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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (8 page)

BOOK: Marte Verde
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En la quinta noche de viaje por las accidentadas tierras altas del sur, Coyote aminoró la marcha y rodeó un antiguo cráter cuyo borde estaba casi al nivel de la llanura circundante. Desde una brecha en el borde se alcanzaba a ver un gigantesco agujero circular negro en el suelo arenoso del cráter. Ése debía de ser el aspecto de un agujero de transición visto desde la superficie. Un penacho escarchado flotaba a unos centenares de metros sobre el agujero, como salido del sombrero de un mago. El borde del agujero estaba biselado por una franja de hormigón en forma de embudo que descendía hacia el fondo en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Era difícil precisar el tamaño real de ese remate, que no parecía sino un estrecha cinta. El filo exterior del bisel estaba protegido por una alta alambrada. Coyote miró pensativamente a través del parabrisas, hizo retroceder el vehículo y lo aparcó al abrigo del desfiladero. Luego se puso un traje.

—Volveré pronto —dijo, y saltó a la antecámara.

La noche fue larga y angustiosa para Nirgal. Apenas durmió, y ya empezaba a preocuparse cuando Coyote apareció al fin en la antecámara exterior del rover-roca, alrededor de las siete de la mañana. Era evidente que estaba de un humor de perros. Coyote se pasó todo aquel día enfrascado en una conferencia con su IA, soltando exabruptos, ajeno a su joven y hambriento compañero. Nirgal tomó la iniciativa y calentó comida para los dos, y después descabezó un sueño intranquilo. Despertó cuando el vehículo echó a andar con una sacudida.

—Voy a intentar atravesar el portón —dijo Coyote—. Ésa es toda la seguridad que tiene el agujero. Una noche más y lo conseguiremos.

Rodeó el cráter y aparcó del otro lado, y al anochecer volvió a partir a pie.

Estuvo ausente toda la noche, y de nuevo Nirgal no pudo dormir, preguntándose que haría si Coyote no volvía.

Al alba aún no había regresado. Aquél fue el día más largo de su vida. Nirgal no sabía que hacer: ¿debía intentar rescatar a Coyote, o era mejor regresar a Zigoto o Vishniac, o tal vez bajar al agujero de transición y entregarse al misterioso sistema de seguridad que se había tragado a Coyote? Todas las opciones parecían imposibles.

Una hora después de la puesta de sol, Coyote dio unos golpecitos en la antecámara y entró con expresión furiosa. Se bebió todo un litro de agua y buena parte de otro, y resopló con disgusto.

—Larguémonos de aquí —dijo.

Después de dos horas de viaje silencioso, a Nirgal se le ocurrió abordar otro tema, y dijo:

—Coyote, ¿cuánto tiempo crees que tendremos que estar escondidos?

—¡No me llames Coyote! Yo no soy el Coyote. El Coyote vagabundea libre en las colinas, y respira aire y hace lo que le viene en gana, el bastardo. Mi nombre es
Desmana
, así que llámame Desmond, ¿comprendido?

—De acuerdo —dijo Nirgal, asustado.

—Y en cuanto al tiempo que tendremos que pasar escondidos, creo que será para siempre.

Siguieron viaje hacia el sur, hacia el agujero de transición de Rayleigh, adonde Coyote (la verdad es que no tenía aspecto de ser un Desmond) había pensado ir desde el principio. Estaba completamente abandonado; no era más que un agujero oscuro en las tierras altas, y el penacho termal flotaba en el aire como el fantasma de un monumento. Podrían aparcar sin trabas en el garaje vacío y cubierto de arena del borde, entre una pequeña flota de vehículos robóticos amortajados con lona alquitranada y montones de arena.

—Esto está mucho mejor —murmuró Coyote—. Ven conmigo, echaremos un vistazo. Vamos, métete en el traje.

Era una sensación curiosa la de estar fuera, expuesto al viento, en el filo de esa brecha inmensa en medio de las cosas. Se asomaron por un pretil que les llegaba al pecho, pero sólo alcanzaron a ver el bisel de hormigón que bordeaba el agujero y caía en ángulo unos doscientos metros. Para ver el pozo tuvieron que bajar casi un kilómetro por una carretera curva excavada en el hormigón.

Una vez abajo, se asomaron y estudiaron la negrura. Coyote estaba de pie justo en el borde, y eso ponía nervioso a Nirgal. Él se puso a gatas para mirar. No parecía tener fondo, como si mirasen el centro del planeta.

—Veinte kilómetros —dijo Coyote por el intercomunicador. Extendió una mano sobre el abismo y Nirgal lo imitó; se percibía la corriente ascendente—. Bien, a ver si podemos activar los robots —dijo, y desanduvieron el camino.

