamente el mes anterior le habían pedido
Fly Me to the Moon
. Neva se levantó, recorrió el pasillo, atravesó la sala de embalsamamiento y llegó a la capilla, donde se sentó frente al pequeño órgano. Hojeó el montón de partituras hasta encontrar la de
Me muero de ganas de ir al cielo
, himno escrito y popularizado por Minnie Oatman y los Cantantes de gospel Familia Oatman, cuya foto aparecía en la cubierta. Neva se quitó todos los anillos, movió los dedos, encendió el órgano, tocó los tres primeros acordes, y empezó a cantar bajito, con una voz débil y aflautada.
Me muero de ganasdeir al cielo
Oh,allí seré muy feliz
Cuando recorra el pasillo de marfil
Y suba las escaleras de cristal
.
Oh, Le reconoceré cuando Le vea
Le reconocería en cualquier parte
.
Entonces se disiparán todas mis penas
Cuando llegue a ese reino en el aire
.
¡Me muero de ganas de gritar aleluya!
No soportaré más cargas terrenas
Porque cuando vea el trono celestial
,
Sé… Sí. ¡Sé que Él estará a la espera!
«Bonita letra, y muy apropiada», pensó Neva al terminar. Imaginó que si alguien tenía alguna posibilidad de ir al cielo era Elner Shimfissle. Aquella mujer, siempre con una sonrisa en la cara, había sido fuente de inspiración para toda la ciudad. Notó que se le humedecían los ojos y cogió un Kleenex. Lo lógico sería que con tanta experiencia en el negocio de la funeraria se hubiera inmunizado contra el desconsuelo, pero no. Unos fallecimientos eran más fáciles que otros, por supuesto, pero, como decía su anuncio, se preocupaba de veras por todos sus clientes, los vivos y los muertos.
11h 15m de la mañana
Cuando cruzaron la puerta de doble hoja, el médico dejó a Macky en manos de una joven enfermera para que ésta lo acompañara durante el resto del trayecto. Mientras Macky cruzaba el vestíbulo del hospital hacia la habitación donde estaba la tía Elner, sintió como si alguien le hubiera dado un puntapié en el estómago. Aunque había intentado mantener el tipo por Norma, cuando oyó la noticia de labios del médico, quedó deshecho. Durante los últimos cuarenta años, lloviera o hiciera sol, había ido a su casa a tomar café con ella antes de ir a trabajar. Y cuando se mudaron a Florida, ella les acompañó. La verdad era que había sido su mejor amiga y lo había ayudado en muchos momentos difíciles, de algunos de los cuales Norma no sabía nada y ojalá nunca lo supiera.
Entre ellos dos sucedió una vez algo especial. Y no por voluntad de Macky. En el café Tip-Top del centro, enfrente de la ferretería, trabajaba de camarera Lois Tatum, una atractiva chica con el pelo castaño y una cola de caballo. Linda acababa de casarse, y Norma lo había estado pasando muy mal por el llamado síndrome del nido vacío. Se había ofrecido voluntaria para un montón de proyectos sólo para no acabar, tal como ella decía, «rematadamente loca de atar». Norma se estuvo dedicando a servicios comunitarios y estaba tan ocupada con una reunión tras otra que Macky apenas la veía. Así que cuando Lois parecía contenta de verlo a la hora del almuerzo y se reía de sus chistes, él se sentía secretamente halagado.
Ella, divorciada y con una hija pequeña, era unos quince años más joven, y cuando necesitaba arreglar algo en el pequeño dúplex de alquiler donde vivía, él la ayudaba encantado. Macky había echado una mano a un montón de gente de la ciudad; en lo que a él se refería, sólo eran buenos amigos. Una tarde, Lois apareció en la ferretería y confesó entre lágrimas: «Macky, estoy enamorada de ti, no sé qué hacer.» Aquello lo pilló totalmente desprevenido. En todos los años que llevaba casado, jamás había mirado a otra mujer, ni siquiera había contemplado esa idea. Tal vez tenía que ver con la época. Aunque no había hablado del tema, después de que Linda se marchara de casa él también se sintió un tanto perdido, y estando Norma tan ocupada, quizás él era más vulnerable. No sabía por qué, pero cuando Lois se hubo ido, se dio cuenta de que a él también le gustaba ella. Se limitó a pensar en la cuestión, nada más. Pero estuvo haciéndolo día y noche hasta que se convirtió en una obsesión, y cuantas más vueltas le daba, más empezaba a atraerle la idea de ser otra vez joven, huir a alguna parte con Lois, empezar de nuevo, hasta un punto en que no se lo quitaba de la cabeza.
