Mascaró, el cazador americano (32 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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Al Príncipe le dio un soponcio, derramando parte del vino. Detrás del botellón, escondido en el estante, estaba el rostro ensombrecido de Mascaró. Aunque algo arrugado, clavaba en él aquellos terribles ojos que saltaban del cartelón.

El señor Eliano, entre tanto, seguía hablando del
Malagma
muy expedito, sin advertir, en apariencia, que el Príncipe había mudado de color.

El Nuño, que saliera un rato antes para averiguar si la señora Sonia requería alguna escudería, regresaba en ese momento. La figura de Mascaró no pareció alterarlo. Por el contrario, la saludó distraídamente, creyendo que se trataba del Joselito Bembé en persona, sin prestar atención a lo impropio del lugar. En cuanto a Oreste, estaba ido, siguiendo los aires de una música apartada. Miraba para arriba, tal como si tratara de atrapar un pájaro que revolotease alrededor de su loca cabeza.

El señor Eliano propuso, dada la suma de coincidencias y un tan feliz encuentro, disponer una mesa bajo los árboles para continuar la charla conjugando algunos bocados y unas garrafas de ese tinto de espuma roja que encendía la sangre. Mientras las mujeres manejaban el proyecto con murmullosos revuelos de faldas, los hombres reposaron a la sombra de un pino copudo. El señor Eliano y los señores forasteros y otros del pueblo que se allegaron convocados, el maestro Felipe Cazes, o los reputados señores Garriga, boticario, y Pomarrosa, funebrero y sacristán, respectivamente, además de campeón de tute. Entretenidos con la ilustrada conversación que promoviera el Príncipe acerca de las sustancias magistrales y su uso pertinente, bebían sin concupiscencia sumergidos por entero en aquella luz empolvada que parecía traspasar sus cuerpos.

La mesa fue surtida con variados antojos: fiambre blanco, berenjenas rellenas con salsa de menta, panceta ahumada, apio en ramitas, escabeche de vizcacha, morcilla encebollada, longaniza cantinera, chorizos en grasa, bondiola, tomate, culantro, queso de bola, sopa quibebe con chichocas de zapallo, mbaipi de choclos, charquecillo, chaya de avestruz, bollos caseros con chicharrones, jarabe de membrillo, chicha de piña y aquel vino para compartir con sosiego. Cuando todo estuvo bien dispuesto los hombres arrimaron las banquetas.

El Nuño compuso una fuente con un poco de cada cosa y llenó una jarrita para alcanzar a Sonia. Sin embargo, volvió al rato con la fuente y la jarrita tal como las llevó. La señora deseaba participar de la mesa.

Oreste hizo un gesto de incertidumbre, pero el Príncipe requirió el concurso de los señores y se trasladaron todos hasta el carromato.

La señora los aguardaba en el balconcito cubierta de tules y una diadema de cartón revestida con limaduras de plata. Los hombres se detuvieron, antes de ejercer, para admirar aquella deslumbrante imponencia. En su vida habían visto algo semejante. ¿Era aquélla una de esas cosas de suma procedencia que transportaban los vagantes señores? El mismo Príncipe, que desde hacía un tiempo, como consta, no reparaba en las adyacencias, sino que andaba con la cabeza
ut supra
, tuvo parecida sorpresa, pues la Bailarina oriental había aumentado otro poco de tamaño y debajo de esa luz resultaba casi inmaterial, opulenta forma de la siempre vida, tremenda encarnación del amor, imbatida, muy dulce dueña de todos los hombres.

Colocaron el tablón y sujetándose de las manos de Oreste y el Nuño la señora se deslizó hasta tierra, descubriendo brevemente sus carnosos piecesitos, sus repolludas gambas de rosado marfil.

El señor Eliano ordenó instalar un banco, recubrirlo de almohadones y acarrearon a la Abadesa oriental en comitiva.

