Más Allá de las Sombras (4 page)

BOOK: Más Allá de las Sombras
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El siguiente grupo había participado en un centenar de incendios y actos peores.

—¡Violador! —gritó Kylar, mientras atravesaba las entrañas de uno con su espada ka’kari. Sería una muerte lenta.

Tres más cayeron antes de que nadie lo atacara. Esquivó una lanza con un paso de baile y le cortó la punta; después siguió corriendo hacia las tiendas del alto mando situadas en el centro del campamento.

Una corneta tocó a rebato con estridencia, por fin. Kylar siguió avanzando entre las hileras de tiendas, retomando en ocasiones su invisibilidad, siempre reapareciendo antes de matar. Soltó a varios de los caballos para crear confusión, pero no muchos. Quería que el ejército pudiera reaccionar con rapidez.

En cuestión de minutos, el campamento entero estaba sumido en el caos. Un tiro de caballos galopaba desbocado sacudiendo de un lado a otro la lanza de carro a la que estaban atados, que se enredaba con las tiendas de campaña y se las llevaba por delante. Los hombres chillaban, gritaban obscenidades y farfullaban sobre un fantasma, un demonio, una aparición. Algunos se atacaban entre ellos en la oscuridad y la confusión. Una tienda de campaña estalló en llamas. Cada vez que asomaba un oficial, gritando para intentar imponer el orden, Kylar mataba. Al final, encontró lo que buscaba.

Un hombre más mayor salió hecho una furia de la tienda más grande del campamento. Se puso un gran yelmo en la cabeza, símbolo de un maestre lae’knaught, un general.

—¡Formad! ¡En erizo! —gritó—. ¡Idiotas, os están embaucando! ¡Formación en erizo, malditos seáis!

Entre el terror de sus hombres y el gran yelmo que amortiguaba sus palabras, al principio pocos le hicieron caso, pero un corneta tocó la señal una y otra vez. Kylar vio que los hombres empezaban a formar círculos sueltos de diez soldados vueltos hacia fuera, con las lanzas en la mano.

—Solo lucháis entre vosotros. Es un espejismo. ¡Recordad vuestra armadura! —El maestre se refería a la armadura de la incredulidad. Los lae’knaught creían que las supersticiones solo tenían poder si se creía en ellas.

Kylar saltó muy alto y dejó que regresara su visibilidad mientras caía ante el oficial. Aterrizó sobre una rodilla, con la mano izquierda en el suelo sosteniendo la espada, y la cabeza gacha. Aunque el caos seguía imperando en la distancia, los hombres de las inmediaciones se quedaron mudos de asombro.

—Maestre —dijo el Ángel de la Noche—. Traigo un mensaje para vos. —Se puso en pie.

—No es más que una aparición —anunció el general—. ¡Juntaos! ¡Águila tres!

El corneta tocó las órdenes y los soldados arrancaron a trotar hacia sus puestos.

Más de cien hombres se agolparon en el claro que se extendía ante la tienda del general, formando un amplio círculo alrededor de Kylar, con las lanzas apuntando hacia dentro. El Ángel de la Noche rugió y unas llamas azules saltaron de su boca y sus ojos. Un reguero de fuego recorrió su espada. Hizo girar la hoja en círculos tan rápidos que se desdibujó formando largas cintas de luz. Después la enfundó de golpe con un estallido de luz que dejó a los soldados parpadeando y viendo chiribitas.

—Necios lae’knaught —dijo el Ángel de la Noche—. Esta tierra es ahora khalidorana. Huid o seréis exterminados. Huid u os las veréis con vuestro juicio. —Proclamándose khalidorano, Kylar esperaba que cualquier represalia recayese en los ceuríes disfrazados que estaban intentando matar a Logan y todos sus hombres.

El maestre parpadeó. Después gritó:

—¡Los espejismos no tienen poder sobre nosotros! ¡Recordad vuestra armadura, hombres!