Macky no sabía si estaba realmente enamorado de Lois, o simplemente halagado, o si debía arriesgarse o no. Elner notó que pasaba algo y preguntó. Elner siempre había sido una buena piedra de toque, y en otras ocasiones los dos habían hablado a fondo de muchas cosas. Pero ahora era distinto. Norma era su sobrina, y a Macky le resultaba muy complicado discutir algo así con la tía Elner; no obstante, ésta lo conocía como si fuera un libro abierto, y no hubo manera de ocultárselo, así que al final él no pudo más y le contó lo que le preocupaba y reconoció que estaba pensando seriamente en la posibilidad de pedirle el divorcio a Norma. Tras contárselo todo, ella pensó durante unos instantes y luego dijo: «Macky, esto es muy difícil para mí, sabes que a ti y a Norma os quiero como si fuerais hijos míos, y esto me rompería el corazón, pero también deseo que seas feliz. No puedo decirte qué debes hacer, cariño, lo único que puedo hacer es pedirte que, antes de decidir nada, te lo pienses bien, porque una vez que te hayas ido, si por alguna razón las cosas no funcionan con esta chica, nunca podrás volver a lo que tenías antes. No estoy diciendo que Norma no te aceptaría, pero cuando uno hace algo así, no es tan fácil tenerle confianza, y si ésta desaparece, ya no se puede recuperar.»
Ella no le pidió que no se marchara ni que se quedara; en todo caso, esa noche Macky fue a casa y reflexionó sobre ello un poco más. Gracias a algo que le dijo Elner se dio cuenta de que por muy tentado que estuviera, por mucho que se preguntara cómo sería empezar de nuevo, no estaba dispuesto a echar por la borda todos los años que Norma y él habían pasado juntos, disgustar a Linda y quizá correr el riesgo de echar a perder las vidas de todos. También la de Lois. Cuando comunicó su decisión a Elner, ésta sonrió y dijo: «Estoy muy contenta, Macky, no sé qué haría sin que mi colega viniera a verme cada día»; y nunca más hablaron del asunto.
Norma no lo supo en su momento, pero ésa fue la razón de que vendieran la ferretería y se trasladaran a Florida, para alejarse de Lois, pues Macky no la había olvidado, sino todo lo contrario. Incluso después de que Lois se casara y se fuera a vivir a otro estado, él todavía la tenía en su cabeza, sentía una tristeza y un dolor profundo al recordar su rostro, o cuando pasaba una mujer que usara el mismo perfume, pero, como dice la famosa canción, el tiempo todo lo cura. El recuerdo de Lois se fue desvaneciendo en el tiempo y la distancia hasta que las viejas añoranzas ya no dolían tanto, y Macky apenas pensaba ya en ella.
La tía Elner no sólo había salvado su matrimonio; por extraño que parezca, también había sido la responsable de que él y Norma se casaran en su día. Sólo tenían dieciocho años y estaban locamente enamorados, pero la madre de Norma, Ida, el mismísimo demonio, decía que para que Norma se casara con Macky tendría que pasar por encima de su cadáver. Ella quería para su hija algo más que el hijo de un simple ferretero. A Norma le faltaba una semana para empezar la universidad, cuando tras una llamada telefónica de su hermana mayor, Ida de repente cedió y aceptó la boda. Nunca supieron qué le había dicho Elner a Ida para que ésta cambiara de opinión, pero sea como fuere, él no podía siquiera imaginar cómo habría sido su vida sin Norma y Linda y ahora sin su nieta Apple. También sabía lo dura que iba a ser la vida sin la tía Elner. Ya la echaba de menos y sabía que su mundo no iba a ser ni mucho menos el mismo sin ella.
La joven enfermera lo condujo hasta la habitación del final del pasillo y abrió la puerta sin hacer ruido. Cuando encendió la luz, Macky echó un vistazo y vio a la tía Elner allí tendida, todavía con la vieja bata marrón que Norma tanto detestaba. Se acercó, se sentó en la silla que había al lado y le cogió la mano. Alguien le había arreglado y echado para atrás el pelo blanco; tenía un aspecto tranquilo, como si hubiera acabado de quedarse dormida.
La enfermera le habló con voz suave:
—Quédese todo el rato que desee, señor Warren. Si me necesita, estoy en el pasillo.
La enfermera se fue y cerró la puerta. Entonces Macky bajó la cabeza hasta la cama, sin soltar la mano, y sollozó como un niño. La miró y se preguntó adonde habría ido. ¿Adonde había ido aquella mujer encantadora?
En cuanto su hermana Ida hubo abierto las puertas del final del pasillo, lo que Elner vio fue tan imponente, tan deslumbrante, que por poco se queda sin respiración. Delante de ella había un tramo de escaleras de cristal centelleante que llevaban directamente al cielo, con la luna grande y redonda arriba del todo.
Elner se volvió hacia Ida con lágrimas en los ojos.
—Oh, Ida, es más bonito de lo que podía imaginar.
—Sabía que quedarías impresionada —dijo Ida.
Cuando empezaron a subir, Elner advirtió que Ida llevaba un bolso. «Sólo Ida es capaz de llevar un bolso al cielo», pensó, y se rio a carcajadas.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Ida.
—Nada, sólo estaba pensando en una cosa.