El convite transcurrió en amable
gaudeamus
y, hacia el final, el Príncipe, que a pesar de ser hombre de concretas, profesaba una oculta pasión por el arte, recitó, muy atinente, «Nostalgia», de Santos Chocano, apelando previamente a la benevolencia de los señores, pues aquellos versos, dictados por el corazón en los largos silencios del camino, no aspiraban a ser otra cosa que una sencilla constancia de sus sentimientos. En lugar de terminar de acuerdo a la partitura interpuso los dos hexasílabos iniciales, es decir, repitió íntegra la estrofa del comienzo para subrayar el carácter documental del asunto:

Hace ya diez años

que recorro el mundo.

¡He vivido poco!

¡Me he cansado mucho!

Los aplausos casi pierden al Príncipe, pues en nombre del Circo del Arca…, mejor dicho, de los Transportes del Arca, agradeció al respetable público su resuelta adhesión a tales sentimientos, sencilla prueba de que el arte se sobreponía a los torcidos decretos de cualquier omnipotencia. A punto de arremeter con su fúnebre «Nocturno», de José Asunción Silva, lo contuvo un puntapié de Oreste. Se excusó de más versos aduciendo que no era poeta de diploma, sino un modesto aficionado, un humilde tirador de corta inspiración. Oreste y el Príncipe se miraron con sobresalto. ¿Cómo se le había antojado la palabra tirador?

Ya en ese rumbo, el Nuño terminó por despacharse una de sus armonías. Mirando casi exclusivamente a la dueña señora, cantó una vez más, acaso la última,
Tuyo es mi corazón
, reclinando los ojos en un final menudito que se perdió entre los árboles como un lamento. A Oreste, inducido también por el recuerdo de otros tiempos, le pareció excesivo reproducir al señor Tesero, por más que el escenario se prestaba, por lo que prefirió soplar un sencillo aire para caña titulado
Chamarrita de alma grave
.

Acallados los aplausos, sobrevino un silencio, en el cual se alzaron las copas y se bebió demorando el vino en los labios. Una llama verde vagaba entre los árboles tanteando delicadamente el suelo cubierto de pinocha.

Fue en medio de ese silencio que una voz muy dulce, apenas una hebra de vidrio al comienzo, revoloteó como una avecita extraviada, creció y creció sin estridencia encantando todo el espacio. La señora Sonia canturreaba, después de mucho tiempo, esa historia de la paloma bienquerida.

dime qué dice el amado,

allá en la otra orilla…

Sus ojos, mientras ejercía el canto, se deslizaban sobre las casas encaladas, los tiestos de flores, los puentes de madera, los árboles.

dime qué dice, paloma.

Cuando terminó, si bien el canto quedó en el aire, no hubo aplausos. El señor Eliano, que comandaba con gracia, se levantó en silencio y le besó una mano. El maestro Cazes, los señores Garriga y Pomarrosa hicieron otro tanto. Los demás inclinaron la cabeza, alzaron los vasos y bebieron en homenaje a tanta señora.

El Príncipe, sin decir palabra, hizo punta y con los otros sobrevivientes del Circo del Arca y gran acompañamiento de vecinos armó el pabellón a la americana en un claro. Se encendieron las lámparas, se dispuso un lecho de pieles y almohadones, se revistió el piso con esteras y una alfombra con los cerros de Almártega bordados en distintos tonos de azul, se introdujo un espejo móvil de cuerpo entero, un lavamanos, una mesita de noche, una palmatoria, una frutera, un jarrón con licor de membrillo, la victrola, los discos, los frascos, los potes, la escupidera de loza, los indumentos de la señora. En seguida se entró a la propia señora, la acomodaron sobre los almohadones y los vecinos, con el señor Eliano al frente, se sentaron alrededor de la divina Sonia, Princesa de Olta.

El Príncipe, Oreste, el leal Nuño observan desde la entrada, todavía cubiertos de polvo, a la ex bailarina oriental y su corte de vecinos. Los han olvidado. De todas maneras, cumplido aquel destino, saludan con una breve reverencia. Sueltan la lona y se alejan.

