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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (15 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Dio unos pasos y se colgó del brazo de un joven que había aparecido en la entrada del pasaje con un periódico debajo del brazo y se había acercado a ella.

—¡Hasta mañana, hermosa reina de Saba! —dije en voz baja, pero Odile no me oyó.

Seguí caminando, y ya eran las cuatro y media cuando llegué a un café en el que afuera, rodeado de algunos jóvenes, fumando y discutiendo, había un personaje propio de Cocteau. Cézanne ladró de alegría y tiró de la correa, y yo también me alegré… y saludé a Aristide, que estaba sentado con unos alumnos a la sombra de un toldo blanco y se encontraba, sin duda, en su elemento.


Salut, Jean-Luc!
¡Qué maravillosa sorpresa! —Aristide Mercier me saludó con su entusiasmo habitual—. ¡Ven, siéntate con nosotros!

Sonreí y me acerqué a la pequeña mesa redonda en la que había algunas copas y tazas vacías.

—Yo también me alegro mucho de verte, pero no quiero molestar.

—¡Pero no, no, no molestas, en absoluto! —Aristide se puso de pie para acercar una silla—. Toma, siéntate en nuestra modesta tertulia y dale el
glamour
que le falta.
Mes amis
… —el profesor abrió los brazos con gesto dramático—, este es mi amigo Jean-Luc Champollion, llamado «el Duc».

Los estudiantes se rieron y exclamaron «¡Oh, oh!», algunos aplaudieron.

Yo me dejé caer en la silla con una sonrisa irónica y pedí un café.

Mientras escuchaba cómo Aristide hablaba —en su estilo anticuado y algo afectado— con palabras eufóricas «del mejor galerista de Saint-Germain y su famoso antepasado; un hombre de gusto exquisito y peligrosííííísimo encanto» (aquí Aristide me guiñó el ojo), tuve una sospecha.

Una idea que era tan absurda que todavía hoy me hace avergonzarme. Pero ese domingo, deben disculparme, me encontraba en un estado en el que todo me parecía posible.

Había desarrollado una especie de manía persecutoria. Aunque no me sentía perseguido, sino que más bien era yo el perseguidor.

Ya sospechaba de todo el mundo. Y durante un cuarto de hora lo hice incluso de mi viejo amigo Aristide Mercier.

¿Y si se estaba burlando de mí? Su cortesía algo anticuada, sus conocimientos literarios, sus irónicas bromas sobre la simpatía que sentía por mí, el eterno perdedor… ¿no encajaba todo a la perfección con el modo en que estaban escritas las cartas?

Había partido de la base de que era una mujer —¡la Principessa!— quien escribía esas maravillosas cartas cargadas de ingenio, humor y amor. Pero ¿quién me decía que eso no era también una trampa?

Inquieto por esa nueva y horrible idea, removí mi café y ya no le quité ojo a Aristide-el-Príncipe, quien sin duda atribuyó mi repentino interés a su brillante discurso sobre
Les fleurs du mal
de Baudelaire.

Unas nubes grises cubrieron el sol. El cielo se oscureció, un golpe de viento dispersó las cenizas de los ceniceros, los estudiantes fueron despidiéndose uno tras otro, y al final nos quedamos Aristide y yo solos en la mesa redonda del café, sin contar a Cézanne, que descansaba con todo su peso sobre mis pies.

—Bien, mi querido Jean-Luc, ¿cómo te va la vida? —preguntó Aristide con amabilidad. Y ese era el momento en el que yo me ponía en ridículo.

—Pues mi vida es ahora algo peculiar —dije, y lancé al desconcertado Aristide una mirada penetrante—. ¿Me escribes tú esas cartas firmadas por la Principessa? —pregunté sin más rodeos.

Aristide me miró como si el mismísimo E.T. hubiera aterrizado delante de él.

—¿Cartas de princesas? —dijo—. ¿Qué cartas de princesas?

