Más allá del hielo (55 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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Se cogió con más fuerza mientras la embarcación caía en picado, chocaba con el agua y se veía impulsada bruscamente hacia lo alto. A diferencia del
Rolvaag,
que surcaba la tormenta, aquel barco de veinte metros cabeceaba como un corcho. Las vertiginosas caídas y brutales escaladas por acantilados de agua eran tan agotadoras como terroríficas. Estaban todos empapados de agua helada, y McFarlane vio que una parte de los que habían caído al mar se habían quedado inconscientes. Suerte de la presencia de Brambell, que les dispensaba todos los cuidados a su alcance.

En la proa del barco, un oficial ataba las provisiones y los equipos de salvamento.

Debajo, en el agua, navegaba toda clase de escombros. Los pasajeros estaban todos mareados, y algunos no podían aguantarse las arcadas. La tripulación cumplía sus cometidos en absoluto silencio. El casco hermético de la lancha salvavidas abrigaba de los elementos, pero McFarlane notaba que la embarcación estaba siendo fustigada sin misericordia por un mar desatado.

Finalmente habló Howell, forzando la voz para que se le oyera sobre el estrépito del viento y el agua. Tenía una radio delante de la boca, pero hablaba para que le oyeran todos los de la embarcación.

—¡Atención a todas las lanchas! Nuestra única posibilidad es poner rumbo a una isla de hielo que tenemos al sudeste, y colocarnos a sotavento. Mantengan rumbo uno dos cero a diez nudos, y no pierdan el contacto visual en ningún momento. Dejen abierto el canal tres.

Activen los faros de emergencia.

A simple vista no se apreciaba que fueran a ninguna parte, pero había vuelto a salir la luna, y a ratos, por las ventanas estrechas y alargadas, McFarlane captaba destellos de luz de las otras dos embarcaciones, que en su avance por la trama de espuma del mar hacían lo posible por no perderse de vista las unas a las otras. Desde la cumbre de las gigantescas olas seguía distinguiéndose el
Rolvaag
a casi un kilómetro, oscilando como a cámara lenta y con el parpadeo de sus luces de emergencia. Desde la partida del grupo inicial de tres embarcaciones no había vuelto a salir ninguna más. McFarlane estaba hipnotizado por el espectáculo de aquel petrolero gigantesco a merced de una tormenta asesina.

Llegó otra ola y quiso levantarlo, pero esta vez el
Rolvaag
se rezagó casi como si estuviera atado por debajo, fue inclinándose en sentido contrario al flanco de la ola y, al pasarle encima la cresta, se ladeó con lentitud hasta quedar de costado. McFarlane miró a Lloyd de reojo. El semblante ojeroso del millonario evitaba orientarse hacia McFarlane y el
Rolvaag.

Otra ola y la lancha salvavidas quedó inmersa en las aguas, hasta que regresó no sin trabajo a la superficie. McFarlane también habría querido desviar la mirada, pero volvió a sucumbir a la fascinación del petrolero, que seguía de costado y sin moverse. Ya le había pasado encima la cresta de la ola, pero seguía descendiendo a causa del peso ineludible que contenía. Empezó a asomar la popa por la ola en retirada. Un grito lejano y casi femenino horadó el aullido de la tormenta. Entonces, con una sacudida, la proa y la popa se separaron y surgieron del mar entre un hervor de espuma blanca. En el centro de la catástrofe brotó una luz azul de tal intensidad que pareció que iluminara el mar por debajo y le infundiera matices sobrenaturales. Rompió la superficie un chorro de espuma gigantesco, que formó un hongo y cubrió la nave condenada. Mientras tanto, en su interior se sucedían los relámpagos, que perforaban su parte superior y salían disparados hacia el cielo en forma de horcas. En ese momento volvió a hundirse la lancha salvavidas, interrumpiendo la pavorosa visión, y al reaparecer encontró un mar vacío y oscuro. El petrolero ya no estaba.