Kylar dejó que las llamas se atenuasen, como si el Ángel de la Noche fuera incapaz de sostenerse sin la creencia de los lae’knaught. Se desvaneció hasta que lo único visible fue su espada, que se movía trazando formas lentas: de las Sombras Matutinas a la Gloria de Haden, del Goteo de Agua a la Pifia de Kevan.

—No puede tocarnos —anunció el maestre a los centenares de soldados que abarrotaban ya los límites del claro—. ¡La Luz es nuestra! No tememos a la oscuridad.

—¡Yo os juzgo! —dijo el Ángel de la Noche—. ¡Declaro que os hallo indigno!

Se esfumó por completo y vio dibujarse el alivio en todos los ojos que bordeaban el círculo; algunos hombres y mujeres sonreían abiertamente y meneaban la cabeza, asombrados pero victoriosos.

El ayuda de campo del maestre le llevó su caballo y le entregó las riendas y su lanza. El oficial montó con aspecto de que necesitaba empezar a repartir órdenes, reafirmar su control y poner a trabajar a sus hombres para que no pensaran, para que no sucumbieran al pánico. Kylar esperó hasta que abrió la boca y entonces gritó tan alto que ahogó su voz.

—¡ASESINO!

Lo único que apareció fueron las medialunas de los bíceps, los nudosos músculos de los hombros y unos ojos resplandecientes, seguidos del fragor de las llamas cuando la espada se encendió en pleno giro. Un soldado se desplomó. Para cuando su cabeza se separó rodando de su cuerpo, el Ángel de la Noche había desaparecido.

Nadie se movió. No era posible. Las apariciones eran producto de la histeria colectiva. No tenían cuerpo.

—¡ESCLAVISTA!

En esa ocasión, la espada apareció solo al asomar por la espalda del soldado. La hoja lo levantó en vilo y después lo lanzó contra el costado del caldero de hierro. El hombre se estremeció y su carne chisporroteó sobre las brasas, pero no rodó para apartarse.

—¡TORTURADOR!

El estómago más refinado de la legión se abrió en canal.

—¡IMPURO! ¡IMPURO! —gritó el Ángel de la Noche, con el cuerpo entero resplandeciendo de un azul encendido y matando a diestra y siniestra.

—¡Acabad con él! —gritó el general.

Envuelto en llamas azules que bailaban y crepitaban en largas estelas a su espalda, Kylar ya estaba saltando para alejarse del claro. Manteniéndose visible y ardiente, corrió derecho hacia el norte, como si volviera hacia el campamento
khalidorano
. Los hombres se apartaban de su camino a la desesperada. Luego apagó las llamas, se volvió invisible y regresó para ver si su trampa había funcionado.

—¡A formar! —gritó el maestre, con la cara morada de furia—. ¡Marchamos al bosque! ¡Es hora de matar brujos, hombres! ¡En marcha! ¡Ya!

Capítulo 6

—Los eunucos a la izquierda —dijo Rugger, el guardia khalidorano. Era tan musculoso que parecía un saco lleno de nueces, pero el bulto más llamativo era un quiste grotesco que sobresalía de su frente—. ¡Oye, Mediombre! ¡Eso va por ti!

Dorian pasó a la cola de la izquierda arrastrando los pies, tras arrancar su mirada del guardia. Lo conocía: un bastardo engendrado en alguna esclava por uno de los hermanos mayores de Dorian. Los infantes, los hijos dignos del trono, habían atormentado a Rugger sin tregua. El tutor de Dorian, Neph Dada, había fomentado ese maltrato. Solo había una regla: no podían hacer a ningún esclavo tanto daño que le impidiera cumplir con sus tareas. El quiste de Rugger había sido obra del pequeño Dorian.

—¿Miras algo? —preguntó Rugger, aguijoneando a Dorian con su lanza.

