Más Allá de las Sombras (8 page)

BOOK: Más Allá de las Sombras
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—Feir, nefilim, mensajero de los dioses a los que desoí, querría que tú me sirvieses de otra manera —dijo Garuwashi—. Por favor, transmite mi historia a mis guerreros y mi familia.

Un escalofrío recorrió la columna de Feir. No solo sabría todo sa’ceurai del mundo que Lantano Garuwashi había muerto allí, sino también que Ceur’caelestos había sido arrojada al bosque. Con independencia de cómo contase Feir la historia, sería reproducida hasta cuadrar con las creencias ceuríes. El mejor espadachín, la mejor espada y el lugar más mortífero quedarían para siempre entrelazados en la mitología de Ceura. Todo nuevo sa’ceurai de dieciséis años que se creyera invencible —en otras palabras, la mayoría de ellos— pondría rumbo al bosque del Cazador Oscuro, decidido a recuperar a Ceur’caelestos y ser Lantano Garuwashi redivivo.

Significaría la muerte de generaciones.

A Kylar le cambió la cara. La transformación empezó como unas lágrimas negras que le manaron de los ojos. Después los propios ojos se cubrieron de un aceite azabache. Luego, con un fragor, regresó la máscara del juicio. De los ojos negros emanó una llama azul incandescente. Examinando a Lantano Garuwashi, ladeó la cabeza. Feir sintió un escalofrío al contemplar ese rostro. Cualquier vestigio de infancia que hubiese quedado en el joven al que Feir había conocido hacía seis meses había desaparecido. Feir no sabía qué la había reemplazado.

—No —sentenció el Ángel de la Noche—. No hay mácula en ti que exija la muerte. Otro ceuros acudirá a ti, Lantano Garuwashi. Dentro de cinco años, me encontraré contigo al alba del solsticio de verano en el Gran Salón de Aenu. Mostraremos al mundo un duelo como no se ha visto nunca. Eso lo juro.

El Ángel de la Noche se pegó la fina hoja a la espalda, donde se disolvió en su piel. Hizo una reverencia a Garuwashi, otra a Feir, y luego desapareció.

—No lo entiendes —dijo Garuwashi, aún de rodillas, pero el Ángel de la Noche había desaparecido. Volvió unos ojos compungidos hacia Feir—. ¿Serás mi segundo?

—No —respondió el mago.

—Muy bien, sirviente desleal. No te necesito.

Garuwashi desenvainó su espada corta pero, por una vez en su vida, Feir fue más rápido que el sa’ceurai. Arrancó con su espada la hoja de la mano de Garuwashi y después la recogió.

—Concededme unas horas —dijo—. El Cazador está distraído. Con cinco mil moscas en su telaraña, es posible que una más pase inadvertida.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Garuwashi.

Voy a salvarte. Voy a salvar a todo tu maldito pueblo testarudo, irritante y magnífico. Probablemente conseguiré que me maten como un idiota.

—Voy a recuperar vuestra espada —dijo Feir, y entonces se adentró en el bosque.

Capítulo 11

Un aullido estridente y torturado despertó a Vi Sovari de un sueño en el que Kylar luchaba contra dioses y monstruos. Se incorporó al instante sin hacer caso de los dolores causados por otra noche sobre terreno rocoso. El aullido sonaba a kilómetros de distancia. No debería haber podido oírlo a través de las secuoyas gigantes y el manto amortiguador de la niebla matutina, pero prosiguió, cargado de locura y furia, cambiando de tono mientras volaba a una velocidad increíble desde el centro del bosque.

Solo entonces Vi cobró conciencia de Kylar a través del antiguo pendiente de mistarillë y oro. Había establecido el vínculo con Kylar mientras este yacía inconsciente a merced del rey dios. Había salvado a Cenaria y la vida de Kylar, y ahora Vi y él podían percibirse el uno al otro. Kylar estaba a tres kilómetros de distancia, y Vi notó que sostenía un objeto de un increíble poder. Sintió cómo tomaba una decisión. El poder se alejó de él y lo dejó con una extraña sensación de victoria.

