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Parece que a las razas latinas su catolicismo les es más íntimo y propio que el cristianismo entero en general a nosotros los hombres del Norte: y que, en consecuencia, la incredulidad en los países católicos ha de significar algo totalmente distinto que en los países protestantes —a saber, una especie de sublevación contra el espíritu de la raza, mientras que en nosotros es más bien un retorno al espíritu (o falta de espíritu —) de la raza. Nosotros los hombres del Norte provenimos indudablemente de razas bárbaras, también en lo que se refiere a nuestras dotes para la religión: nosotros estamos
mal
dotados para la religión. Es lícito hacer una excepción con los celtas, los cuales han proporcionado por ello también el mejor terreno para la recepción de la infección cristiana en el Norte: —en Francia es donde el ideal cristiano ha llegado a su pleno florecimiento, en la medida en que el pálido sol del Norte lo ha permitido. ¡Cuán extrañamente piadosos continúan siendo para nuestro gusto incluso esos últimos escépticos franceses, en la medida en que hay en su ascendencia algo de sangre celta! ¡Qué olor tan católico, tan noalemán tiene para nosotros la sociología de Auguste Comte, con su lógica romana de los instintos! ¡Qué olor jesuítico desprende aquel amable e inteligente cicerone de Port—Royal, Sainte—Beuve, a pesar de toda su hostilidad contra los jesuitas! Y el propio Ernest Renan: ¡cuán inaccesible nos resulta a nosotros los hombres del Norte el lenguaje de ese Renan, en el que, a cada instante, una pizca cualquiera de tensión religiosa hace perder el equilibrio a su alma, al—ma voluptuosa en el sentido refinado y amante de la comodidad! Basta con repetir tras él estas bellas frases suyas, —¡y cuánta malicia y petulancia se agitan enseguida, como respuesta, en nuestra alma, probablemente menos bella y más dura, es decir, más alemana! —
disons donc hardiment que la religion est un produit de
l'homme normal, que l'homme est le plus dans le vrai quand il est le plus religieux et le plus assuré d'une
destinée infinie... C'est quand il est bon qu'il veut que la vertu corresponde á un ordre éternel, c'est quand
il contemple les choses d'unemaniere désintéressée qu'il trouve la mort révoltante et absurde. Comment ne
pas supposer que c'est dans ces moments—lá, que l'homme voit le mieux?...
[digamos, pues, resueltamente que la religión es un producto del hombre normal, que el hombre está tanto más en lo verdadero cuanto más religioso es y cuanto más seguro está de un destino infinito... Cuando es bueno, quiere que la virtud corresponda a un orden eterno; cuando contempla las cosas de una manera desinteresada, encuentra que la muerte es indignante y absurda. ¿Cómo no suponer que es en estos momentos cuando el hombre ve mejor?]. Estas frases son tan
antipódicas
de mis oídos y de mis hábitos que, cuando las encontré, mi primer movimiento de cólera escribió al margen:
la niaiserie religieusepar excellence! [
¡la bobería religiosa por excelencia! ] —¡hasta que mi último movimiento de rabia terminó por hacérmelas gratas, esas frases, con su verdad puesta cabeza abajo! ¡Resulta tan exquisito, tan distinguido, tener antípodas propios!
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Lo que nos deja asombrados en la religiosidad de los antiguos griegos es la indómita plenitud de agradecimiento que de ella brota: —¡es una especie muy aristocrática de hombre la que adopta
esa
actitud ante la naturaleza y ante la vida! —Más tarde, cuando la plebe alcanza la preponderancia en Grecia, prolifera el
temor
también en la religión; y el cristianismo se estaba preparando. —
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La pasión por Dios: de ella hay especies rústicas, cándidas e importunas, así la de Lutero, —el protestantismo entero carece de la
delicatezza
[delicadeza] meridional. En ella hay ese oriental estar—fuera—de—sí que se presenta en un esclavo inmerecidamente agraciado o elevado, por ejemplo en San Agustín, el cual carece, de una manera ofensiva, de toda aristocracia de gestos y de deseos. En ella hay una delicadeza y concupiscencia femeninas que aspiran de manera púdica e ignorante a una
unio mystica et physica
[unión mística y física], como ocurre en Madame de Guyon 5°. En muchos casos la citada pasión aparece, bastante curiosa—mente, como disfraz de la pubertad de una muchacha o de un joven; a vepes incluso como histeria de una solterona, y también como la ultima ambición de ésta: —ya varias veces la Iglesia ha canonizado a la mujer en un caso así.