McFarlane se apoyó en el respaldo temblando y con náuseas. No se atrevía a mirar a Lloyd. Glinn, Britton, las tres docenas de hombres que sumaban la tripulación y el personal de EES y Lloyd Industries, hundidos con el barco… el meteorito a tres mil metros de profundidad… Cerró los ojos, y sus manos estrecharon todavía más a Rachel, que tiritaba.

Nunca había tenido tanto frío, malestar y miedo.

Rachel murmuró algo ininteligible que le hizo inclinarse hacia ella.

—¿Qué has dicho?

Apretaba algo contra él.

—Toma —dijo—. Toma.

Tenía en las manos el CD-ROM con los datos de las pruebas al meteorito.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Porque quiero que te lo quedes. Y que no lo pierdas nunca. Dentro están las respuestas, Sam. Prométeme que las encontrarás.

McFarlane se guardó el disco en el bolsillo. Era lo único que les quedaba: unos cuantos centenares de megabytes de datos. El meteorito estaba perdido para siempre. Ya se había enterrado en el limo abisal del fondo oceánico.

—Prométemelo —repitió Rachel.

Arrastraba las sílabas como si estuviera drogada.

—Te lo prometo.

McFarlane la estrechó con más fuerza, notando que le caían lágrimas calientes en las manos. El meteorito había desaparecido, y con él muchas personas, pero quedaban ellos dos, y siempre quedarían.

—Encontraremos las respuestas juntos —dijo.

La embarcación recibió el impacto de una ola que le hizo dar un bandazo y arrojó a McFarlane y Rachel por la cubierta. McFarlane oyó a Howell dando órdenes, en el mismo momento en que los azotaba otra ola y estaba a punto de volcarlos. La lancha volvió a chocar contra el agua.

—¡Mi brazo! —exclamó un hombre—. ¡Me he roto el brazo!

McFarlane ayudó a Rachel a volver a sentarse en el asiento acolchado, y a pasar los brazos por las anillas. Alrededor todo eran olas que les echaban agua por encima y en ocasiones los sumergían por entero.

—¿Cuánto falta? —vociferó alguien.

—Dos millas —contestó Howell, que pugnaba por mantener el rumbo—. Más o menos.

La lancha chorreaba agua en grandes cantidades por los ojos de buey, con el resultado de que sólo en contadas ocasiones se vislumbraba la noche. A McFarlane empezaron a dolerle los codos, las rodillas y los hombros de tanto chocar con los lados y el techo de la pequeña embarcación. Hacía tanto frío que ya no notaba los pies. La realidad empezó a hacerse borrosa. Se acordó de un verano en un lago de Michigan, sentado varias horas en la playa con el culo en la arena y los pies en el agua. Claro que nunca había llegado a estar tan fría… Se dio cuenta de que el fondo de la embarcación empezaba a llenarse de agua de mar. La tormenta estaba descosiendo la lancha salvavidas.

Miró por la ventanita, y a unos cientos de metros vio las luces de las otras dos lanchas saltando por el mar. Cuando recibían una ola grande, la atravesaban con dificultad y giraban como peonzas, mientras los pilotos procuraban que no se volcasen y las hélices salían del agua y zumbaban como locas. Anonadado por el agotamiento y el miedo, vio girar las antenas y entrechocar los tanques de agua de cuarenta litros por la proa, dibujando semicírculos.

Entonces desapareció una de las embarcaciones. Segundos antes, con las luces de navegación parpadeando, se había metido en la enésima ola, pero de repente ya no estaba.

Quedó sepultada y sus luces se apagaron como por el accionamiento de un interruptor.

—Señor, hemos perdido el faro de la lancha número tres —dijo el hombre de proa.

