Read Me encontrarás en el fin del mundo Online

Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (18 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Me disponía a escribirle una carta que iba a superar con creces la suya. Iba a ser como una sombra ardiente para ella y me iba a ocupar de que se revolcara inquieta entre las sábanas hasta que se hiciera de día.

Mis dedos volaron sobre el teclado, escribí sin parar hasta el final. Entonces me detuve un instante, apreté lentamente la tecla que enviaba la carta, y una sonrisa verdaderamente triunfal iluminó mi cara.

Asunto:
La mano, la mano

Carissima!

No sé cómo debo castigarla por esa increíble observación con la que finaliza su última carta. ¡Estoy fuera de mí por completo!

«… y luego cogeré esa mano y la pondré entre mis muslos…». Una cosa así no se puede decir sin ser castigada, sin dar a su combatiente amoroso la posibilidad de igualar el ataque.

De ahí mi castigo: esa mano que usted ha dirigido con tanta destreza le va a enseñar lo que es el deseo, se lo prometo.

Todavía no tiene la más mínima idea de que esa mano es capaz de provocar en usted el más profundo gemido que haya dejado escapar jamás… algo muy especial. Pedirá la redención a gritos… y yo no se la concederé.

No apagaré su fuego, no oiré sus súplicas, la someteré a las más dulces torturas. Y solo mucho, mucho tiempo después, tras su completa capitulación, cuando yo decida, la mano a la que usted ha llamado finalizará la obra que hará su dicha completa.

¡Duerma usted bien también, bellísima Principessa!

Su Duc

12

Todavía hoy no sé cómo aguanté las dos semanas siguientes. Estuvieron marcadas por los preparativos de la exposición, que debía celebrarse a comienzos de junio, y por los doscientos veintitrés mensajes que intercambié con la Principessa.

Por lo que a mí respecta, puedo decir que las noches que estaban llenas de nuestras palabras tiernas y excitantes y los más bellos sueños
no
dormí bien.

El pequeño buzón de mi ordenador se había convertido en mi prisión, que no quería abandonar porque temía perderme alguna carta de la Principessa. Así que iba de un lado a otro como Mercurio, el mensajero alado. Acudía a la galería a trabajar, y si no hubiera sido por Marion, la felicidad me habría hecho olvidar algunas citas. Las invitaciones llegaron de la imprenta y resultaron muy acertadas. Habíamos elegido como motivo de las tarjetas el cuadro de la mujer que quiere algo pero no sabe cómo conseguirlo, y el entusiasmo de Soleil no conocía límites. Fui varias veces a casa de Soleil a contemplar los cuadros nuevos, que por lo general pintaba de noche, y la ayudé cuanto pude siempre que necesitó un consejo. Acompañé a Jane Hirstmann y a su entusiasta sobrina, que no tuvo ningún reparo en llamarme Jean-Luc, a una exposición de arte moderno en el Grand Palais. Me presenté un par de veces en el Duc de Saint-Simon para concretar los detalles de la exposición con mademoiselle Conti, que me pareció menos formal y algo más accesible que otras veces. Su saludo era cada día más amable, le acariciaba el cuello a Cézanne y le ponía un cuenco con agua, mientras nosotros decidíamos dónde colocar o colgar algo. Y cuando se enteró de que «monsieur Charles» también asistiría a la exposición y necesitaría
su
habitación, me lanzó una sonrisa realmente radiante.


Smile and the world smiles at you
—tarareé, y aunque esos días seguro que dormía menos que Napoleón en sus mejores tiempos, recorría las calles de París animado y de muy buen humor.

Un día quedé con Bruno en La Palette. Me había perdonado los gritos que le solté por teléfono, e insistió en pagar su apuesta, a pesar de que (naturalmente) lamentaba que no fuera la bella Soleil la mujer que buscábamos. En su opinión habríamos hecho una pareja fantástica.

Continuamos elucubrando un poco más ante una botella de Veuve Clicquot, y enseguida me sentí inquieto porque quería volver junto a mi máquina maravillosa para leer o escribir cartas. Algunos días iba corriendo de la galería a la Rue des Canettes solo para ver si había llegado correo para mí, y Marion apoyaba las manos en su pequeña cintura y me miraba sacudiendo la cabeza.

—Has adelgazado, Jean-Luc, tienes que comer —dijo Aristide guiñando los ojos cuando en su
jeudi fixe
me puso en el plato el tercer pedazo de
tarte tatin
—. Vas a necesitar fuerzas.

Los demás invitados se rieron sin saber muy bien por qué. Como siempre, reinaba un ambiente relajado en la mesa, pero debo admitir que me sorprendió un poco que ya antes del postre Soleil Chabon y Julien d’Ovideo intercambiaran sus números de móvil y se miraran a los ojos con demasiada intensidad.

Admito que noté un levísimo pinchazo, pero solo uno muy pequeño, cuando vi a los dos jóvenes bajando la escalera entre risas, y pensé si Soleil habría reanudado la producción de figuras de pan.

