Mascaró, el cazador americano (33 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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El Nuño cargó las cosas, acarició al Budinetto, que abrió un ojo, y antes de bajar se demoró un instante en el compartimento de proa. El Príncipe y Oreste lo aguardaron al pie del carromato. Luego lo acompañaron a la terminal del Expreso Baliño, un ómnibus destartalado que, partiendo de San Bernardo, cortaba oblicuamente en dirección al Este, hasta Cocolle, dos días de marcha. Después de Cocolle tenía que arreglárselas solo.

—Voy a llegar. No se preocupen. El mar tiene su voz, y yo escucho esa voz dondequiera que esté.

El Nuño abrazó y besó a los dos amigos. Con un pie en el estribo se volvió y dijo:

—¿Recuerdan la primera vez que canté delante de ustedes? Creo que fue
Barcarola triste
. Tuve que darles la espalda, no pude evitarlo.

Ellos rieron, poniendo más entusiasmo del que sentían.

—Ya entonces eras un buen lírico-dramático —dijo el Príncipe.

—Por lo menos siempre traté de ser un buen cocinero —gritó el Nuño.

El coche empezaba a temblar. Hizo sonar la bocina largamente, una bocina carrasposa que se atoraba y pifiaba, hasta que arrancó con un ruido de latas y resueltos fierros.

Lo último que vieron del Nuño fue su rostro algo enflaquecido que sonreía débilmente detrás de un vidrio mugriento.

A la semana, en la confusión del crepúsculo, entraba a Maldonado un carromato que lucía la siguiente leyenda:

TRANSPORTES DEL ARCA

Fletes y acarreos en general

Lo conducía un señor con una levita que le quedaba corta y un sombrero cordobés, acompañado por otro más joven que empuñaba una corneta de mensajería.

Una semana entre San Bernardo y Maldonado es demasiado tiempo para una empresa de transporte, cualquiera sea, pero sucedió que el señor Avelino Sosa no lo había advertido, o bien lo ignoraba, que hacia la mitad la línea de cables empalmaba con otra, que fue la que siguieron por decisión del destino, pues en ese mismo momento sucedían algunas cosas en el ancho mundo y se preparaban otras, por lo que justo aquel camino era el que debían tomar los señores.

Acababan de torcer cuando pasó una partida de rurales con designio de muerte en dirección a Nacimiento, borrando las huellas del carromato con sus cascos. A esa hora, y dentro de esta vasta trama del destino, sobre el cual discurrían precisamente los señores, el Nuño posaba de pie en Cocolle y un poco antes el capitán Dámaso Alvarenga volaba en pedazos estragado por una bomba del «fulminato». Alvarenga venía desde Rivera administrando muy buena destrucción a su paso. El destino, sobre el cual proseguían discurriendo los señores, los aguardaba entre Pujío y Nacimiento en la extravagante figura de un enano que apareció dando saltos y volteretas, en completo
in fraganti
, y sobre el cual Alvarenga emprendió una carga de oficio parvo con tan buena suerte, en apariencia, que por aquel enano, el cual desapareció detrás de una loma con un «salto de truchas», descubrió al fondo de un barranco el motivo de tanta hoguera, esto es, un sencillo «pabellón a la americana» con un infamante letrero que decía GRAN CIRCO DEL CAZADOR AMERICANO. Alvarenga se precipitó en el acto sobre el pabellón, ordenando masacre de fantasía, y rajó la lona de un pechazo, regando tiros a diestra y siniestra. Pero allí no había más que unas engañosas sombras moviéndose frente a una linterna, que ultimó de un pistoletazo. Inconsulta resolución, pues, sin propósito, dio fuego a una mecha que excitó una copiosa carga de bombas roncadoras que espantaron a las cabalgaduras. Entonces, cuando se revolvía poseído de brava locura, asomó por el borde de las lomas una estrafalaria pandilla de renegados, con el rufiancito del enano que seguía saltando entre los rebufos, la cual le sacudió un tiroteo de estrago, reventando a jinetes y caballos, mientras una brigada de sinfonistas reproducía con fuerte canto aquella tonada de letras mamarracho que dice y dice:

Apreciable señorita, guambán

desde que te conocí, guambán

siento una rebambaramba, guambán

de amor que no se me quita, guambán…

Alvarenga, que chorreaba sangre y tartamudeaba las más espantosas maldiciones, trató de remontar la loma en dirección a un negro jinete que observaba impasible la prolija matanza, y en mitad de la loma el bombazo del «fulminato» lo remitió con caballo y todo.

Ignorando estos pormenores del destino, pero de alguna manera complicados en ellos, el Príncipe decía a Oreste, mientras creían progresar en dirección a Maldonado:

—Conozco ese truco —se refería a «las palabras» del maestro Adviento—. No quieren decir nada. Simplemente te obligan a pensar en tu destino y al fin terminas por descubrir algo.

—De eso se trata.

—Quiero decir que no hay nada fantástico en el asunto, como pretendes.