—¿Así que no me escribes cartas que empiezan con «Querido Duc» y acaban con «Su Principessa»? —insistí—. Aristide, te lo advierto, si esta es una de tus bromas intelectuales, no me hace ninguna gracia.

—Mi querido amigo, me parece que te has vuelto un poco loco.

Con esas palabras Aristide me devolvió a la realidad a la velocidad de la luz y mandó mi sospecha a una lejana galaxia.

—¿Te encuentras bien, Jean-Luc?

¿No había oído ya hoy esa frase?

—No entiendo de qué estás hablando ni de qué me acusas —prosiguió Aristide muy ofendido—. ¿Tendrías la amabilidad de explicármelo?

Miré a Aristide sin saber qué decir y me puse colorado como un tomate.

—¡Bah, olvídalo! —dije—. Ha sido un malentendido.

—No, no, no, Jean-Luc, no te vas a escapar tan fácilmente. ¡Ahora quiero saber qué es lo que pasa! —Aristide me miró con gesto serio e inflexible—.
Alors?

Me revolví como un gusano en la pequeña e incómoda sillita del bistró.

—¡Ay… Aristide… créeme… no querrás saberlo!

Aristide guiñó los ojos.

—¡Oh, sí, claro que quiero saberlo!

En ese momento sonó mi móvil. Me agarré a él como si fuera mi salvación.

—¿Sí? —dije agradecido a través del altavoz.

—¿Y? —inquirió alguien al otro lado de la línea.

—¡Bruno!, ¿puedo llamarte más tarde?

—¿Es Soleil?

—No,
no
es Soleil. Al menos no estaba en Le Train Bleu.

—¿Entonces quién es?

—Bruno… —Noté que los ojos oscuros de Aristide se clavaban en mí, que me taladraban como si fueran dos rayos láser—. Bruno, estoy aquí… con Aristide…

—¿Con Aristide? ¿Por qué con Aristide? ¿Y qué pasa con la Principessa? —Bruno gritaba cada vez más alto, yo estaba seguro de que Aristide le podía oír—. ¿Sabes ya quién es la Principessa?

—No, Bruno, no lo sé —le solté con brusquedad—. Escucha, te llamo más tarde, ¿de acuerdo?

Colgué y me guardé el móvil en el bolsillo.

—Vaya, vaya —dijo Aristide con una leve sonrisa—. ¡Así que nuestro buen Duc está enamorado… de una
Principessa
! ¡Felicidades! —Se encendió un cigarrillo y me ofreció otro a mí—. ¡Vamos, dispare, mi querido Duc…!

Suspirando, cogí un cigarro, y Aristide se reclinó expectante en su silla.

—En primer lugar, no estoy enamorado —dije—. En segundo lugar, ni siquiera sé quién es esa mujer.

Y en tercer lugar le conté a Aristide Mercier lo que me había pasado.

—¡Qué historia tan fantástica, insólita y romántica! —dijo Aristide cuando finalicé mi relato. Luego le hizo una seña al camarero y pidió una botella de vino tinto para los dos. No me había interrumpido ni una sola vez, y aunque en alguna ocasión se había reído un poco, luego había vuelto a arrugar la frente con gesto muy serio.

Cuando, con cierto bochorno, llegué a mi último «sospechoso», la comisura de sus labios vibró un instante, pero tuvo la amabilidad (Aristide es un auténtico caballero) de ahorrarse cualquier comentario arrogante.

El camarero vino con una botella de merlot y la abrió con un ademán exagerado. Luego sirvió el vino en dos copas abombadas, y el suave sonido hizo que ese día tan agitado pareciera más tranquilo. Aristide se reclinó en la silla y me miró con gesto ausente.

—¿Sabes, Jean-Luc? Puedes sentirte afortunado. ¿Cuántas veces ocurre en nuestras aburridas vidas algo que despierta y hace crecer nuestros deseos con tanta fuerza que todo lo demás pasa a un segundo plano? —Cogió su copa y la movió en círculos.

