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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (45 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Su espíritu de aventura y su experiencia con los virus parecían conducir al laboratorio Wellcome a desempeñar un papel clave en la búsqueda de los medicamentos que venciesen al sida. Ésa era al menos la esperanza de Michael Gottlieb, el joven inmunólogo de Los Ángeles que fue el primero que diagnosticó la enfermedad. Desde el otoño de 1983 trató de sensibilizar sobre el sida y sus infecciones oportunistas a los investigadores del Research Triangle Park. Incluso les sugirió una vía original de investigación. Puesto que el agente causal del sida era un retrovirus y que un retrovirus necesita la ayuda de una enzima transcriptasa inversa para poder introducirse en el núcleo de las células, ¿por qué no buscar una sustancia que actuase directamente sobre la enzima? Al parecer, su proposición sólo había suscitado un interés cortés.

Las razones de esa reserva eran múltiples, pero en primer lugar financieras, porque la puesta a punto de un producto farmacéutico cuesta varias docenas de millones de dólares. Para garantizar la rentabilidad de unas inversiones tan considerables, los dirigentes del Wellcome habían establecido unos criterios muy concretos. Todo nuevo medicamento debía ir dirigido a una clientela potencial de doscientos mil enfermos, como mínimo. Por debajo de este umbral, una afección patológica era considerada como una
orphan disease
, una «enfermedad huérfana». El sida, con sus cinco mil víctimas registradas por aquella época, no respondía a los criterios comerciales de la industria farmacéutica.

La visita del inmunólogo californiano tuvo, en realidad, más importancia de lo que pareció. Su vibrante apelación empujó al prestigioso laboratorio a interesarse de manera indirecta por la extraña epidemia. Ya hacía algún tiempo que su joven vicepresidente para la investigación, el doctor David W. Barry, se sorprendía del aumento en flecha de las ventas de algunos productos comercializados por su firma. Eran medicamentos para combatir diferentes enfermedades sexualmente transmisibles, como el herpes genital o la sigelosis, una grave disentería bacteriana. Como estas infecciones estaban evidentemente ligadas a la patología del sida, David Barry comprendió que su laboratorio se hallaba ya implicado en el tratamiento de algunas manifestaciones de la nueva plaga. Y esa comprobación no dejó de complacer a aquel hombre de ciencia que consagraba su vida a guerrear contra los virus.

Oriundo de la costa Este, salido del serrallo de la Universidad de Yale cubierto de laureles, antiguo alumno
emeritus
de la Sorbona, el doctor David Barry, de cuarenta años, había comenzado su carrera al frente del departamento de virología general de la Food and Drug Administration, la agencia general de control de los productos alimentarios y farmacéuticos. Jinete intrépido, lector asiduo de los clásicos franceses, fumador empedernido de Winston largo y siempre vestido de punta en blanco, este políglota de ojos azules personificaba el arquetipo del científico-empresario producido por la enseñanza superior americana de este final de siglo. Miembro de numerosas academias médicas, autor de más de un centenar de artículos científicos que trataban de temas tan variados como los virus en los monos verdes de África, la gripe del ratón, el tratamiento rectal de la neumocistosis infecciosa o la tolerancia a las vacunas de los viejos, animaba ahora el departamento de investigación y desarrollo de nuevos medicamentos del famoso laboratorio del Research Triangle Park.

Otros hechos iban a reforzar el interés de David Barry por la preocupante epidemia. Wellcome fabricaba ya un medicamento a base de nitrato de amilo que millones de norteamericanos que sufrían angina de pecho o de otras insuficiencias vasculares se apresuraban a inhalar o a colocar bajo la lengua al menor dolor cardíaco. Este producto tenía la propiedad de dilatar casi inmediatamente los vasos sanguíneos. Eran sus finas ampollas las que hacían «pop» cuando se las rompía y las que habían sido llamadas
poppers
por otra categoría de usuarios que el austero código farmacéutico no había previsto. Los habituales de los diferentes lugares de intercambio
gay
no tardaron en descubrir en el nitrato de etilo un medio de dilatar los vasos de la verga y de la mucosa anal. Por esta razón, los
poppers
se difundieron tanto que los médicos-detectives de Atlanta llegaron a preguntarse en algún momento si no eran la causa directa del sida. «Nuestra situación se hizo francamente delicada —confiesa David Barry—. Algunos periódicos se atrevieron a hacernos responsables de la epidemia. Era casi increíble; en San Francisco y en Los Ángeles, los
gays
llegaban incluso a exhibir unas camisetas decoradas con eslóganes que proclamaban: "¡Nos damos buena vida gracias a los
poppers
de Wellcome!"» El joven médico-empresario comprendió que su laboratorio no podía permanecer apartado más tiempo del drama sanitario que sacudía a los Estados Unidos.