Dorian clavó resueltamente la mirada en el suelo y meneó la cabeza a los lados. Había alterado su aspecto tanto como se había atrevido antes de acudir a la Ciudadela a pedir trabajo, pero no podía llevar demasiado lejos la ilusión. Iban a pegarle con regularidad. Un guardia, noble o hijo heredero se daría cuenta si sus golpes no encontraban la resistencia adecuada o si Dorian no se encogía como correspondía. Había experimentado con alterar el equilibrio de sus humores para que dejara de crecerle vello masculino, pero los resultados habían sido espeluznantes. Se llevó la mano al pecho (que por suerte, había recuperado sus proporciones masculinas), solo de pensarlo.

En lugar de eso, había practicado hasta que fue capaz de dar una pasada de fuego y aire a su cuerpo y quedar pelado. Con la velocidad a la que crecía su barba, sería una trama que tendría que usar dos veces al día. La vida de un esclavo dejaba poco margen a la intimidad, de modo que la rapidez era esencial. Por fortuna, nadie se fijaba en los esclavos... siempre que no llamaran la atención mirando como un pasmarote a los guardias.

Encógete o muere, Dorian.
Rugger le dio otro bofetón, pero él no se movió, de modo que el guardia siguió avanzando por la fila para acosar a otros.

Se encontraban delante de la torre del Puente. Doscientos hombres y mujeres estaban ante su puerta occidental. Se acercaba el invierno y hasta quienes habían disfrutado de una buena cosecha se habían visto arruinados por los ejércitos del rey dios. Para la plebe, poco importaba si las tropas de paso eran amigas o enemigas. Unos saqueaban y los otros requisaban, pero ambos se llevaban lo que querían y mataban a cualquiera que se resistiese. Después de que el rey dios vaciara la Ciudadela para enviar ejércitos tanto al sur, a Cenaria, como al norte, a los Hielos, el invierno siguiente sería brutal. Todos los que hacían cola albergaban la esperanza de venderse como esclavos antes de que acabara el otoño y las colas se cuadruplicaran.

Era una gélida y despejada madrugada de otoño en la ciudad de Khaliras, dos horas antes del amanecer. Dorian había olvidado la magnificencia de las estrellas del norte. En la ciudad ardían pocas lámparas: el aceite era demasiado valioso, de modo que pocos fuegos terrestres intentaban competir con las llamas etéreas que brillaban como agujeros en el manto del cielo.

A pesar de los pesares, no pudo evitar sentir un rescoldo de orgullo al contemplar la ciudad que podría haber sido suya. El trazado de Khaliras era el de un anillo enorme alrededor de la sima que a su vez circundaba el monte Siervo. Sucesivas generaciones de reyes dioses Ursuul habían amurallado arcos de circunferencia en la ciudad para proteger a los esclavos, artesanos y mercaderes, hasta que todas las secciones hechas de piedra diferente se habían unido para escudar a la ciudad entera.

Solo había una colina, una estrecha cresta de granito a grupas de la cual la carretera principal serpenteaba en bruscas curvas diseñadas para entorpecer el avance de las máquinas de asedio. En la cima de la cresta se alzaba la torre de la Puerta como un sapo en un tocón. Justo al otro lado de los dientes del rastrillo de hierro oxidado esperaba el primer gran desafío de Dorian.

—Vosotros cuatro, adelante —dijo Rugger.

Dorian era el tercero de cuatro eunucos, y todos temblaban al acercarse al precipicio. El Puentelux era una de las maravillas del mundo y, en todos sus viajes, Dorian nunca había visto una magia que le hiciera sombra. Sin arcos, sin pilares, el puente colgaba como el hilo maestro de una araña a lo largo de cuatrocientos pasos entre la torre de la Puerta y la Ciudadela del monte Siervo.