—Pues en este momento a mí me gustaría que mi vida fuera algo más aburrida —repliqué con sorprendente desesperación.

—No, amigo mío, eso no te gustaría. —Aristide sonrió—. Te ha atrapado. ¿Qué te impide poner fin ahora mismo al intercambio de cartas con esa misteriosa Principessa? Nadie te obliga a participar en el juego. Puedes dejarlo en cualquier momento, pero no lo haces. Esa Principessa, sea quien sea quien se esconda detrás, ha provocado en ti algo que llega más hondo que la sonrisa de cualquier mujer guapa que se cruza en tu camino. Domina tus pensamientos, aviva tu imaginación como ninguna otra lo ha hecho, de pronto todo es posible… —Hizo una breve pausa—. Bueno… no
todo
. —Aristide-el-Príncipe permaneció unos segundos de silencio, luego me miró y me guiñó un ojo—. Te juro que no te vas a quedar tranquilo hasta que no sepas quién es la Principessa. ¿Y sabes una cosa? A mí me pasaría lo mismo. —Alzó su copa—. ¡Por la Principessa! Sea quien sea.

—¡Sea quien sea! —repetí, y mis palabras sonaron como un conjuro en una misa negra.

—Pero ¿quién es? Y ¿qué puedo hacer para descubrirlo? —pregunté al cabo de un rato.

Pensativo, Aristide balanceó el cuerpo.

—Como dice George Sand: «
L’esprit cherche et c’est le coeur qui trouve
». La razón busca, pero quien encuentra es el corazón. En cualquier caso, esa Principessa es una mujer culta, pues elige el estilo de la literatura francesa del siglo
XVIII
para su camuflaje. Tal vez podías enseñarme alguna vez las cartas… en mi calidad de profesor de literatura, naturalmente. —Sonrió—. Es posible que haya alusiones o expresiones que nos aporten alguna pista.

—Pero ¿por qué se esconde detrás de esas cartas? —pregunté cortándole con impaciencia—. ¡Es ridículo!

—Bueno, es obvio que tiene sus motivos, y lo misterioso siempre es más excitante que la verdad desnuda. ¡Mírate! Todas las mujeres que conoces o has conocido tienen de pronto la magia del misterio. Ves a Soleil durmiendo y te preguntas si podría ser ella. Ves a una mujer rubia en un andén y crees ver a una niña de la que te enamoraste hace un montón de tiempo. Y si mañana la guapa camarera de Les Deux Magots te sonríe un poco más de lo normal, luego la mirarás con otros ojos. El misterio eleva lo normal a la categoría de extraordinario.

Escuché absorto el pequeño discurso de Aristide que tan bien describía el estado en el que me encontraba. El profesor no se privó de poner un ejemplo.

—Imagina que yo te enseño una naranja y te la regalo. Y ahora imagina que te enseño algo que está envuelto en una tela y te digo: «Aquí tengo algo muy especial y si adivinas qué es, te lo regalo». ¿A cuál de las dos naranjas prestarás más atención?

Aristide hizo una pequeña pausa retórica, y yo reflexioné sobre el amor a las dos naranjas.

—Si después de la primera carta ya hubieras sabido que la Principessa era, digamos, la hija del panadero o tu vecina, enseguida habrías perdido el interés. Hasta la hermosa Lucille sería en algún momento una esfinge sin misterio. Pero así arde en ti la llama de la incertidumbre y el fuego sigue encendido. Te prestas a ese intercambio de cartas, te pasas horas pensando en lo que esa mujer te escribe. No te deja tranquilo. Y sus cartas se han convertido en tu droga diaria.

Intenté protestar, pero ya no había quien parara a Aristide.

—Debo decir que me gusta esa Principessa. Es una mujer inteligente, sabe cómo captar toda tu atención, cómo domarte… y solo con el poder de las palabras. ¡Es admirable! Me recuerda un poco a Cyrano de Bergerac.