De repente, fue como si el sol saliera por el sur. Vi se puso en pie con las rodillas temblorosas. A cien pasos de ella, entre las enormes secuoyas del bosque del Cazador Oscuro, el aire mismo se tiñó de una radiación mágica dorada y brillante. Incluso Vi, que carecía de formación, notó en la piel como el beso de una puesta de sol en pleno verano.

Luego el color pasó a un dorado rojizo. Toda mota de polvo que flotaba en el aire, toda gotita de agua suspendida en la niebla se convirtió en una gloria otoñal llameante.

Cuando Vi tenía quince años, su maestro, el ejecutor Hu Patíbulo, la había llevado a una mansión de campo para un trabajo. El muriente era el hijo bastardo de un gran señor que se había hecho de oro mercadeando con especias y había decidido no compensar a sus inversores clandestinos del Sa’kagé. Los terrenos estaban cubiertos de arces. En aquella mañana de otoño Vi atravesó un mundo de oro, alfombrado de hojas rojizas y doradas, con el aire mismo inundado de color. Mientras contemplaba el cadáver que tenía a sus pies, se había retirado mentalmente a un lugar donde las hojas carmesíes gloriosas no hacían juego con la sangre arterial latiente. Hu le pegó por ello, por supuesto, una paliza a la que Vi se había resignado de antemano en su cabeza. Un ejecutor distraído es un ejecutor muerto. Un ejecutor no conoce la belleza.

El aullido volvió a recorrer el bosque, helándole los huesos. El sonido se desplazaba deprisa, terriblemente deprisa, se volvió más agudo y después más grave, y luego otra vez más agudo, todo en espacio de dos segundos, como si estuviera volando de un lado a otro más rápido de lo que resultaba posible moverse. Allá adonde iba, lo seguía el leve chirrido del metal al desgarrarse. Entonces sonó un grito de hombre. Lo siguieron otros.

En el bosque tenía lugar una batalla. No, una matanza.

Durante todo ese tiempo, el bosque siguió palpitando de magia. El rojo encendido estaba dando paso a un verde amarillento y luego otro más intenso, el de la vitalidad, el aroma a hierba nueva y flores frescas.

—Kylar le ha dado una nueva vida —dijo Vi en voz alta.

No sabía cómo lo sabía, pero estaba segura de que Kylar había metido algo en el bosque, y de que ese algo estaba rejuveneciendo la floresta entera. El propio Kylar se sentía vigorizado, mejor de lo que se había sentido en toda la semana que llevaban unidos por aquel vínculo. Entero.

Vi captó algo raro a sus espaldas. Sus manos volaron a las dagas que llevaba al cinto. Al instante algo la había derribado al suelo. Mientras el golpe le cortaba la respiración, una bola de energía azul crepitante atravesó siseando y chisporroteando el espacio que Vi había ocupado el momento anterior.

Lo más que pudo hacer fue jadear en un intento de recobrar el aliento. Pasó varios segundos con la guardia baja antes de acertar a incorporarse.

Ante ella, un hombre envuelto en cuero marrón oscuro apoyó su pie en la cara de un cadáver para arrancarle una daga del ojo. El muerto llevaba la túnica de un vürdmeister khalidorano, y el vir todavía se revolvía como un tatuaje negro bajo la superficie de su piel. El salvador de Vi limpió su daga y se volvió hacia ella. Sus pies no emitieron ningún sonido. Lo cubría un sinnúmero de capas, chalecos, camisas con bolsillos y bolsitas de cualquier tamaño imaginable, todo ello de piel de caballo, curtida del mismo marrón intenso y ablandado por el uso. Llevaba un par de gurkas gemelos curvados hacia delante metidos en la parte de atrás del cinto y un arco corto tallado y descordado a la espalda, además de las numerosas empuñaduras que Vi distinguió asomando de sus prendas. El hombre desató una máscara marrón que ocultaba todo su rostro salvo los ojos y se la retiró sobre los hombros. Tenía una cara afable; unos ojos sardónicos, almendrados y castaños, el pelo suelto y moreno y unas facciones anchas y planas con los pómulos marcados. Solo podía ser un acechador ymmurí.