A esa hora, desde el camino, las luces de Olta que se filtran a través de las copas de los pinos proyectan una verdosa claridad que se derrama por el desierto como un fuego fatuo. Una vocecita que ellos bien reconocen divaga en medio de esas luces. Canta un tierno extravío.

El Príncipe codea al Nuño, que sacude las riendas. Las ruedas vuelven a girar.

Entraron a San Bernardo en el peso del día. Un pueblo ruidoso con una avenida al medio dividida por canteros cubiertos de yuyos que tenían unos macetones chorreados de verdín. Las casas, dispuestas a cordel por ambos lados, eran en su mayoría de ladrillos, algunas revocadas y hasta de dos pisos, con molduras, arcos y remates. Pasaron frente al almacén El Mercurio, en una de las veredas, y la tienda Fantasía de París en la otra, el Asil Club de San Bernardo, con un cartel a cada lado de la puerta, que reproducía el mismo anuncio:

El Domingo 30 del corriente se darán riñas desde las 10 de la mañana hasta la oración. Habrá una riña de dos gallos de opinión que pesarán 4 libras 2 onzas cada uno y juegan 2 mil pesos fuertes.

La mueblería El Tiempo, el Gran Hotel Victoria, con dos columnas de fuste salomónico que sostenía un frontón calado con una marquesina de hierro forjado, la fonda Los Jacintos, la sastrería El Chic, la ferretería Germania…

Algunos letreros colgaban de la cornisa, cubiertos de polvo. A lo largo de la calle se extendían los cables que mencionó el señor Avelino Sosa y que en unos cuantos días, si no los perdían de vista, los llevarían hasta Maldonado. No tenían más que seguir esos tristes hilos del destino.

Preguntaron a un fulano dónde quedaba la casa del maestro Adviento Paleo. El hombre, cubierto con un poncho, el cabello grasiento que le caía hasta los hombros, levantó hacia ellos unos ojos grises, legañosos, los miró sin expresión y señaló un caserón de ladrillos a la vista con altas ventanas enrejadas y un zaguán oscuro que sobresalía en una lateral.

Atravesaron un pasillo descascarado que olía a polvo y salieron a un patio de tierra con un par de limoneros, un aljibe, unos canteros de lajas con algunas calas y malvones, una jaula de pie con un pajarraco medio desplumado que revoleaba los ojos y recorría un travesaño de una punta a otra, como si tiraran de él con una piola.

El maestro Adviento Paleo estaba agachado junto a un gallo sujeto a una estaca, al rayo del sol, cuyo pico, fuerte, grueso y algo corto, fregaba con una tajada de limón. Después lo frotó con grasa de potro. El gallo era un «Asil Madras», a toda vista, no sólo por el pico, sino por la cabeza, corta, ancha entre los ojos, cresta triple muy rebajada y dura, y por el rabo macizo, las alas planas y las piernas gruesas, bien separadas.

—Hay que solearlos para que no se ahoguen en la pelea —dijo el maestro, siempre agachado, haciendo visera con la mano—. Se maduran.

Terminó de repasar el pico, tapó el tarro de grasa y recién se puso de pie. Estaba cubierto con un poncho, el cabello grasiento le caía sobre los hombros, sus ojos grises, legañosos, miraban sin expresión.

—¿Qué tal el compadre Pío Metodio?

Ellos no habían abierto la boca hasta ahora.

