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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (50 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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— Cariño —dijo—. ¡No olvides que me debes mi abrigo de visón!

La segunda «resurrección» fue asimismo tan espectacular, que Sam Broder se sirvió de ella para convencer a la doctora Ellen Cooper de que le autorizase a no interrumpir los tratamientos al cabo de las seis primeras semanas, y a omitir el intervalo de reposo de treinta días que impone el formulario. El parón, habitual en esa clase de experimentaciones, tiene por objeto procurar a los enfermos un reposo para que puedan eliminar eventuales efectos tóxicos. La inspectora de la FDA consideraba que tal entreacto era indispensable.

Esta vez, el paciente era un actor originario de Palm Beach, Florida. La forma particular de su sida había impresionado tanto a su médico de cabecera, la doctora Margaret Fischl, del centro clínico de la Universidad de Miami, que ésta no dudó en enviárselo a Sam Broder. El virus había atacado el cerebro de este enfermo, y el desventurado tenía paralizados los miembros inferiores. Había perdido casi por completo el uso de la palabra y padecía trastornos psíquicos. «Un hombre en plena forma, atlético, arrogante, en tres meses había quedado reducido por el sida al estado de un inválido que se arrastraba entre dos muletas», relata David Barry. El efecto que produjo el AZT en tres semanas sobre aquel muerto-vivo dejó atónitos a los responsables del laboratorio Wellcome y a los del hospital de Bethesda. No sólo el enfermo pudo levantarse sin ayuda, sino que comenzó a dar brincos por los pasillos. Más todavía: se divirtió bajando a toda marcha los doce pisos del hospital hasta la planta baja y volvió a subir con la velocidad suficiente para vencer al ascensor en su carrera. Hazaña que repitió complacidamente varias veces.

Sam Broder telefoneó a Ellen Cooper para rogarle que aceptase que el tratamiento de aquel paciente excepcional no fuese interrumpido por la cuchilla fatídica de los treinta días previstos en el formulario.

—Ya he oído hablar del caso —refunfuñó la inspectora de la FDA—. Es un actor profesional. ¡Y los actores son capaces de cualquier mixtificación!

—Venga a comprobarlo usted misma —insistió el facultativo.

Veinte minutos después, la incrédula joven hacía su entrada en la habitación. No olvidaría fácilmente el espectáculo que le esperaba. Si se trataba de un número, el ex paralítico lo dominaba perfectamente. El hombre tomó un bastón en cada mano, saltó sobre su cama y, blandiendo los palos hacia la visitante, exclamó:

—¡Éstos son los instrumentos que me sirvieron para arrastrarme hasta esta habitación hace tres semanas!

Lanzó los dos bastones como dos jabalinas a la papelera del fondo de la habitación, y añadió:

—¡Y esto es lo que el AZT ha hecho por mí!

Con la flexibilidad de un acróbata, saltó al suelo, se arrojó boca abajo y comenzó una serie de flexiones mientras gritaba:

—¡Mis brazos son tan fuertes como mis piernas!

Ellen Cooper estaba estupefacta. El ex inválido se levantó al fin y se plantó ante ella.

—¿Quiere usted que le muestre también cómo desciendo y subo los doce pisos de este maldito edificio?

—No; no vale la pena, le creo —se defendió Ellen Cooper con una sonrisa cómplice.

Ellen salió de la habitación acompañada de Sam Broder. Colocando una mano amistosa sobre el hombro del cancerólogo, le tranquilizó:

—¡De acuerdo, Sam, no interrumpa su tratamiento!

50

Nueva York, USA — Otoño de 1985
Hacer que cada uno se sienta amado y respetado

—Doctor, si tuviese cojones, me arrojaría por esa ventana.

El doctor Jack Dehovitz contempló con sorpresa los grandes ojos azules brillantes de rebeldía y el espeso collar de barba roja que daba a Josef Stein un atractivo aspecto de profeta. El ex arqueólogo tenía, visiblemente, un mal día. Era la primera vez que expresaba abiertamente su deseo de morir. Este deseo era corriente en los homosexuales afectados por el sida. Y muchos lo hacían realidad. Los médicos atribuían esas inclinaciones suicidas a un complejo de culpabilidad autodestructor exacerbado por la enfermedad, y conjugado a veces con un abuso de alcohol o de droga. Aquella mañana, Jack Dehovitz decidió tomar a broma la morbosa perspectiva de su paciente:

— Quit kzetching!
¡Deja de lloriquear! —replicó vivamente en una mezcla de inglés y de yiddish que les hizo estallar a los dos en una gran carcajada.