Pero luego ayudé a Aristide a fregar los platos y volví a mi tema favorito. Con cierto recelo le entregué las cartas de la Principessa a mi amigo experto en literatura, aunque reconozco que aparté algunos mensajes especialmente picantes. Hacía tiempo que el intercambio de cartas con la Principessa había sobrepasado los límites de la decencia, si bien también comentábamos otros asuntos que en ocasiones eran muy graciosos y divertidos y a veces también muy personales, pero que, por desgracia, por parte de la Principessa nunca eran tan claros como para permitirme a mí, un vulgar mortal, sacar alguna conclusión.

Una de esas noches sin dormir habíamos hablado sobre los «primeros amores», y yo, haciendo un esfuerzo, le conté a la Principessa con todo detalle la desgraciada historia que ni siquiera mis mejores amigos conocían. Si Lucille era la Principessa —una opción que todavía estaba latente en el último rincón de mi cerebro, aunque no se lo había dicho a Bruno porque no quería volver a discutir con él—, por fin sabría lo que de verdad pasó en aquella época. Pero fuera quien fuese la mujer que escuchó mi confesión, reaccionó con increíble ternura.

«Ninguna carta de amor ha sido escrita en vano, querido Duc, tampoco la suya —escribió la Principessa—. Estoy segura de que su entonces amiguita sin corazón hoy ve las cosas con otros ojos. Seguro que esa fue la primera carta que recibió, y puede tener la certeza de que todavía la conserva —esté casada o no— y a veces la saca con una sonrisa de una pequeña caja como si fuera un tesoro y piensa en el chico con el que se tomó el mejor helado de su vida».

Esta carta tampoco se la enseñé a Aristide, aunque no contenía ninguna confidencia erótica. Las palabras de mi amiga desconocida, que yo ya conocía tan bien como los cuadros de mi galería, me habían conmovido y, curiosamente, me hicieron perdonar la traición que había tenido lugar muchos años antes en un camino polvoriento donde olía a mimosas.

Aristide prometió echar una ojeada a las cartas y avisarme en cuanto descubriera algo llamativo. También prometió ir a la inauguración de la exposición. Bien entrada la noche me despedí y me dirigí a toda prisa a casa para proseguir con mis encuentros postales.

Hacía quince días que madame Vernier se había marchado a su casa de verano en la Provenza, así que el fiel Cézanne estaba siempre a mi lado, hiciera lo que hiciese. Era con él con quien yo más hablaba de la Principessa, cuando tarde tras tarde, noche tras noche, escribía mis cartas, murmuraba frases pasando de la euforia al nerviosismo, y me llevaba a la cama los emails impresos de la Principessa para leerlos una y otra vez y embriagarme con sus frases.

Así pasó el tiempo, no puedo decir si despacio o deprisa. Fue un tiempo al margen del tiempo, y yo ansiaba que llegara el día en que le escribiría a la Principessa esa última carta en la que tenía puestas tantas esperanzas.

Entonces llegó el 8 de junio, un día radiante y hermoso.

Fue el día en el que estuve a punto de perder a la Principessa para siempre.

Cuando a primera hora de la mañana descorrí muy contento las cortinas de mi dormitorio y vi el cielo azul y sin una nube, no había nada que presagiara la catástrofe que se iba a producir por la tarde en la inauguración de la exposición.

Y cuando en el momento culminante de este brillante acto, cuyo centro de atención indiscutible fue Soleil Chabon con su vestido largo rojo amapola, besé en la boca a una mujer joven, no podía ni imaginar que el Duc de Saint-Simon se iba a convertir otra vez en el escenario de un drama en el que yo no era del todo inocente.

Al principio todo fue como siempre. Bueno, no del todo como siempre, pues por muchas exposiciones que se hayan organizado siempre se produce ese momento de tensión nerviosa que no desaparece hasta que todos los invitados tienen una copa en la mano, se ha pronunciado un breve y alegre discurso y los redactores culturales recorren la exposición con gesto serio. Cuando se ha llegado hasta ese punto, ya no puede ocurrir que el artista pierda los nervios en el último minuto y —llevado por las dudas histéricas o la excitación máxima— de pronto no quiera hacer acto de presencia.

Y, entonces, igual que tras una difícil operación el cirujano busca
la petit mort
en los brazos de una enfermera, toda la tensión desaparece tan repentinamente que a veces uno se excede y hace cosas sin pensar.

Yo había llegado al hotel a primera hora de la tarde para encargarme de los últimos preparativos. Allí tuve que convencer a una nerviosísima Soleil de que no descolgara algunos de sus cuadros en el último minuto.


C’est de la merde!
—murmuró mientras contemplaba uno de sus cuadros, que ya no le gustaba—. ¡Esto es una mierda!

Mademoiselle Conti me había recibido muy nerviosa en el hall de la entrada. Con su vaporoso vestido imperio de
chiffon
azul noche, que se movía alegremente alrededor de sus piernas desnudas, no la reconocí hasta que no la miré por segunda vez. En sus orejas oscilaban unos zafiros en forma de gota, en los pies llevaba unas bailarinas plateadas, y cuando se acercó a mí parecía una pequeña nube de tormenta.