51
Hasta ahora los hombres más poderosos han venido inclinándose siempre con respeto ante el santo como ante el enigma del vencimiento de sí y de la renuncia deliberada y suprema: ¿por qué se inclinaban? Atisbaban en él —y, por así decirlo, detrás del signo de interrogación de su apariencia frágil y miserable —la fuerza superior que quería ponerse a ,prueba a sí misma en ese vencimiento, la fortaleza de la voluntad, en la que ellos reconocían y sabían venerar su propia fortaleza y su propio placer de señores: honraban algo de sí mismos cuando honraban al santo. A esto se añadía que el »,pectáculo de un santo los volvía suspicaces: tal monstruo&ad de negación, de anti—naturaleza, no será deseada en Vano, así se decían, haciéndose preguntas. ¿Acaso hay un motivo para hacer eso, un peligro muy grande, que el asceta conoce más de cerca, gracias a sus secretos consoladores y visitantes? En suma, los poderosos del mundo aprendían un nuevo temor en presencia del santo, atisbaban un nuevo poder, un enemigo extraño, todavía no sojuzgado: —la «voluntad de poder» era la que los obligaba a detenerse delante del santo. Tenían que hacerle preguntas ——
52
En el «Antiguo Testamento» judío, que es el libro de la justicia divina, hombres, cosas y discursos poseen un estilo tan grandioso que las escrituras griegas e indias no tienen nada que poner a su lado. Con terror y respeto nos detenemos ante ese inmenso residuo de lo que el hombre fue en otro tiempo, y al hacerlo nos asaltarán tristes pensamientos sobre la vieja Asia y sobre Europa, su pequeña península avanzada, la cual significaría, frente a Asia, el «progreso del hombre». Ciertamente: quien no es, por su parte, más que un flaco y manso animal doméstico y no conoce más que necesidades de animal doméstico (como nuestros hombres cultos de hoy, incluidos los cristianos del cristianismo «culto» —), ése no ha de asombrarse ni menos todavía afligirse bajo aquellas ruinas —el gusto por el Antiguo Testamento es una piedra de toque en lo referente a lo «grande» y lo «pequeño» —: tal vez ese hombre seguirá pensando que el Nuevo Testamento, el libro de la gracia, es más conforme a su corazón (hay en él mucho del genuino olor tierno y sofocante que exhalan los rezadores y las almas pequeñas). El haber encuadernado este Nuevo Testamento, que es una especie de rococó del gusto en todos los sentidos, con el Antiguo Testamento, formando un solo libro llamado la «Biblia», el «Libro en sí»: quizá sea ésa la máxima temeridad y el máximo «pecado contra el espíritu» que la Europa literaria tenga sobre su conciencia.
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¿Por qué el ateísmo hoy? —«El padre» en Dios está refutado a fondo; también «el juez», «el remunerador». Asimismo, su «voluntad libre»: no oye, —y si oyese, no sabría, a pesar de todo, prestar ayuda. Lo peor es: parece incapaz de comunicarse con claridad: ¿es que es oscuro? —Esto es lo que yo he averiguado como causas de la decadencia del teísmo europeo, sacándolo de múltiples conversaciones, interrogando, escu—chando; a mí me parece ciertamente que el instinto religioso está en un momento de poderoso crecimiento, — pero que ese instinto rechaza, con profunda desconfianza, justo la satisfacción teísta.
54
¿Qué es, pues, lo que la filosofía moderna entera hace en el fondo? Desde Descartes —y, ciertamente, más a pesar de él que sobre la base de su precedente —todos los filósofos, con ¡la apariencia de realizar una crítica del concepto de sujeto y de predicado, cometen un atentado contra el viejo concepto del alma —es decir: un atentado contra el presupuesto fundamental de la doctrina cristiana. La filosofía moderna, por ser un escepticismo gnoseológico, es, de manera oculta o declarada,
anticristiana:
aunque en modo alguno sea antirre—ligiosa, quede dicho esto para oídos más sutiles. En otro tiempo, (en efecto, se creía en «el alma» como se creía en la gramática y en el sujeto gramatical: se decía: «yo» es condición, «pienso» en predicado y condicionado —pensar es una actividad para lo cual
hay que
pensar como causa un sujeto. Después, con una tena—cidad y una astucia admirables, se hizo la tentativa de ver si no sería posible salir de esa red, —de si acaso lo contrario era lo verdadero: «pienso», la condición, «yo», lo condicionado; «yo», pues, sólo una síntesis
hecha
por el pensar mismo. En el fondo
Kant
quiso demostrar que, partiendo del sujeto, no se puede demostrar el sujeto, —y tampoco el complemento: sin duda no le fue siempre extraña la posibilidad de una
existencia aparente
del sujeto, esto es, «del alma», pensamiento éste que, como filosofía del Vedanta, había existido ya una vez, y con inmenso poder, en la tierra.