Fue entonces cuando la bonita Françoise Barré-Sinoussi llegó de París, el 1 de junio de 1984, al agobiante bochorno del verano de Carolina. Venía a exponer a la flor y nata de la industria farmacéutica norteamericana el descubrimiento del virus LAV, cuya tarjeta de identidad genética habían establecido ella y sus colegas del Instituto Pasteur. Para uno de sus oyentes, la doctora Sandra Lehrman, jefe de la investigación virológica en Wellcome, «aquella francesa describía una experiencia tan fenomenal, a mi juicio, como la de su compatriota Pasteur cuando descubrió los microbios. ¡Cuántos esfuerzos, cuánta pasión, para obligar a un virus a que se desenmascarase!» Para su colega, el doctor en biología Phil Furman, «aquella mujer nos traía de pronto la prueba de que ese misterioso virus no era una fantasía, sino una cosa muy real». Para la química Janet Rideout, «había sonado la hora de ir a buscar en nuestras reservas una sustancia que pudiera arreglar las cuentas a ese monstruo». Para Marty St. Clair, una joven viróloga de veintiocho años y mirada cándida de niña detrás de sus gruesas gafas, «las revelaciones de aquella parisiense llamaban a nuestras pipetas y a nuestras incubadoras a una movilización general». Y para David Barry, a quien incumbía la grave responsabilidad de decidir la oportunidad de tal movilización y de organizarla, «el cuadro de la plaga mortal esbozado por la que había identificado al culpable, nos invitaba a abandonar nuestra reserva».

Otros argumentos en favor de la movilización del laboratorio Wellcome llegaron de Bethesda unas semanas después. Un auditorio lleno hasta el telar recibió en triunfo a Robert Gallo, el brillante maestro en retrovirología que venía a ofrecer la caución de su prestigio y de sus estímulos a los investigadores del Research Triangle Park.

Pero David Barry esperaba recibir de otra autoridad el apoyo decisivo capaz de provocar la decisión de los dirigentes de su firma. Y no fue decepcionado. El luchador Sam Broder estaba más convencido que nunca de que el compromiso de los laboratorios privados era una aportación esencial en la cruzada que él sostenía casi en solitario para el descubrimiento urgente de un medicamento capaz de curar a los enfermos de sida. «Yo me olía que los responsables de Wellcome aún dudaban en entrar en la danza —cuenta el joven cancerólogo—. Temían no poder obtener de sus directivos la financiación necesaria para llevar a término una aventura como aquélla. E incluso si conseguían poner a punto una droga, no estaban seguros al ciento por ciento de que ésta sería algún día comercialmente provechosa. Yo no podía reprochárselo. Deseaba más que nadie que aquella empresa resultase rentable. No por una devoción personal al capitalismo, sino por la sencilla razón de que un fracaso comercial tendría por consecuencia el apartamiento definitivo de todos los demás laboratorios farmacéuticos de la búsqueda de un medicamento antisida. Otra razón motivaba también sus reticencias. Se avenían a probar sus componentes químicos sobre retrovirus animales, pero no sobre el agente humano del sida. Seguridad obliga. Yo les tranquilicé proponiéndoles una solución que les ofrecía todas las garantías de seguridad. Ellos me enviarían las sustancias activas que encontrasen en sus virus animales, y yo las probaría sobre el retrovirus del sida en mi propio laboratorio del hospital del Instituto Nacional del Cáncer. Si encontraba alguna que funcionase, les dije, se la inyectaría a los enfermos y yo mismo supervisaría la operación».

Esta proposición permitía que el laboratorio Wellcome se comprometiera en la colaboración soñada. Sus investigadores interrogarían a sus ordenadores para disponer de un máximo de componentes dotados de una acción antivírica, y probarlos después sobre sus retrovirus animales.

Naturalmente, quedaba una incógnita; un remedio que mataba un retrovirus animal, ¿sería igualmente activo con un retrovirus humano? La respuesta vendría de los tubos y de las pipetas del antiguo inmigrante polaco de Bethesda.