Les hizo una seña y pasaron a una habitación que olía como el pasillo. Tardaron un rato en ver dónde estaban realmente, deslumbrados por el sol. A otra seña tomaron asiento frente a una mesa cubierta de frascos y tarros, con un gallo «Calcuta» embalsamado, que el maestro colocó en el suelo, pues se interponía entre él y los señores. Ellos estaban de un lado y el maestro del otro,
ex cathedra
. Una vitrina oscura, detrás del maestro, contenía varios botellones de colores con unas leyendas en letras doradas que, según se moviera uno, despedían un brillo empañado, tardón. Oropimente, azufre, bórax, tártaro, vitriolo verde, aceite de rábano, alumbre cobathia, titanos…

El Príncipe achicó los ojos. Sí, no cabía duda, decía «titanos».

El maestro Paleo trajo un jarro de vino, sacó unas copas de la vitrina, ocasión en que la palabra «titanos» brilló como un fogonazo, y les sirvió sin decir palabra. Era hombre sumido, de pensamientos. Cuando hablaba, lo hacía con lentitud, en voz baja, de manera que había que estirar el cuello y forzar el oído.

El Príncipe, a propósito de pócimas y compuestos, llevó la conversación hacia el «titanos» y de así…

—Sé lo que usted busca —dijo Adviento, cortando el hilo con un ademán—. Conozco la «celesta» para gallos, en especial el Asil, que mejora todas las otras razas de combate, pero no la de pájaros.

—Bueno, tal vez por ahí…

—No, no tienen nada que ver. Fue terminante.

Con todo, y dada la buena disposición de los señores, el maestro accedió a promulgar «la palabra». Llevaba su tiempo, pues para eso, y como empezó a hacerlo con toda parsimonia, debía armar de mano propia y después fumar de
motu proprio
un cigarrito oloroso compuesto con la yerba de cierto cáñamo carismático. Por la mitad del cigarro el maestro se ensimismaba en estado de transparencia, soplando entonces al oído un murmullito largo. Hasta que, de pronto, articulaba una palabra, una sola, la justa precisa, esto es, «la palabra». Luego cada uno la despellejaba y la partía como una fruta y muy adentro encontraba la señal a él solo destinada. A veces tomaba años descifrarla, pero ahí estaba el camino.

El maestro fumó, sopló el murmullito en cada oído, dijo: para el Príncipe,
Besario
; para Oreste,
Tiesto
; para el Nuño,
Alisto
. Cada uno oyó «su palabra» y la rumió para sí, aunque en el primer momento no entendió un carajo, como se comprende.

El maestro terminó el cigarrillo, les dio a besar la mano y se sumió en un largo sopor.

El Príncipe propuso hacer boca en la fonda Los Jacintos. Acomodaron el carromato en la trasera, relajaron a los caballos y se refrescaron por turno bajo una bomba pie de molino. La comida transcurrió en silencio mayormente. Al final de la sobremesa, que hasta ese punto era sobre nada, el Nuño carraspeó, se revolvió en la silla y como los otros lo mirasen con insistencia agachó los ojos y anunció con voz grave pero tranquila que se separaba de ellos ahí mismo, en San Bernardo. Por lo visto, fue el primero en desnudar «la palabra».

—Ha sido una brava aventura —resumió con una sonrisa, sin levantar los ojos de la mesa—. ¡Vaya si lo fue!… Los recordaré el resto de mi vida. A todos y cada uno…

El Príncipe llenó los vasos y repasaron en silencio el nombre de todos los compañeros del viejo y querido Circo del Arca, uno por uno, incluyendo al Califa, al soberbio caballo Asir y al pobre Budinetto, que persistía sólo en el cuerpo.

—¿A dónde irás ahora? —preguntó el Príncipe, aunque ya conocía la respuesta.

—Volveré al mar. Ésa es mi estrella.

Oreste sintió que se le arrebataba el corazón. En lugar de la calle, los canteros polvorientos, las casas de la otra vereda, el negro hilo del destino, todo lo cual borraba el sol, vio a través de los vidrios una playa interminable, una bandada de gaviotas que remontaba vuelo, el borde espumoso del agua que se plegaba con un tremendo brillo, el cascarón oxidado de un barco incrustado de lapas y algas y bálanos. ¿Cuál era su estrella?

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