Mascaró, el cazador americano (17 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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El Príncipe, aunque se arrepintió en el acto, no pudo evitar palmearlo en un hombro. Scarpa, con todo, no se aprovechó de la situación.

—En fin, vamos a lo nuestro —dijo, apartando los ojos del camioncito y señalando la mesa que todavía estaba ahí, a un lado del carromato.

—Bien: ¿cuál es el trato?

El Príncipe se sorprendió de la franqueza de Scarpa.

—Mi querido y dilecto amigo… —comenzó a decir.

Pero Scarpa lo paró con una mano.

—Al grano.

De cualquier forma, y mientras reconocía el terreno por si se trataba de una nueva trampa, el Príncipe recordó al señor maestro José Scarpa, hermano en cuerpo y alma del ilustre Vicente Scarpa, los tremendos esfuerzos que había hecho para llegar hasta ahí, incluyendo una travesía, casi un descubrimiento, en un extravagante piróscafo irónicamente llamado…

—Mañana. Lo conozco. He viajado en él. Efectivamente, tiene sus ocurrencias.

—Y luego…

—En lugar del Gran Circo de los Hermanos Scarpa…

—Del glorioso y afamado…

—… usted se encuentra con esta mierda.

—…a cuya memoria me remito…

Scarpa y el Príncipe se miran a los ojos. Scarpa se rasca el casco.

—Una vez más le pido mil perdones por todos esos contratiempos, que ya conozco. Bien otra era mi intención cuando le escribí a usted. El Destino quiso otra cosa.

La palabra Destino era categórica, y cayó entre los dos como una piedra.

—En fin, ¿qué decide usted?

El Príncipe tomó aire y con igual franqueza expuso su proyecto al señor Scarpa, que escuchó con atención. Antes de opinar observó cómo otros dos fulanos se alejaban llevándose uno de los caballos y un lote de faroles a mantilla.

La señorita Lombardi sacó la cabeza por la ventanita de uno de los carromatos. Quedó ahí hasta que el caballo desapareció de la vista.

—¿Qué espera que le diga? Es una locura, por supuesto. Pero lo envidio a usted. Todo es cuestión de tiempos. El mío ya pasó.

—¡Mi querido y dilecto amigo!…

—Sí, ya sé que lo lamenta tanto como yo. Es muy triste ver desaparecer a un gran circo. Así se fueron el Hippódrome, el Coliseo, el Apolo, el viejo, Apolo, el Olímpico, el Pabellón Oriental…

El Príncipe lo contuvo con un gesto de pesadumbre y se golpeó el pecho. Aquellos nombres transitaban por su cabeza como los viejos y grandes barcos que el capitán Alfonso Domínguez veía pasar por la borda de babor.

—Y ahora el Gran Circo de los Hermanos Scarpa.

—El más glorioso y afamado…

—¡Gracias!

Scarpa hundió la cabeza, es decir, el casco entre las manos y permaneció así un buen rato. Luego se golpeó una pierna y se recompuso.

—Bien; diga usted.

El Príncipe tuvo que hacer un verdadero esfuerzo, pues de buena gana hubiese remitido todo al carajo. Con voz todavía velada por la emoción enumeró brevemente sus pretensiones. Quería uno de los carromatos, algunos metros de carpa y el león.

Scarpa pegó un salto.

—¿Qué león?

—Creo que el único, si es enteramente un león.

—¡Está usted loco!

—Bueno, es lo que usted en cierta forma acaba de alabar.

—No lo tome al pie de la letra. Sólo el carromato vale un platal.

—Supongo que no piensa llegar con ellos a Venezuela.

—Eso no cambia la cosa. Hablo del precio en términos de mercado.

—Con lo que rebaja usted mi valor a esos términos.

El Príncipe lo dijo sin rencor, tan sólo con un poco de tristeza. Eso a Scarpa lo mató.