46

Research Triangle Park, USA — Otoño de 1984
Una luna de miel que comienza mal

Marty St. Clair estaba loca por su casa. Ella misma había dibujado los planos y, luego, junto a su marido, que era geómetra, la habían construido con sus propias manos, desde los cimientos hasta la sorprendente chimenea central. Totalmente de madera, la construcción hacía pensar en un refugio de alta montaña o bien en una cápsula espacial imaginada por Julio Verne. Pero, para Marty, la joven viróloga de Wellcome, la casa recordaba sobre todo la forma de una de aquellas partículas que acaparaban su actividad profesional: un virus.

Aquel último domingo de octubre de 1984, la «casa virus» de los St. Clair vivía en una exaltación desacostumbrada. Una auténtica vela de armas. Al día siguiente, el prestigioso laboratorio farmacéutico al que pertenecía Marty se lanzaría oficialmente en la aventura del sida.

¡Qué desafío para aquella hija de unos modestos granjeros do Oregón, nacida con la pasión de la ciencia! Mientras sus camaradas de clase rendían tributo a los ídolos del
rock
, ella había escrito a uno de los más famosos virólogos de los Estados Unidos para suplicarle que la admitiese en su laboratorio de la Duke University. El doctor Dani Bolognesi accedió a su petición, y Marty y pudo realizar su sueño. Se encontró en el famoso
campus
y ganó allí sus galones de investigadora antes de ser contratada por Wellcome. De entrada, David Barry se sintió seducido por «aquel sorprendente trocito de mujer de cabellos crespos y tan cortos que parecía un muchacho», por aquel ser obstinado capaz de trabajar treinta y seis horas seguidas sin que se oyese el sonido de su voz, por aquella asceta que sólo comía legumbres y llevaba en las manos las equimosis ocasionadas por las obras de su extraña casa.

A Marty St. Clair le correspondió el honor de iniciar las hostilidades del famoso laboratorio contra el sida. David Barry la encargó de procurarse los elementos de base indispensables para la búsqueda de un medicamento, en esta ocasión las muestras de diversos retrovirus animales y de las cepas de células a las que éstos preferían infectar. Porque solamente confrontando este material biológico con sustancias antivíricas se podía llegar al descubrimiento de un tratamiento curativo.

Encontrar los virus y las células necesarias apenas ofrecía dificultades. Estos «artículos» se compran y se venden como cualquier producto de semillero. Incluso existe un banco oficial de tejidos celulares, el American Type Culture Collection, que, por la módica cantidad de veinte o treinta dólares, envía por correo muestras congeladas y garantizadas de casi todos los cultivos de células inventados por los biólogos. Pero habitualmente los investigadores prefieren dirigirse a los proveedores que conocen. Los de Wellcome tenían la suerte de poder aprovisionarse en casa de los virólogos vecinos de la Duke University.

La Universidad de Duke, con su vasto hospital especializado en enfermedades infecciosas, su facultad de medicina, sus centros de investigación y sus batallones de médicos y de investigadores escogidos, representaba un prodigioso depósito de materia gris y de competencias. Sin embargo, aquel templo del saber había estado a punto de no existir nunca. Su fundador, un plantador de tabaco multimillonario, tuvo en principio la intención de legar su fortuna a Princeton, la gran universidad del Norte. Había prometido su herencia con una condición: la construcción de un campanario semejante al de la Universidad de Yale, pero un pie más alto (es decir, treinta y tres centímetros). Princeton rechazó su oferta, y el plantador pensó en la modesta universidad de su país natal, le entregó sus millones, hizo construir allí la torre gótica de sus sueños, le dio su nombre y la convirtió en el centro de enseñanza y de tratamiento médicos más renombrado del sur de los Estados Unidos.

Dani Bolognesi, el virólogo jefe de Duke, no tuvo ninguna dificultad en hallar en sus congeladores los retrovirus animales solicitados por Marty St. Clair. Lo mismo que un solícito horticultor preocupado por presentar a un cliente sus mejores esquejes, seleccionó dos de sus retrovirus preferidos. El primero producía tumores cancerosos en los ratones, y el segundo, leucemia en los pollos. Eligió después los cultivos celulares afectados por esos pequeños monstruos. Marty lo colocó todo bajo la protección del frío polar de sus congeladores. En cuanto sus colegas químicos le proporcionaran sustancias antivíricas, Marty podía entrar en acción.

—¿Cuántas pruebas crees poder hacer con eso? —le preguntó David Barry, inquieto.

—¡El máximo! —aseguró la muchacha.

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