55
Existe una larga escalera de la crueldad religiosa que consta de numerosos peldaños; pero tres de éstos son los más importantes. En otro tiempo la gente sacrificaba a su dios seres humanos, acaso precisamente aquellos a quienes más amaba, —a esta categoría pertenecen los sacrificios de los primogénitos, característicos de todas las religiones prehistóricas, y también el sacrificio del emperador Tiberio en la gruta de Mitra, de la isla de Capri, el más horrible de todos los anacronismos romanos. Después, en la época moral de la humanidad, la gente sacrificaba a su dios los instintos más fuertes que poseía, la «naturaleza» propia;
esta
alegría festiva brilla en la cruel mirada del asceta, del hombre entusiásticamente «antinatural». Finalmente, ¿qué quedaba todavía por sacrificar? ¿No tenía la gente que acabar sacrificando alguna vez todo lo consolador, lo santo, lo saludable, toda esperanza, toda fe en una armonía oculta, en bienaventuranzas y justicias futuras?, ¿no tenía que sacrificar a Dios mismo y, por crueldad contra sí, adorar la piedra, la estupidez, la fuerza de la gravedad, el destino, la nada? Sacrificar a Dios por la nada —este misterio paradójico de la crueldad suprema ha quedado reservado a la generación que precisamente ahora surge en el horizonte: todos nosotros conocemos ya algo de esto. —
56
Quien, como yo, se ha esforzado durante largo tiempo, con cierto afán enigmático, por pensar a fondo el pesimismo y por redimirlo de la estrechez y simpleza mitad cristianas mitad alemanas con que ha acabado presentándose a este siglo, a saber, en la figura de la filosofía schopenhaueriana; quien ha escrutado realmente, con ojos asiáticos y superasiáticos, el interior y la hondura del modo de pensar más negador del mundo entre todos los modos posibles de pensar —y ha hecho esto desde más allá del bien y del mal, y ya no, como Buda y Schopenhauer, bajo el hechizo y la ilusión de la moral, —quizá ése, justo por ello, sin que él lo quisiera propiamente, ha abierto sus ojos para ver el ideal opuesto: el ideal del hombre totalmente petulante, totalmente lleno de vida y totalmente afirmador del mundo, hombre que no sólo ha aprendido a resignarse y a soportar todo aquello que ha sido y es, sino que quiere volver a tenerlo
tal como ha sido y
como
es
, por toda la eternidad, gritando insaciablemente
da
chpol54 [¡que se repita!] no sólo a sí mismo, sino a la obra y al espectáculo entero, y no sólo a un espectáculo, sino, en el fondo, a aquel que tiene necesidad precisamente de ese espectáculo —y lo hace necesario: porque una y otra vez tiene necesidad de sí mismo —y lo hace necesario —— ¿Cómo? ¿Y esto no sería —circulus
vitiosus deus
[dioses un círculo vicioso]?
57
La lejanía y, por así decirlo, el espacio en torno al hombre crecen a medida que crece la fuerza de su mirada y penetración espirituales: su mundo se vuelve más profundo, hácen le visibles estrellas siempre nuevas, enigmas e imágenes siempre nuevos. Quizá todo aquello sobre lo que los ojos del espíritu ejercitaron su perspicacia y su penetración no fuera más que precisamente un pretexto para ejercitarse, una cosa de juego, algo para niños y para cabezas infantiles. Acaso un día los conceptos más solemnes, por los cuales más se ha luchado y sufrido, los conceptos de «Dios» y de «pecado», no nos parezcan más importantes que le parecen al hombre viejo un juego infantil y un dolor infantil, —y acaso «el hombre viejo» vuelva a tener entonces necesidad de otro juguete y de otro dolor, —¡siempre todavía bastante niño, niño eterno!