—Bien; dejemos de lado el carromato. Pero el león, mejor dicho Budinetto, porque leones hay muchos y Budinetto uno solo… ¡Jamás! Y no aludo aquí al valor económico, que es elevado por cierto, sino al valor…

—Moral.

—Llamémoslo así. Son muchos años que tiramos juntos.

—Quiere decir que es viejo.

Scarpa no se inmutó.

—¿Sabe usted acaso cuánto vive un león?

—No.

Tampoco aclaró el punto, de manera que la duda quedó en el aire.

Aquí el Príncipe decidió tomar la iniciativa, porque si Scarpa seguía en esa línea se iba todo a pique.

—Mi querido y dilecto amigo, pongámonos en razón. Respeto sus sentimientos, pero Budinetto es un anciano. No soportará ese viaje a Venezuela. Nosotros nos limitaremos a mostrarlo y a que ruja de vez en cuando, si está inspirado, pues a la gente de estos pueblos, que en su puta vida ha visto un león, le basta con eso.

—¡Por favor! Budi es capaz de eso y de mucho más.

—Puede ser. Quizá con un poco más de alimentos y un poco menos de zozobras…

—¡Qué quiere usted insinuar!

—Nada que no sepa.

—¡Me hiere usted! —gimió Scarpa con ingenuo dolor.

—¡Mi querido y dilecto amigo!…

El Príncipe vuelve a palmearlo en el hombro sinceramente arrepentido de haber empleado esos términos. Entonces Scarpa, que no lo pierde de vista, propone que por lo menos le dejen a cambio el carro de Boca Torcida, que al oír esto se atraganta con el humo.

La discusión se embrolla. Scarpa insiste en las por ahora ocultas virtudes de Budinetto y hasta ordena al enano Perinola que meta la cabeza dentro de la boca del león. Esta inopinada peripecia excita la imaginación del Príncipe, que en lugar de rechazarla, como corresponde, insiste en presenciarla. Scarpa, disimulando su contrariedad, procede a despertar a Budinetto con grandes y fuertes conjuros. Al cabo de una hora el león abre un ojo. Scarpa atribuye esto a su humor caprichoso, por lo general una ventaja, pues a menudo es motivo de formidables ocurrencias. Sea como fuere, al cabo de otra hora, y por efecto en realidad de un certero puntapié que Scarpa le suelta con disimulo, Budinetto abre la boca, que despide el aliento de un cadáver. Le faltan unos cuantos dientes.

Perinola, a una señal imperiosa de Scarpa, traga aire y mete la cabeza dentro.

El Príncipe, con todo, hace un gesto de decepción.

—¡Más adentro! —ordena entonces Scarpa.

Perinola empuja otro poco, no mucho.

—¡No va más! —se oye una vocecita estrangulada que al parecer sale por las orejas del león.

El Príncipe tampoco dice nada. Se sacude sobre las puntas de los pies con aire crítico aguardando que de un momento a otro Budinetto cierre la boca y se quede con la cabeza adentro. Pero Scarpa, que parece adivinar sus negros pensamientos, tira del enano. La cara del pobre Perinola, toda empapada, arde como un fósforo. Budinetto sigue con la boca abierta. Scarpa empuja las mandíbulas y la cierra como un baúl.

—¿Y bien?

—Algo lento. Pero podría disimularse con un redoble.

Recién al caer la tarde, después de haber regateado, suplicado, condolido, negado, evocado y aun amenazado hasta el cansancio, por el solo hecho más bien de probar sus fuerzas, llegaron a un acuerdo. El Príncipe se llevaba a Budinetto, el carromato, un caballo de tiro, unos metros de lona y además una corneta. Scarpa, aparte de la reparación por daño inferido, se quedaba con el carro y los arreos, sin el caballo, y a cambio de la trompeta con una
vade recto
o talismán de San Son relleno con hierba de lagarto, también llamada «yerba de poder», de efecto conciso contra toda clase de mal o cualquier combinación de los mismos, que seguramente iba a terminar con su yeta.