McFarlane apoyó la barbilla en el pecho. ¿Quién iba a bordo? ¿Garza? ¿Stonecipher? Ya no le respondía el cerebro. Ahora había una parte de él que deseaba hundirse igual de deprisa, que anhelaba un final rápido para aquella agonía. El agua del fondo cada vez tenía más profundidad. Se dio cuenta vagamente de que estaban hundiéndose.

Entonces el mar empezó a calmarse. Proseguía el cabeceo de la embarcación, a merced de un oleaje feroz, pero cesó la procesión interminable de montañas de agua por debajo, y amainó el viento.

—Estamos a sotavento —dijo Howell.

Tenía el pelo enredado y lacio, y el uniforme empapado debajo de la ropa para el mal tiempo. Por la cara le corrían regueros rosados de agua mezclada con sangre. Sin embargo, habló con voz firme. Volvía a tener la radio en la mano.

—¡Atención todo el mundo! Las dos embarcaciones hacen agua muy deprisa y no se mantendrán a flote mucho tiempo. Sólo tenemos una alternativa: desplazarnos a la isla con la mayor cantidad de provisiones que podamos. ¿Me explico?

Los pasajeros que levantaron la cabeza fueron muy pocos. Parecía que ya no les importase. El faro de la lancha barrió la pared de hielo con su poca luz.

—Delante hay una pequeña cornisa de hielo. Ahora nos acercaremos. Lewis, el que está en la proa, les irá pasando suministros y les hará bajar deprisa de dos en dos. El que caiga al agua, que salga a toda prisa o morirá en cinco minutos. Venga, a moverse. McFarlane cogió a Rachel para protegerla y se giró para mirar a Lloyd, recibiendo a su vez la mirada de angustia de unos ojos oscuros y hundidos.

—¿Qué he hecho? —susurró el millonario—. Dios mío, ¿qué he hecho?

Estrecho de Drake 26 de julio, 11.00 h

Amanecía en la isla de hielo.

McFarlane, que había tenido un sueño irregular, despertó con lentitud. Al fin levantó la cabeza, y el movimiento hizo crujir y caerse el hielo de su abrigo. Tenía alrededor a un grupo reducido de supervivientes, apiñados para aprovechar el calor. Algunos estaban tumbados de espaldas, con una capa de hielo en la cara y en los ojos abiertos. Otros, incorporados a medias o de rodillas, se movían igual de poco. Deben de estar muertos, pensó como en sueños. Habían emprendido el viaje cien personas. Ahora veía unas dos docenas.

Rachel estaba tumbada delante con los ojos cerrados. McFarlane hizo el esfuerzo de sentarse y se le cayó el hielo de las extremidades. Ya no hacía viento. Reinaba una calma sepulcral, con el ruido de fondo del oleaje atormentando el perímetro de la isla de hielo.

Tenía delante una meseta de hielo turquesa cortada por riachuelos que nacían al borde de la isla y, serpenteando hacia el interior, adquirían profundidad de cañones. Al este, el horizonte estaba manchado por una línea roja, como de sangre. También el mar, en la distancia, estaba manchado por icebergs azules y verdes, centenares de gemas que no se movían con el oleaje, y cuyas partes superiores reflejaban la luz matinal. Era un paisaje infinito de agua y hielo.

Tenía un sueño horroroso. Qué raro que ya no notara frío. Hizo el esfuerzo de despertarse del todo, y poco a poco se acordó: la llegada a la isla, la escalada a oscuras por una grieta, las tentativas desdichadas de encender una hoguera, el lento resbalar hacia la letargia… Y todo lo de antes, aunque en eso McFarlane no tenía ganas de pensar. De momento se le había reducido el mundo a los límites de aquella extraña isla.

En el punto más alto de esta no se apreciaba ninguna sensación de movimiento, sino una solidez de tierra firme. Al este continuaba la procesión de olas gigantes, si bien algo atenuada. Después del negro de la noche y del gris de la tempestad, se veía todo de color pastel: el hielo azul, el mar rosado y el cielo rojo y anaranjado. Era un bello y raro espectáculo, como de otro mundo.