Los acechadores tenían fama de ser los mejores cazadores de todos los señores de los caballos ymmuríes. Se decía que resultaban invisibles en los bosques o en las herbosas estepas del este, donde vivía su pueblo. Nunca disparaban a presas que no estuvieran corriendo o volando. Y todos tenían Talento. En otras palabras, eran ejecutores de las praderas. A diferencia de los ejecutores, ellos no mataban por dinero sino por honor.

Y que me jodan si las historias que corren sobre ellos no tienen más de verdad que las que se cuentan sobre nosotros.

El acechador cruzó las manos a su espalda e hizo una reverencia.

—Soy Dehvirahaman ko Bruhmaeziwakazari —dijo con una extraña cadencia que era fruto de criarse hablando una lengua tonal—. Puedes... ¿atenderme...? Llamar, sí, llamarme Dehvi. —Sonrió—. Tú eres Vi, ¿sí?

Vi se levantó, tragando saliva. Aquel hombre se le había acercado a hurtadillas —a ella, una ejecutora— y la había tirado al suelo con facilidad, y en ese momento le sonreía como si fueran tan amigos. Era tan inquietante como que le pasara una mortífera bola azul a centímetros de la cara.

—Vamos —dijo Dehvi—. Este lugar no es seguro más. Yo acompaño.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Vi.

—La magia... ¿llama?, ¿reclama?, ¿atiende?, al demonio del bosque. —Dehvi arrugó la nariz. Vi sabía lo que quería decir, pero no estaba segura de cuál era la palabra que estaba buscando—. ¡Atrae! —dijo él, al encontrarla—. Ese atraído significa la muerte.

—Esa atracción —musitó Vi, encajando las palabras con lentitud. La magia llamaba al Cazador. El vürdmeister había usado magia y Vi tenía Talento. El Cazador bien podría estar de camino hacia allí.

El acechador arrugó el entrecejo.

—Estas palabras me dan difícilos. Demasiados significados.

—¿Adónde me llevas? —preguntó Vi.

¿Y tengo elección?
Su cuerpo se relajó adoptando la postura del Despertar de Alathea y sus dedos comprobaron con disimulo sus dagas mientras los bajaba para sacudir el polvo de los pantalones... solo que las dagas habían desaparecido.

El acechador la observó con serenidad. Claramente, no lo había comprobado con el disimulo suficiente.

—A la Capilla.

El hombre se volvió y se arrodilló junto al cadáver, murmurando entre dientes en un idioma que Vi no reconoció. Escupió sobre el cuerpo tres veces y lo maldijo, no con los exabruptos que solía emplear Vi sino encomendando realmente su alma a algún infierno ymmurí.

—¿Deseas ir? —preguntó Dehvi, mientras le ofrecía las dagas.

—Sí —respondió Vi, que las cogió con cautela—. Por favor.

—Entonces ven. El demonio caza. Más mejor partir.

Capítulo 12

Cuando Dorian había empezado a estudiar para convertirse en hoth’salar, hermano de la Curación, había inventado una pequeña trama que imitaba los síntomas de la gripe al matar la vida que habitaba en el estómago, con devastadores resultados que desaparecían al cabo de un día o dos. En varias ocasiones, para gran diversión de Solon y Feir, Dorian la había usado por motivos extraacadémicos. Ahora había una epidemia de
gripe
entre los eunucos, y Mediombre se veía obligado a bregar con turnos dobles y tareas desconocidas. Hasta se hizo enfermar el primero para conjurar las sospechas.