Hubo una breve pero conmovedora despedida entre Scarpa y Budinetto, que abrió un ojo cuando Scarpa le besó el hocico.

Y ahora, por fin, el Príncipe y Boca Torcida emprenden el camino de regreso a la pensión para caballeros Caldas del Rey a bordo del carromato, que se bambolea como un barco, llevando a remolque una jaula con el grandioso y afamado león Budinetto, que sigue durmiendo.

Lo último que ven del Gran Circo Scarpa, antes de doblar una esquina, es un montón de trastos desparramados por el baldío, en medio de ellos la delgada y negra figura de José Scarpa y, en un claro, a la muy señorita Lombardi que, montada en el caballo Selim, cabalga en círculos, seguida de cerca por el tan caballito Farfante.

Oreste salió de la pensión para caballeros junto con el Príncipe, que se demoró un momento en el patio haciendo ciertas recomendaciones al Nuño, que quedaba allí, y entregándole un papel enrollado sujeto con un hilo rojo. Antes de separarse, el Príncipe lo palmeó y lo empujó suavemente. Luego cada uno tomó para su lado.

Oreste atravesó la ciudad tratando de reconstruir el camino que habían hecho a la inversa con el carro. Se extravió varias veces, casi era ésa su intención, pero al fin, guiándose por la torre de la iglesia de Nuestra Señora del Buen Tiempo, el faro y cierto aire prostibulario que fue reconociendo en las paredes, vio aparecer sobre los tejados aquellas viejas palmeras que señalaban el lugar del Burdelito o Feria de San Venéreo.

No había cambiado nada, a pesar de que tenían que coincidir tantas cosas además de las palmeras, y se preguntó si en realidad no acababan de pasar recién rumbo al Gran Circo Scarpa. Hasta le pareció escuchar la voz del Príncipe que decía: «¡La loca vida! ¿Eh, Oreste?».

Allí estaban la pagoda de latón esmaltado, los braceros, las jaulas, las caponeras, las señoras para el uso, el vendedor de roscas y maníes, el Mandarín de la suerte, la Flor azteca, la gitana adivina. Y el Campeón mundial de lucha Carpoforo, casi ecuestre, sobre la tarima. A un mismo nivel resultaba el doble de grande, primer detalle.

Una de las putas señoras le preguntó si era forastero y él dijo que de Arenales, y le preguntó otras cosas más mientras lo sujetaba de hecho con las tetas, que eran casi tan grandes pero no tan lisas como la de la señora Maruca y olían a talco y por momentos a grasa, si no había oído hablar de la Melita, que era ella misma, ex bailarina del cabaret El Pianito y luego del Mingo, si era un viajante, si no era un alcahuete, si se le paraba o si era un marica y finalmente por qué no se iba a la misma concha de su hermana.

Oreste oía a medias, cada vez más impresionado por el tamaño de Carpoforo, que a cada paso que se aproximaba crecía otro poco. La puta señora, muy de estilo, gritó todavía algo y lo pechó con las tetas, pero en ese momento alguien lo tomó de una mano.

—Déjalo, ¿no ves que es un Príncipe?

Oreste volvió la cabeza aturdido, olvidando de golpe a Carpoforo. Era la gitana. Sonreía vagamente sin soltarle la mano, y a través de la mano Oreste sintió como un silencio que subía hasta su cuerpo y se inclinó un poco sobre aquellos ojos y vio que vio su cara en cada uno de ellos sumergida en dos hoyitos de aguas muy negras.

—¿Quieres que te adivine el futuro?

—¿Puede cambiar algo?

—Nada. Salvo conocerlo.

—¿Para qué, entonces?

La gitana le acarició la palma como si quitara de ella un pellejo, repasó con la punta de un dedo las líneas de la vida, casi blancas sobre la piel curtida, y sin levantar los ojos, dijo:

—Está todo aquí, aun este instante. ¿De verdad, no quieres saberlo?