—¿Te refieres a ese tipo de la nariz grande que no se atrevía a presentarse ante la mujer que amaba porque pensaba que era muy feo y por eso se limitaba a escribirle cartas de amor?

Aristide asintió.

—¿Has leído alguna vez las cartas originales? ¡Son increíbles!
Incroyable!

De pronto sentí un escalofrío.

—¿No querrás decir con eso que mi Principessa es en realidad más fea que un pecado y que por eso se esconde detrás de tanta palabra bonita? —pregunté intranquilo. Debo admitir que esa posibilidad tampoco se me había pasado por la cabeza.

Aristide se rio de mi cara de susto.

—¡Tranquilo! No creo que ese sea el motivo por el que juega al escondite. En tu entorno no hay mujeres feas, ¿no? —Aristide reprimió una risita—. Puede ser que la Principessa tenga una nariz enorme, ¿por qué no se lo preguntas? Seguro que sabe qué contestar.

Estuve sentado en el café con Aristide, charlando, hasta las ocho y media. Otra botella más de merlot fue la responsable del creciente entusiasmo con que discutimos sobre otros detalles y posibilidades. Yo había aceptado el ofrecimiento de mi amigo y quedamos para el jueves siguiente, y el profesor prometió echar un vistazo literario-detectivesco a las cartas de madame-Bergerac-la-Principessa, del que yo esperaba algún resultado. Luego me marché por la Rue des Cannes sintiéndome bastante inquieto. El asunto de la nariz no se me iba de la cabeza.

—Deja que las cosas sigan su curso, todo se arreglará —me había dicho Aristide al despedirse de mí con un golpecito jovial en la espalda—. ¡Dios mío! Si yo recibiera unas cartas así disfrutaría de cada momento del día —añadió poniendo los ojos en blanco.

Para Aristide era muy fácil decir que lo importante es el camino, no la meta. Pero yo era el hámster en la rueda que da vueltas y vueltas sin llegar a ningún sitio. Y no quería disfrutar de cada momento del día sin poder dormir por las noches. Yo quería… claridad.

¿Quién era la Principessa? ¿Era una mujer horrible con una nariz enorme? ¿O era la increíble Lucille de belleza celestial?

Después de una botella de vino tinto me parecía bastante probable que fuera Lucille, que volvía a mi vida después de muchos años. En las películas siempre pasan esas cosas. Y ahora yo ya no era un niño estúpido, sino un hombre que no tenía nada que demostrar y que —¡por supuesto!— también sabía besar.

Abrí la puerta con energía, crucé el patio en penumbra, pasé por delante de los contenedores de basura y subí las escaleras hasta mi casa. ¡Lucille, si es que era ella, se iba a sorprender!

—¿Quién es Lucille? —preguntó Bruno—. No habías hablado de ella hasta ahora.

Acababa de llenar el comedero de Cézanne y me dirigía hacia mi escritorio cuando algo vibró en mis pantalones. Era mi móvil, que había puesto en silencio en el café y del que no había vuelto a acordarme. Y ahora mi mejor amigo quería que le pusiera al corriente.

Le expliqué en pocas palabras quién era Lucille y que creía haberla visto en la estación.

—¡Imposible! —dijo Bruno.

Hice como que no le había oído.

—Era otra rubia cualquiera —añadió Bruno sin compasión—. París está lleno de mujeres rubias. La mayoría son teñidas. Olvídate de Lucille. Tío, eso pasó hace treinta años.
¡Treinta
años! ¿Has ido a alguna reunión de antiguos alumnos? ¡¿No?! —Resopló por el auricular—. Créeme, hoy Lucille está gorda como una vaca, tiene cinco hijos y lleva el pelo corto.

—Pero
podría
ser ella —insistí.

Bruno suspiró.

—Sí, también podría ser Rapunzel, que te espera en la torre de los deseos. ¡Sé realista! Mejor dime algo de la otra mujer, la morena.

—No me fijé mucho en ella —repliqué con desgana. La figura bañada en luz de Lucille se iba alejando cada vez más.

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