Ese día, dos de los eunucos de más confianza estaban enfermos. Mediombre subió por la escalera que llevaba a la torre de los Tygres, una obscenidad de basalto sin calefacción que parecía al borde de derrumbarse con cualquier golpe de viento. Pasó por delante de miles de los grandes felinos marsupiales. Parecían lobos con fauces exageradas, colmillos como espadas y rayas anaranjadas y negras. Allá donde posara la vista, un tygre le devolvía la mirada. Había tapices, grabados, estatuillas, especímenes disecados antiguos y raídos, collares de dientes, cuadros de tygres destrozando niños. Los estilos formaban un batiburrillo, eran irrelevantes. Lo único que había importado a Bertold Ursuul era que hubiese tygres dientes de sable.

Dorian llegó a la parte superior de la torre sin aliento, castañeando los dientes, lamentando que la comida que llevaba se hubiese enfriado y aprensivo sobre quién se encontraría allí arriba. Si era una de las esposas o concubinas con Talento, podría oler la magia en él. Las mujeres estaban tan sometidas al yugo que cualquiera que encontrase a un traidor lo denunciaría de inmediato.

Dorian llamó a la puerta. Cuando se abrió, se le cortó la respiración.

Tenía una larga melena morena, los ojos oscuros y grandes y unas formas delgadas pero torneadas bajo un vestido ancho. Ningún producto cosmético le resaltaba los ojos y ninguno le teñía los labios. No llevaba joyas. La chica sonrió y el corazón de Dorian se detuvo. Nunca habían coincidido, pero conocía esa sonrisa. Había visto antes ese hoyuelo en el lado izquierdo, un poco más hondo que el de la derecha. Era ella.

—Mi señora —dijo Dorian.

Ella puso otra sonrisa. Era una mujer joven y menuda de ojos tristes y bondadosos. ¡Tan joven!

—Puedes hablar —dijo ella, y lo hizo con voz ligera, pura y firme, el tipo de voz que suplicaba cantar—. Solo me habían mandado sordomudos. ¿Cómo te llamas?

—Hablar significa la muerte para mí, mi señora, y aun así... ¿Cuánto miedo les tenéis? —preguntó Mediombre.

Revelarle su verdadero nombre sería el compromiso definitivo. Quería ponerlo a sus pies y abandonarse a su capricho, pero eso era una locura equiparable a aquella de la que había escapado al renunciar a su don de la profecía.

Jenine hizo una pausa y se mordisqueó el labio. Los tenía carnosos, rosados a pesar del frío de aquella torre alta. Dorian, pues Mediombre jamás se hubiese atrevido, no pudo evitar imaginarse besando esos labios suaves y sensuales. Parpadeó y apartó los pensamientos carnales de su cabeza, impresionado al constatar que aquella joven estaba realmente reflexionando sobre su pregunta. En Khalidor, el miedo era sabiduría.

—Aquí siempre estoy asustada —dijo ella—. No creo que te traicione, pero ¿si me torturan? —Torció el gesto—. No es una gran propuesta, ¿verdad?
Seré fiel a tu confianza hasta el límite de mi aguante.
Es un juramento pobre y penoso, pero me han arrebatado las riquezas exteriores e interiores. —Entonces sonrió, esa misma sonrisa hermosa y triste.

Y la amó. Que el Dios que lo había salvado se apiadase de él; no podía creerse que estuviera sucediendo tan deprisa. Nunca había creído en el amor instantáneo. Algo así, sin duda, solo podía ser un encaprichamiento o pura lujuria, y Dorian no podía negar que sintiera ambas cosas. Pero al verla tenía la extraña sensación de encontrarse con una vieja amiga. Su amigo modainí Antoninus Wervel decía que tales cosas pasaban cuando se encontraban quienes se habían conocido en vidas pasadas. Dorian no lo creía. Quizá, más que eso, fueran sus visiones. En Aullavientos se había pasado semanas en trance. Aunque había barrido la mayor parte de esas imágenes de su memoria, sabía que en aquellas visiones había pasado vidas enteras junto a esa mujer. Tal vez eso lo había predispuesto para el amor. Pues creía que aquello era amor verdadero, que tenía delante a la mujer a la que cedería cuerpo, mente, alma, futuro y esperanzas, sin que le temblara el pulso. Se casaría con ella, o con nadie. Ella tendría a su hijo, o no lo tendría nadie.

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