—No. Déjame vivir el día.

—Oreste… ¿es ése tu nombre?

—Sí, hermana.

—Paz con paz.

Le vuelve a acariciar la mano, pero ahora como si borrara todo lo escrito.

—A propósito, ¿qué tal hombre es ese Carpoforo?

—Te está esperando. Él no lo sabe, naturalmente, pero lo he leído en tu mano.

Oreste dio un paso.

—Oye, ¿por qué has dicho que soy un Príncipe?

La gitana sonrió.

—¿Lo eres?

—De eso se trata. Quiero decir, debo probarlo. ¿Qué te parece?

—Vive tu día.

Ella levantó la mano y trazó unos círculos en el aire, y en ese instante Oreste creyó oír aquel barullito, tan un tris, de nada. Nada.

Dio una vuelta alrededor de Carpoforo. Parecía de piedra, por varios y consistentes motivos. Luego se situó discretamente a un costado, releyó el letrero y, cuando volvió a mirarlo, a Carpoforo, notó con espanto que éste le apuntaba con un ojo.

—¿Qué buscas, hijo?

Oreste tosió, carraspeó.

—Señor maestro… —dijo como si fuese a echar un discurso, pero en seguida se desinfló—. Nada en concreto.

Carpoforo ladeó la cabeza y lo miró con los dos ojos, algo intrigado.

—¿Quieres apostar?

Oreste retrocedió un paso.

—Jamás se me hubiese ocurrido. Palabra que no.

—Sin embargo, puede salir de ti un buen «quinta categoría», es decir, lo que sería un peso medio.

Oreste sonrió con torpeza.

—A esta altura puede salir cualquier cosa.

—Mira, yo lucharé de rodillas con una mano, la que quieras, sujeta a esa piedra —señaló una piedra con una cadena y un grillete, al lado de una maleta, en la cual, sin duda, Carpoforo guardaba la ropa de paisano—, y tú podrás emplear toda clase de presas, aun las más depravadas, igual que en la lucha griega, como retorcer los brazos a más de noventa grados, hundir la rodilla en la barriga, tirar de los huevos, torcer los dedos de los pies, la presa de garganta, la corbata y cualquier otra cabronada.

—Menos todavía, señor maestro. Tengo en muy alta veneración tan noble arte como para permitirme siquiera semejantes pensamientos.

—Hay peores degenerados.

—Es un signo de los tiempos.

—¡Tú lo has dicho! Pero si no hago así me muero de hambre. Es mi problema. Soy de «octava categoría», es decir, debo mantener lo menos 89 kilos.

—Comprendo.

—Y con todo me paso la mayor parte del día aquí arriba.

—¿No te aburres?

—Veo pasar el mundo.

—No se me hubiese ocurrido.

—Ayer, por ejemplo, te vi pasar a ti con ese loco. ¿Quién es?

—¡El Príncipe Patagón! —respondió Oreste con orgullo.

Carpoforo meneó la cabeza.

—Conocí al Rey de Titania, que era temible por su «tijera de cabeza», y al Príncipe Etragov, campeonísimo de «greco», discípulo del gran Pons, aunque medio estrafalario, pero nunca oí del que tú dices.

—Es un Príncipe Mago.

—No es mi especialidad. ¿Y qué haces tú con él?

—¿Jamás has oído hablar del gran Circo del Arca?

Carpoforo pensó un poco.

—No, francamente.

—¿En qué mundo vives?

—Me paso el día aquí arriba, te dije.

—A propósito, ¿por qué no bajas y así podemos charlar con más comodidad?

Carpoforo lo miró con su terrible mirada de «octava categoría», pero esta vez Oreste la aguantó sin desviar los ojos.

—Tú te traes algo. Dilo de una vez. ¿O prefieres que se lo pregunte a la gitana? Debe estar en mi mano.

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