—Sin embargo, se comportó como un verdadero magista.

—Oficio. En mi caso dijo Besario como pudo haber dicho huevón.

Sin proponérselo, que es la forma, el Príncipe acababa justamente de provocar con aquella palabra a ese complicado y laborioso destino. Porque fue decir huevón y Budinetto salió bramando del interior del carromato. Oreste y el Príncipe, a quienes tomó completamente desprevenidos, corrieron detrás del puto león, que, en apariencia, corría a su vez detrás de un pobre tipo, el cual hasta ese momento venía caminando en dirección opuesta. El hombre saltó una zanja y desapareció entre unos árboles y ellos dieron alcance a Budinetto, que seguía buscando al capitán von Beck. Pero cuando volvían al carromato el mismo hombre reapareció con otros que empuñaban garrotes y escopetas.

El Príncipe, cuando se vio rodeado a prudente distancia por estos buenos ciudadanos, trató de calmarlos, informándoles que transportaban aquella bestia, que había huido por un descuido involuntario, con destino al Jardín Zoológico de Maldonado. Lo dijo de corrido, apremiado por garrotes y escopetas, y recién después pensó que o bien había un zoológico en Maldonado o bien, y más probablemente, acababa de fundarlo.

Uno de los fulanos se limitó a decir que Maldonado no quedaba en esa dirección. No dijo nada con respecto al zoológico. Más bien dio la impresión de que le parecía natural que aquel león o cualquier otro tuviese ese destino.

Aquella gente vivía en un caserío oculto por los árboles, Chacay. Era buena gente. Dado que faltaba poco para la noche y Maldonado quedaba bastante lejos, sugirieron a los señores que aguardaran el otro día en Chacay. Los señores aprobaron.

Se bebió y se cantó, con acompañamiento de guitarra y verdulera, en la fonda del vasco Arregui, personal muy competente para la jarana. Oreste se prendió con la flauta. Y así la música y el vino procedieron al paso de la noche. Hubo cantitos tristes, pero los más eran de barullo: polca, mazurca, danzón, milonga, guaracha, bolero, vals. El vasco cantó con gran sentimiento
La china tiene imán
, de Chappottín, en su estilo,
Noche de ronda
y
Mañana me rajo
, un bolerocha con sentido instructivo. Por ahí, en la fuerte madrugada, tocaron aquel vals de tan bella maquinación, que removió nostalgias, bien llamado
Desde el alma
, y el Príncipe bailó sobre el piso de tierra con la señora Amapola, cuyas carnes, morrocotudas, ardían bajo los dedos. Bailaba toda transportable con los negros ojos bien abiertos, y uno veía en ellos puntear las luces, resbalar los brillos en tanto subía desde el piso el frote suave de sus pies descalzos.

Los caballos pastaron y descansaron. Budinetto se despachó una pierna de carnero y algunos despojos. Y en el amortajado amanecer los dos forasteros volvieron al camino sin haber pegado los ojos. Antes de partir, el señor Arregui, que no aceptó retribución, preguntó si los señores no disponían de lugar para algunos bultos con destino a su compadre Artemio Sanromá, propietario de la acreditada fonda La Sacromonte, que desde ya les recomendaba de toda confianza. Cargaron, pues, tres damajuanas de vino de uva chinche, dos hormas de queso, una barrica con huesos y otra con codillo, salados, un saco de yerbabuena y otro de yerba de pollo, cuatro hormas de pan con chicharrones y una lata de grasa de cerdo. Tampoco el Príncipe aceptó retribución pero sí una damajuana de vino, previa insistencia. El señor Arregui les indicó la manera de llegar hasta la posada, evitando las calles concurridas y otras posibles demoras.

Una vez que los señores se instalaron en el pescante, dijo todavía:

—Avísenle al compadre Artemio que hay una carta de la Rosita…

El Príncipe lo miró a los ojos.

—Y un paquetico de dulces para don Hilario Morejón. ¿No es así?

El vasco asintió sin demostrar sorpresa.

Los que quedaban en pie los acompañaron hasta el camino cantando a grito pelado
La Guarapachanga
. Las voces agarraban para cualquier lado. Se abrazaron y se besaron como si hubieran nacido en Chacay y en la reputa vida se hubiesen movido de allí. Algunos besaron a Budinetto y uno se quedó dormido en el carromato. Lo bajaron de canto. El grupito de parranderos, sosteniéndose entre ellos, se fue achicando junto con las voces en medio del camino hasta perderse detrás de una curva. Todavía escucharon, de a ratos:

La Guarapaaachanga se puede bailaaar

La Guarapaaachanga se puede cantaaar…

Cuando las voces se perdieron del todo, el Príncipe, entre puntada y nudo, comentó que sin propósito habían dado con un oficio tan vagante como el que acababan de abandonar…

Oreste entreabrió los ojos.

…Que disponiendo de carromato y tan buenos amigos, por lo menos Oreste podía dedicarse a esa nueva vida, que, sin forzar las circunstancias ni trastornar el orden de las cosas, lo cual era una clara señal, le ponía por delante el destino…

Oreste lo miró fijamente, se rascó la cabeza y se cruzó de brazos.