—¡Monsieur Champollion, venga, deprisa, mademoiselle Chabon se ha vuelto loca! —exclamó.

Fui rápidamente al salón donde estaban colgados la mayoría de los cuadros.

—¡Soleil, tranquilízate! —dije con determinación, y aparté a la artista del motivo de su enojo—. ¿Qué es esto, realismo neurótico? —Soleil dejó caer los brazos y me miró como si fuera Camille Claudel poco antes de que se la llevaran al manicomio—. Los cuadros son magníficos, nunca has pintado nada mejor.

Soleil sonrió con desconfianza, pero sonrió.

En un cuarto de hora la había tranquilizado tanto que se dejó llevar hasta uno de los sofás, donde le serví una copa de vino tinto.

Pero su estado de ánimo se recuperó del todo cuando apareció Julien d’Ovideo. Se pudo ver claramente cómo la niña acobardada pasó a ser una reina orgullosa que recibió a su admirador con una sonrisa radiante. Aparte de este pequeño incidente, la tarde no podía ir mejor. Había acudido todo el mundo: gente importante, gente agradable, y los inevitables
rats d’exposition
, esos chiflados que aparecen en todas las inauguraciones, estén invitados o no.

Las salas estaban llenas de gente elegante que charlaba y reía, y en el patio iluminado con grandes antorchas, en el que Marion se había ocupado de que pusieran unas mesas con manteles blancos, los fumadores dejaban caer la ceniza de sus cigarrillos con suaves golpecitos mientras conversaban.

Sonriendo, avancé entre la gente.

Monsieur Tang, mi apasionado coleccionista del país de las sonrisas, estaba encantado con Soleil, quien parecía una enorme flor roja y lo condujo personalmente de un cuadro a otro antes de que una periodista la asaltara con sus preguntas. Aristide me dio una palmada en el hombro y me susurró al oído que todo estaba soberbio. Bruno, con un cóctel en la mano, estaba pensativo ante un cuadro que se llamaba
L’Atlantique du Nord
, y había superado de momento su aversión al arte moderno.

Por encima del murmullo de voces se oían las exclamaciones de entusiasmo de Jane Hirstmann (
Gorgeous! Terrific! Amazing!
). Su sobrina Janet me dio un fuerte abrazo al saludarme. Esa noche estaba impresionante —no puedo decir otra cosa— con un ceñido vestido de seda verde botella, cuyos finos tirantes se cruzaban en la espalda y dejaban a la vista su piel bronceada. Con el pelo recogido parecía de pronto mucho mayor que en nuestro primer y casual encuentro en Le Train Bleu, y aceptó con ojos chispeantes la copa de champán que yo le ofrecí.

Bittner, mi amigo alemán siempre tan crítico, tampoco tenía nada que censurar. Pasó por delante de los cuadros con una amplia sonrisa, y luego se dirigió a la recepción para susurrar un par de cumplidos a mademoiselle Conti.

—Mademoiselle Conti, ¿sabe que sus ojos son exactamente del mismo color que sus pendientes? —oí que decía—. ¡Son como dos zafiros!, ¿verdad, Jean-Luc?

Yo me detuve, y cuando Luisa Conti se dejó convencer por el encantador «monsieur Charles» y se quitó las gafas negras, tuve que reconocer que tenía razón: dos ojos azul noche se posaron en mí durante unos segundos. Luego mademoiselle Conti se volvió a poner las gafas y sonrió a Karl Bittner, quien le ofreció una copa de champán.

—¡Está exagerando, Charles!
Merci
, muy amable. —Cogió la copa de la mano de Bittner.

Yo también quería decir algo agradable.

—¡Por la mujer de ojos de zafiro que hoy ha evitado que pasara lo peor! —dije, y brindé haciendo un guiño a mademoiselle Conti—. Y muchas gracias de nuevo por su amable colaboración en todo este asunto. Está todo estupendo.

—Sí —dijo Bittner, como si mis palabras fueran dirigidas a él. Se apoyó con indiferencia en el escritorio de anticuario y se echó tanto hacia delante que su mano casi rozaba el vestido de mademoiselle Conti—. Este lugar tiene un ambiente realmente especial. Un marco espléndido para los cuadros de Soleil Chabon, que son —asintió con reconocimiento— realmente notables. ¡Sin duda! —Luego la atención de Karl Bittner ya no se centró en mí, sino en la mujer que estaba tras el escritorio con las mejillas sonrojadas—. ¿Qué maravilloso perfume es ese? ¿Heliotropo?

Dejé a los dos tortolitos. Di un par de vueltas por las salas, me bebí un vino aquí y otro allí, y salí un momento al patio, que ya estaba vacío.

Me acerqué a una de las mesas redondas que estaba cerca de la pared y miré el cielo. Se extendía sobre la ciudad como una bóveda oscura, y se veían algunas estrellas, lo que no es frecuente en París.

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