Intentó ponerse de pie, pero sus piernas ignoraron la orden y lo único que hizo fue levantarse sobre una rodilla, que le falló enseguida. Experimentaba un cansancio tan profundo que sólo evitó volver a quedarse tumbado mediante un esfuerzo mayúsculo de voluntad. Su cerebro, parcial y desdibujadamente, comprendió que se trataba de algo más que de cansancio. Era hipotermia.

Era necesario moverse. Había que levantar a los demás.

Se volvió hacia Rachel y la sacudió sin contemplaciones. Los ojos de ella, entrecerrados, lo miraron. Tenía los labios azulados, y hielo en el pelo negro.

—¡Rachel! —graznó—, Rachel, por favor, levántate.

Los labios de ella se movieron, pero fue puro aire sin sonido.

—¿Rachel?

McFarlane se agachó hasta oír sus palabras, sibilantes y fantasmales.

—El meteorito… —murmuró ella.

—Se hundió —dijo McFarlane—. Ahora no pienses en eso, que ya se ha acabado.

Ella meneó débilmente la cabeza.

—No… no es lo que crees…

Cerró los ojos, y McFarlane volvió a sacudirla.

—Tengo tanto sueño…

—No te duermas, Rachel. ¿Qué decías? —Rachel divagaba, pero McFarlane se dio cuenta de la importancia de mantenerla despierta y hablando. Le propinó otra sacudida—. El meteorito, Rachel. ¿Qué le pasa?

Los ojos de ella se entreabrieron y miraron hacia abajo. Lo mismo hizo McFarlane, pero no había nada que ver. La mano de ella tembló un poco.

—Mira… —dijo.

McFarlane se la cogió y le quitó el guante, que estaba empapado y medio congelado.

También la mano de Rachel sufría un proceso de congelación, hasta el extremo de que se le habían emblanquecido la punta de los dedos. McFarlane intentó masajearlos, y la mano se relajó. Dentro había un cacahuete.

—¿Tienes hambre? —preguntó McFarlane, viéndolo rodar hacia la nieve.

Rachel volvió a cerrar los ojos, y esta vez McFarlane no consiguió despertarla. La estrechó entre sus brazos, y le notó el cuerpo pesado y frío. Al volverse en busca de ayuda, vio a Lloyd tumbado en el hielo.

—¿Lloyd? —susurró.

—Qué —pronunció una voz bronca.

—Tenemos que movernos.

McFarlane notaba que empezaba a faltarle el aliento.

—No me interesa.

Volvió a girarse para dar otra sacudida a Rachel, pero ahora tenía dificultades, no ya en aplicar fuerza con el brazo, sino en moverlo. En cuanto a ella, estaba inerte. Le pareció demasiada pérdida para poder asimilarla. Miró los cuerpos inmóviles, brillantes por la fina capa de hielo. Estaba el médico, Brambell, con un libro bajo el brazo en un ángulo incongruente. Estaba Garza con las vendas de la cabeza escarchadas. También estaba Howell, y dos o tres docenas más, ninguno de los cuales se movía. De repente descubrió que le importaba, y mucho. Tuvo ganas de gritar, de levantarse él y levantar a la gente a base de patadas y puñetazos, pero ni siquiera tenía fuerzas para hablar. Eran demasiados para calentarles a todos. Ni siquiera podía calentarse a sí mismo.

Experimentó una sensación extraña y turbia que lo confundió un poco. Se insinuaba la apatía. Pensó: Moriremos todos aquí, pero qué más da. Miró a Rachel e intentó sacudirse aquella niebla de la cabeza. Ahora ella tenía los ojos entreabiertos y sólo se le veía la parte blanca. La cara estaba gris. A donde fuese ella también iría él. Qué más daba. Cayó del cielo un copo de nieve aislado que tocó los labios de Rachel y tardó en fundirse.

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