Era Norma quien había colocado el bolso en el ataúd, pues decía que, según su madre, una mujer no va totalmente vestida sin su bolso. Iba a decirle a Ida que había sido idea de Norma, pero se lo pensó mejor; cualquier referencia al ataúd podía sacar a colación otra vez el asunto de Tot Whooten.
Tras haber subido un rato, de repente el cielo empezó a oscurecerse hasta casi adoptar el tono negro azulado de medianoche; muy pronto fueron apareciendo centenares de diminutas estrellas que se pusieron a titilar por todas partes, sobre sus cabezas, incluso debajo de las escaleras. Elner no cabía en sí de contenta. Siempre había querido saber cómo sería andar por el cielo, entre las estrellas; ahora ya lo sabía. La mar de divertido.
Mientras subían, la gran luna en lo alto iba creciendo y adquiriendo un color dorado y amarillo cremoso, y se puso a brillar en la oscuridad como millones de luciérnagas. Estaba siendo una ascensión larga, pero a Elner le sorprendía lo fácil que resultaba.
—Cabía suponer que estas escaleras me dejarían rendida, pero ni mucho menos —le comentó a Ida.
A medida que se acercaban a la luna, ésta cambiaba nuevamente de color pasando del dorado al blanco lustroso brillante, y cuando ya llegaban al último escalón, de súbito, justo delante de sus ojos, la luna se transformó en un botón brillante de nácar, grande y redondo. «Oh, qué interesante», pensó Elner.
En ese momento, estando ya en el último peldaño, en medio del botón se abrió un pasadizo abovedado. Cuando Ida y Elner entraron, el sol estaba brillante y luminoso, era otra vez de día. Elner se paró un momento y miró lo que imaginó que sería el cielo. No estaba lleno de nubes blancas y ángeles volando por ahí tal como esperaba, pero era precioso.
De hecho, Elner pensó que se parecía mucho al gran jardín botánico de Kansas City, adonde Ida la había llevado tantas veces. La hierba era lozana y de un verde intenso, con flores de muchos colores por todas partes.
—¿Y bien? —dijo Ida.
—Muy bonito —dijo Elner, y al alzar la vista observó que el cielo no era de un color uniforme como en la tierra, sino más irisado. Alargó la mano, y los colores chispearon en su piel reflejando tonos rosas, azules y verdes suaves—. Es como caminar dentro de un arco iris, ¿verdad, Ida? Por cierto, recuerdo cuando aquella mujer escribió al programa de radio de la «Vecina Dorothy» para explicar cómo ella y su familia habían estado en un arco iris… Ahora entiendo cómo se sentía. —Siguieron andando, y a Elner se le ocurrió otra cosa—. A propósito, Ida, ¿ahora voy a saber todos los misterios de la vida? Dicen que cuando uno se muere, todo le es revelado, ¿no?
—No sé exactamente, Elner, sólo soy una acompañante. El resto lo sabrás sólo si es estrictamente necesario.
—Pues vaya si deseo averiguar los misterios de la vida. Siempre he tenido muchas ganas de desentrañarlos. ¿Me puedes dar alguna pista?
—Lo siento —dijo Ida—, pero no.
—Bueno, si no puedes hablarme de misterios o revelaciones, al menos podrás decirme cómo es Dios, ¿verdad? —Ida no dijo nada y siguió andando. Elner corrió para alcanzarla—. Entonces, déjame preguntarte esto… ¿Se parece a su imagen? No me voy a asustar, ¿verdad?
Ida no respondió, pero negó con la cabeza para que Elner supiera que no había nada que temer.
—Bueno, si te digo la verdad, Ida, estoy algo preocupada. He hecho un par de cosas que quizás a él no le gusten mucho. Una seguro: no tenía que haberle dado al pequeño Luther Griggs aquel laxante diciéndole que era de chocolate. Tal vez perdí el juicio. ¿Se puede alegar locura transitoria? ¿Qué crees?
—Creo que te vas a llevar la sorpresa de tu vida.
—Ah —dijo—. ¿Me voy a sorprender mucho o poco? ¿Será una sorpresa buena o mala?
—Elner, todo lo que puedo decir, y ya no diré más, es que sospecho que vas a tener una sorpresa muy grata.
Elner se sintió algo aliviada.
—Bueno, vale —dijo, y luego pensó: «Si él no saca ningún tema a relucir, desde luego yo tampoco abriré la boca.» Pero tras recorrer unos metros más, le vino otra duda a la cabeza—. ¿Puedo hacerle preguntas, o tengo que estar firmes y escuchar? ¿Debo hacer una reverencia, arrodillarme, o qué? —Elner quería hacer las cosas bien, pero Ida seguía poco comunicativa y sin ayudarla en nada—. Bueno, al menos dime una cosa. ¿Crees que se va a enfadar mucho conmigo?
Ida mantuvo su palabra y no dijo nada más, y eso irritó a Elner a más no poder. «Ella sabe —pensó—, pero simplemente no hablará. Típico.»