La última vez que había cruzado el Puentelux, Dorian solo se había fijado en la brillantez de la magia que centelleaba elástica bajo sus pies, adoptando mil colores a cada paso. En ese momento, no vio más que el material de construcción que servía de anclaje a esa magia. Los componentes mundanos del Puentelux no eran de piedra, metal ni madera: estaba pavimentado con cráneos humanos en una calzada lo bastante ancha para que pasaran tres caballos juntos. A lo largo de los años se habían ido añadiendo calaveras allá donde se formaba un socavón. Cualquier vürdmeister, como se llamaba a los maestros del vir cuando superaban su décima shu’ra, podía disipar el puente con una sola palabra. Dorian hasta conocía el conjuro, por poco que le sirviera. Lo que le causaba un nudo en su estómago era que la magia del Puentelux se había trabajado de tal forma que los magos, que usaban el Talento en lugar del inmundo vir de meisters y vürdmeisters, cayeran al vacío automáticamente.

Al ser quizá la única persona de Midcyru que había recibido instrucción tanto de meister como de mago, Dorian creía tener más posibilidades de cruzar el puente que cualquier otro dominador del Talento. Se había comprado unos zapatos nuevos la noche anterior y les había colocado una placa de plomo dentro de cada suela. Creía haber eliminado todos los restos de magia sureña que pudiera llevar pegados. Por desgracia, solo había una manera de comprobarlo.

Con el corazón desbocado, siguió a los eunucos hasta el Puentelux. Al dar el primer paso, el puente se encendió de un verde extraño y el vir tanteó los pies de Dorian, provocándole un hormigueo. Al cabo de un momento paró, y nadie había notado nada. Lo había logrado. El Puentelux sentía que tenía Talento, pero los antepasados de Dorian habían sido lo bastante listos para saber que no todas las personas con Talento eran magos. El resto de sus pasos, arrastrados como los de los demás nerviosos eunucos, levantó chispas en la magia que hacía que las calaveras incrustadas pareciesen bostezar y desplazarse mientras examinaban con odio a quienes les pasaban por encima. Aun así, el puente no cedió.

Si la genialidad del Puentelux inspiraba algo de orgullo a Dorian, la visión del monte Siervo suscitaba solo pavor. Él había nacido en las entrañas de aquella maldita roca, había pasado hambre en sus calabozos, luchado en sus fosos y cometido asesinatos en sus alcobas, cocinas y pasillos.

Dentro de aquella montaña, Dorian encontraría su vürd, su destino, su desenlace, su plenitud. También encontraría a la mujer que se convertiría en su esposa. Además, temía descubrir también por qué había renunciado a su don de la profecía. ¿Qué era tan terrible que había preferido no saberlo de antemano?

El monte Siervo era antinatural: una enorme pirámide negra de cuatro caras tan alta como ancha y que se extendía bajo tierra, muy adentro. Desde el Puentelux, Dorian miró hacia abajo y vio que las nubes ocultaban las profundidades ignotas. Treinta generaciones de esclavos, tanto khalidoranos como prisioneros de guerra, habían sido enviadas a aquellas simas, para que hicieran de mineros hasta que exhalaran su último aliento entre los pestilentes vapores y añadiesen sus huesos al mineral.

Una faceta de la pirámide de la montaña estaba cortada a pico y luego aplanada de tal modo que quedaba una meseta frente a una gran daga triangular de montaña. La Ciudadela ocupaba esa meseta. Parecía diminuta en comparación con la montaña, pero a medida que uno se acercaba veía que la Ciudadela era una ciudad en sí misma. Contenía barracones para diez mil soldados, enormes almacenes, inmensas cisternas, espacios de entrenamiento para hombres, caballos y lobos, arsenales, una docena de fraguas, cocinas, establos, graneros, corrales, leñeras y talleres para todos los trabajadores con las herramientas y materias primas necesarias para que veinte mil personas sobrevivieran un año bajo asedio. E incluso en eso la Ciudadela quedaba eclipsada por el monte Siervo, pues la montaña era un hormiguero de pasillos, grandes salones, aposentos, calabozos y pasadizos olvidados desde tiempos inmemoriales que se hundían hasta sus mismas raíces.

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