…Que acaso, si lo examinaba con atención, precisamente era eso lo que quería decir «la palabra».

—¿En qué quedamos? ¿Crees o no?

—Tú crees, eso es lo que importa.

—¿Por qué no examinas la tuya con la misma atención? Tanto puede ser tu destino.

—Sé lo que debo hacer de Maldonado en adelante, con palabra o sin ella.

Entraron, pues, a Maldonado, dos días más tarde, cuando caía la noche, y siguiendo las instrucciones del vasco Arregui dieron fácilmente con la fonda La Sacromonte, de don Artemio Sanromá, que se llamaba así porque su especialidad era la tortilla al Sacromonte. Fue poco lo que vieron de Maldonado en ese trayecto, pero de cualquier forma sintieron todo el peso de la ciudad, esa agria tristeza, esa miserable soledad que los reducía a un par de extraños, los despojaba torpemente de aquella loca historia en la cual uno había sido el Príncipe Patagón y el otro el Príncipe Oreste, coadjutor de primera, y hubo un Circo del Arca, nada de lo cual ya les pertenecía, porque en el mismo momento que entraban supieron que ese largo, largo camino que habían recorrido juntos a través de toda aquella encendida tierra terminaba allí para siempre.

Sanromá recibió los bultos y el mensaje, rogó a los señores forasteros que resguardaran el carromato en el corralón de la fonda y les proporcionó un cuarto que quedaba al final del depósito y al cual se ingresaba a través de un armario. En tales condiciones resultaba complicado administrarse un baño de asiento, que el Príncipe necesitaba más que nunca, por lo que se limitó a quitarse aquella condenada levita. Era la misma que, en otros tiempos, utilizaba el Nuño para el dúo de amor. Lo obligaba a mantener los brazos despegados del cuerpo y a respirar a medio pulmón. Oreste le ayudó a quitársela, así como le había ayudado a encajársela cuando se enteraron de ciertas noticias, en el camino, y pasó otra partida de rurales echando putas para el lado de San Bernardo.

El señor Artemio subió del sótano dos botellas de 1/4 de un rosado de aguja de color aterciopelado que caldeaba la boca y relajaba el cuerpo y preparó una imponente tortilla al Sacromonte, tramada básicamente con sesos y criadillas de cordero, dos morrones, ocho huevos batidos más otros dos para el rebozado, pan rallado, batatas, arvejas y medio cuarto litro de aceite. Los señores se persignaron antes de acometer y el Príncipe cambió de lugar porque desde la pared de enfrente lo observaba un rostro impreso en tinta negra que al rato parecía saltar del cartel.

Hablaron poco. De a tanto sus miradas se cruzaban por encima de la mesa, alzaban las copas y sonreían. Cuando terminaron con la tortilla y el rosado el señor Artemio trajo un amontillado de aroma punzante y color de avellana.

—Bien, aquí estamos —dijo entonces el Príncipe, como si con esa frase resumiera toda la historia, que es en lo que cada uno había pensado mientras comían.

Oreste paladeó el amontillado y sostuvo la copa contra la luz. Según la moviese se encendían en su interior algunos puntos de un brillo espeso.

—¿Qué es lo que quieres decir?

—Nada más que eso.

—Tú siempre quieres decir otra cosa.

El Príncipe rió suavemente.

—Oreste… —pronunció con verdadero cariño—. ¿Recuerdas cuando prometí hacer de ti un príncipe?

Oreste conocía aquel estilo. Ahora iba a decir.

—Pues ya lo eres, muchacho.

El Príncipe pasó un brazo por encima de la mesa, lo palmeó en un hombro y mirándolo a los ojos preguntó lo que Oreste también ya sabía:

—¿Qué piensas hacer ahora?

—Seguir mi camino.

—¿Cuál?

—El primero que se ponga por delante.

—Lo de los fletes y acarreos me parece una buena idea, insisto. Puedes quedarte con el carro.

—¿Tú lo harías?

—No… —reconoció el Príncipe—. Sería como pasear mi propio ataúd.

—Ya lo ves.

—¿Qué tal Venezuela? Llévate al Budinetto. Scarpa te recibiría con los brazos abiertos.

—Lo dudo. Además, Budinetto ya hizo su parte.

—Vuelve con Mascaró.

—Habla despacio… ¿Lo dices en serio?

—Claro.

—Creo que hemos hecho todo lo que pretendía de nosotros.

—Siempre queda algo. Depende más bien de ti.

—No creo que un Príncipe le sirva para un carajo.

—Eso déjaselo a él. Tú le dices que traes una carta de la Rosita y un paquetito de dulces para el señor…

—Hilario Morejón.

Rieron, pero el Príncipe había dicho algo que Oreste pensó varias veces entre Nacimiento y Maldonado.

—¿Qué harás tú ahora? —preguntó Oreste.

—Lo sabes.

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