58
¿Se ha observado bien hasta qué punto resulta necesaria para una vida auténticamente religiosa (y tanto para nuestro predilecto trabajo microscópico de análisis de nosotros mismos como para aquella delicada dejadez que se llama «oración» y que es una preparación constante para la «venida de Dios») la ociosidad o semiociosidad exterior, quiero decirla ociosidad con buena conciencia, desde antiguo, de sangre, a la cual no le es totalmente extraño el sentimiento aristocrático de que el trabajo
deshonra, —
es decir, que nos vuelve vulgares de alma y de cuerpo? ¡Y que, en consecuencia, la labo, riosidad moderna, ruidosa, avara de su tiempo, orgullosa de sí, estúpidamente orgullosa, es algo que educa y prepara, más que todo lo demás, precisamente para la «incredulidad»? Entre aquéllos que, por ejemplo ahora en Alemania, viven apartados de la religión encuentro hombres cuyo «librepensamiento» es de especie y ascendencia muy diversas, per, sobre todo una mayoría de hombres a quienes la laboriosidad les ha ido extinguiendo, generación tras generación, sus instintos religiosos: de modo que ya no saben para qué si ven las religiones, y, por así decirlo, registran su presencia en el mundo con una especie de obtuso asombro. Esas buenas gentes se sienten ya muy ocupadas, bien por sus negocios, bien por sus diversiones, para no hablar de la «patria» y de los periódicos y de los «deberes de familia»: parece que no les queda tiempo alguno para la religión, tanto más cuanto que para ellos continúa estando oscura la cuestión de si aquí se trata de un nuevo negocio o de una nueva diversión, —pues es imposible, se dicen, que la gente vaya a la iglesia meramente para echarse a perder el buen humor. No son enemigos de los usos religiosos; si en ciertos casos alguien, por ejemplo el Estado, les exige su participación en ellos, hacen lo que se les exige del mismo modo que hacen tantas otras cosas, —con una paciente y modesta seriedad y sin mucha curiosidad ni malestar: —justo ellos viven demasiado al margen y demasiado fuera de eso como para pensar que precisen tener siquiera un pro y un contra en tales cosas. De estos indiferentes forma parte hoy la gran mayoría de los protestantes alemanes de las clases medias, sobretodo en los grandes y laboriosos centros del comercio y del tráfico; asimismo la gran mayoría de los doctos laboriosos y todo el personal de las universidades (excluidos los teólogos, cuya abs—tencia y posibilidad en ellas ofrece al psicólogo, para que los descifre, enigmas cada vez más numerosos y cada vez más sutiles). Raras veces los hombres piadosos o simpleemente de iglesia se hacen una idea de
cuánta
buena voluntad, también podría decirse voluntad arbitraria, se requiere ahora para que un docto alemán tome en serio el problema de la religión; su oficio entero (y, como hemos dicho, su laboriosidad profesional, a la que le obliga su conciencia moderna) inclina a ese docto hacia una jovialidad superior, casi bondadosa, con respecto a la religión, jovialidad a la cual se mezcla a veces un ligero menosprecio dirigido contra la «suciedad» de espíritu que él presupone en todos aquellos lugares donde la gente continúa adscri—biéndose a la Iglesia. Sólo con ayuda de la historia (es decir,
no
sobre la base de su experiencia personal) logra el docto alcanzar, en lo que se refiere a las religiones, una seriedad respetuosa y una cierta deferencia tímida; pero aunque haya elevado su sentimiento incluso hasta llegar a sentir gratitud frente a ella, con su persona, sin embargo, no se ha aproximado un solo paso a aquello que continúa subsistiendo como Iglesia o como piedad: tal vez lo contrario. La indiferencia práctica frente a las cosas religiosas dentro de las cuales nació y fue educado suele sublimarse en él, convirtiéndose en una circunspección y limpieza que rehúyen el contacto con personas y cosas religiosas; y puede ser cabalmente la hondura de su tolerancia y humanidad la que le ordene evitar aquella sutil tortura que el tolerar trae consigo. —Cada época tiene su propia especie divina de ingenuidad, cuya invención le envidiarán otras épocas: —y cuánta ingenuidad, cuánta respetable, infantil, ilimitadamente torpe ingenuidad hay en esta creencia que el docto tiene de su superioridad, en la buena conciencia de su tolerancia, en la candorosa y simplista seguridad con que su instinto trata al hombre religioso como un tipo inferior y menos valioso, más allá del cual, lejos del cual,
por encima del cual
él ha crecido, —¡él, el pequeño y presuntuoso enano y hombre de la plebe, el diligente y ágil trabajador intelectual y manual de las «ideas», de las «ideas modernas»!