Cada jornada de trabajo del responsable adjunto de la unidad del sida del hospital Saint-Clare comenzaba con una visita a su enfermo favorito. «¡Josef era tan abierto, tan inteligente, tan lleno de humor y de encanto personal! —recuerda el médico—. Su cultura judía y sus largas estancias en Israel nos habían acercado. A mí me gustaba entrar en su habitación soltando algunas frases en yiddish o en hebreo que nadie comprendía. Con Josef, yo podía, por fin, hablar de algo que no fuese la enfermedad».

Y así ocurría con todos los miembros del personal. A la menor ocasión, iban a distraerse en compañía de Josef Stein, a fumar un cigarrillo, a tomar una taza de té, a reír con sus bromas o a escuchar el relato de sus aventuras de buscador de piedras. Incluso cuando la quimioterapia lo dejaba convertido en un trapo, no dejaba que ningún visitante se fuese sin haberle insuflado un poco de su vigor y de su alegría de vivir. «A los que estábamos enfrentados sin reposo con una enfermedad que hería a seres de nuestra edad y que les conducía inexorablemente a la muerte entre insoportables sufrimientos, Josef nos proporcionaba oxígeno y vitaminas —dirá más adelante Jack Dehovitz—. En la situación a veces insostenible en que nos veíamos aquel otoño por culpa del carácter tan singular de la enfermedad, era necesario un Josef Stein para levantarnos el ánimo».

A la pesadilla física de los enfermos se sumaba un suplicio de orden moral que a menudo agravaba su prueba y la tarea de los que les atendían. «Si anunciáis a vuestra familia o a vuestros amigos que tenéis un cáncer, nadie pondrá en duda vuestra moralidad —explica Terry Miles, el
clinic coordinator
de Saint-Clare, un muchacho de 30 años nacido en Florida y encargado de la supervisión de los cuidados y del mantenimiento de la moral de los equipos cuidadores—. En cambio, un enfermo del sida debe enfrentarse automáticamente con el oprobio. Su mal “vergonzoso”, consecuencia de un modo de vida considerado condenable, es visto como un castigo. De ahí su terror, que se resume en una pregunta cruel: “¿Van a tratarme como a un enfermo normal o a excluirme como un paria?”»

Las reacciones eran tan variadas como los individuos. Para el chófer de autobús neoyorquino Frank Korda, un alfeñique de veintiocho años con el cabello engominado, cubierto de pies a cabeza con el horrible abigarramiento morado del sarcoma de Kaposi, el sida había tomado el rostro de una mujercita atenta a sus menores deseos.

«Yo supe que Frank era
gay
antes de que lo supiera él mismo —cuenta su madre, telefonista en una centralita de Manhattan—. Le llevé a un médico con la esperanza de que podría hacer algo. Mi otro hijo era, por el contrario, enormemente macho. Frank, a los dieciséis años, cuando descubrió sus tendencias homosexuales, se sintió completamente desamparado. Se sinceró con su hermano, y éste le dijo: “¡Habla con mamá!” Yo sabía que había intentado salir con dos o tres chicas. Me dijo: “Mamá, soy
gay
”. Yo le respondí: “Eres mi hijo, eso es lo único que cuenta para mí”. Yo sólo quería que siguiera siendo una persona. Era la época de la revolución sexual, y muchos
gays
se vestían como chicas. Y le dije: “Tus preferencias sexuales son una cosa, pero no aceptaré que te pongas en ridículo disfrazándote de mujer”. Y añadí: “Hagas lo que hagas, hazlo con dignidad y respeto”. Conocí a los muchachos que frecuentaba. Él los llevaba a casa. Eran muy correctos. La mayoría de sus amigos me adoptaron.

»Un día cayó enfermo. Todo comenzó por un adelgazamiento inexplicable. Aunque nunca había sido gordito, comprobé que perdía algunos cientos de gramos cada semana. Él no se daba cuenta de nada. De pronto, unas pústulas aparecieron en sus piernas, y luego empezó a toser. Por la noche, yo vigilaba su respiración. Hacía un ruido de pistón impresionante. En abril pasado, me dijo: “Mamá, tengo el sida”. Yo había oído ya esta palabra. Uno de mis vecinos, que era vigilante en la penitenciaría de Sing Sing, nos había hablado de un preso que murió del sida. Por entonces, apenas presté atención. Pero cuando Frank me comunicó su enfermedad, rompí en sollozos. Luego fui en busca de mi Biblia. Yo soy muy creyente y pensé que debía de haber una razón para semejante prueba. Le dije a Frank: “Hay un sentido en todo lo que permite el Señor. Quizá ha querido servirse de ti”. Le leí unos pasajes de la Escritura. Él comenzó a ir a la iglesia. Los fieles de la parroquia fueron formidables. Para que todos rogasen por él, les dije que mi hijo tenía un cáncer. En su caso, no era del todo una mentira.

»Frank ha estado a punto de morir en dos ocasiones. La última vez, los que se ocupaban de él abandonaron la lucha… Todos, salvo el Señor y yo. Yo permanecí a su lado día y noche. Le alimenté cucharada a cucharada. Le atiborré de vitaminas, de reconstituyentes, de nata helada, de todo lo que a él le gustaba. Y sobre todo no cesé de animarle a luchar, a esperar, a querer vivir. En las habitaciones vecinas, las enfermeras cerraban cada día los ojos de un muerto. Frank, en cambio, todavía está allí. No hay nadie en el servicio más empecinado que él en ganarle la partida a la enfermedad. Me ha hecho prometer que si le sucede algo, me convierta en la madre de los demás enfermos. ¡Una gran parte de ellos han sido abandonados por su familia! Hay muchos padres que aceptan que su hijo tenga el sida, pero no que sea
gay
».

Aquel otoño, no había madre, ni familia, ni compañero en la vida de Roddy, un joven de veintisiete años, ex preso por toxicómano en la penitenciaría de Sing Sing. Los años de aislamiento en una zona de máxima vigilancia habían transformado a aquel
docker
de New Jersey en una auténtica fiera, siempre dispuesto a saltar sobre cualquiera que entrase en su cuarto. A pesar de la neumonía que arrasaba sus pulmones, no era aliento lo que le faltaba. No hablaba, aullaba. Cuando alguien acudía, alarmado por sus rugidos, lo recibía con una andanada de insultos y de amenazas. Era un paciente más bien difícil que sometía a dura prueba los nervios de Jack Dehovitz y de su equipo, y que confirmaba que asistir a los enfermos del sida era más una cuestión de hospitalidad que un problema puramente médico.

«Entrar en la habitación de un paciente con la intención de dedicar un poco de tiempo para escucharle puede ser un acto terapéutico cien veces más eficaz que inyectarle una perfusión —dice Jack Dehovitz—. Hacerle sentir que es respetado, considerado, amado, que nadie le juzga. No hay nada más vivificante que sostenerle la mano, aplicar un poco de bálsamo sobre un miembro doloroso y dar masaje delicadamente. Algunos enfermos confiesan que, durante meses, nadie se ha atrevido a tocarlos. Lo terrible es que nos enfrentemos con una enfermedad contra la cual no disponemos de ningún arma. Todo lo que podemos intentar es asegurar a nuestros pacientes la mejor calidad de vida posible para el tiempo que les quede».

La diversidad étnica y social de los enfermos exigía una adaptación sin fallos a cada una de las situaciones individuales. Establecer un contacto, vencer la desconfianza y dominar el miedo requerían dosis de paciencia y de imaginación que sólo podía ofrecer un personal voluntario y motivado.

Al enfermero Ron Peterson, un antiguo
marine
de la guerra del Vietnam reconvertido a la danza moderna y más tarde a la asistencia médica, se le ocurrió la idea de organizar unas clases de gimnasia para los enfermos de Saint-Clare. «Fue una revelación —dice—. Algunas personas descubrían de pronto que podían hacer algo con su cuerpo. Que ya no eran unos restos de naufragio paralizados en su cama. Enseñé algunos movimientos de danza incluso a unos desventurados clavados en su silla de ruedas». Ron había visto en Vietnam a tantos hombres perdidos y desesperados, que se empleaba apasionadamente en ayudar a los enfermos a poner sus asuntos en orden y a reconciliarles con la idea de la muerte, de manera que, una vez llegada la hora, no muriesen odiándose a sí mismos. «No hay nada en el mundo más gratificante que poder aportar un apoyo concreto», dirá Ron.

Extrañamente, el terror que inspira la enfermedad no menguaba el alfujo de los candidatos deseosos de trabajar en una unidad de cuidados especializados. «El sida es la tragedia de nuestra generación —dice Terry Miles, el joven
clinic coordinator

. Estoy aquí porque creo que mi deber es participar en la batalla y hacer todo lo posible para ganarla». Otros postulantes de parecido empeño tenían razones personales para alistarse. En general, conocían a alguien que padecía el sida o que ya había muerto de él. Algunos se consideraban a sí mismos en peligro, a causa de su estilo de vida.

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