Coyote había pasado horas estudiando viejos programas en su IA. Después de bombear el peróxido de hidrógeno del rover a dos de los mastodontes robóticos del aparcamiento, empezó a manipular los paneles de control. Cuando terminó, observaron las dos máquinas, cuyas ruedas eran cuatro veces más altas que las del vehículo de Coyote, hasta que desaparecieron por la curva de la carretera, rumbo al fondo del agujero.

—Estupendo —dijo Coyote, el buen humor recuperado—. Emplearán la energía de sus paneles solares para procesar los explosivos de peróxido y el combustible que necesitan, y trabajarán sin prisa pero sin pausa hasta que den con algo caliente. ¡Es posible que hayamos activado un volcán!

—¿Y eso es bueno?

Coyote soltó una risa salvaje.

—¡No lo sé! Pero nadie lo ha hecho antes, y ésa es una buena razón para intentarlo.

Retomaron la vieja rutina de viaje: visitaban los diferentes refugios, ocultos o al descubierto, y allá donde estuvieran Coyote proclamaba:

—La semana pasada reanudamos la actividad del agujero de transición de Rayleigh. ¿Todavía no habéis visto ningún volcán?

No, nadie había visto nada. Rayleigh se comportaba como de costumbre, y el penacho termal no parecía alterado.

—Bueno, tal vez no haya funcionado —decía entonces Coyote—. Seguramente es cuestión de tiempo. Aunque, por otra parte, si el suelo de ese agujero es ahora de lava líquida, ¿cómo saberlo?

—Nosotros podríamos —contestaba uno, y otros replicaban—: ¿Por qué harías una cosa tan estúpida? Podrías llamar a la Autoridad Transitoria y decirles que echen un vistazo.

Así que Coyote no volvió a mencionar el tema. Continuaron bajando de un refugio a otro en ruta hacia el sur: Mauss Hyde, Gramsci, Salientes, Christianopolis... En todos Nirgal era bien acogido, y muchos ya habían oído hablar de él. La variedad y el número de refugios que integraban ese extraño mundo, a medias secreto, a medias expuesto, lo impresionaban. Y ese mundo era sólo una pequeña parte de la civilización marciana. ¿Cómo serían las ciudades en la superficie en el norte lejano? Aquello parecía exceder su capacidad de comprensión, que por otro lado no dejaba de ampliarse a medida que el viaje le descubría nuevas maravillas. Después de todo, uno no podía explotar de asombro.

—Bueno —dijo Coyote—, tal vez hayamos activado un volcán o tal vez no. Pero era una idea nueva en todo caso. Eso es lo mejor de este proyecto marciano. Que todo es
nuevo
.

Coyote había enseñado a conducir a Nirgal y se alternaban al volante. Luego de algunas jornadas de marcha, la muralla fantasmal del casquete polar se perfiló en el horizonte. Muy pronto estarían en casa.

Nirgal pensó en todos los refugios que habían visitado.

—¿De verdad crees que tendremos que ocultarnos siempre, Desmond?

—¿Desmond? ¿Desmond? ¿Quién es Desmond? —Coyote resopló.— Ah, chico, no lo sé. Nadie lo sabe con certeza. Los que se ocultan se vieron empujados a hacerlo en unos tiempos extraños, cuando su forma de vida se vio amenazada, y no estoy tan seguro de que ése sea el caso en las ciudades de la superficie que están construyendo en el norte. Los amos de la Tierra aprendieron la lección, parece, y la gente de esas ciudades vive con más comodidad. O tal vez, sencillamente, todavía no han reemplazado el ascensor espacial.

—¿Eso quiere decir que no habrá otra revolución?

—No lo sé.

—¿O al menos no hasta que haya un nuevo ascensor?

—¡No lo sé! Pero pronto habrá un ascensor, y están construyendo unos espejos inmensos en el cielo, o alrededor del sol; a veces puedes verlos brillando por la noche. Puede ocurrir cualquier cosa, supongo. Aunque las revoluciones son raras. Y muchas son reaccionarias en esencia. Verás, los campesinos tienen una tradición, unos valores y hábitos que les permiten seguir adelante. Pero viven tan cerca del límite que un cambio brusco puede arrojarlos al abismo, y en ese caso ya no es una cuestión política, sino de supervivencia. Cuando yo tenía tu edad eso ocurrió muchas veces. Pero la gente que enviaron aquí no era pobre, aunque tenía sus propias tradiciones, y como los pobres, tampoco tenía poder. Cuando se produjo la emigración masiva de la década del cincuenta, la tradición fue arrasada y ellos pelearon entonces por conservar lo que tenían. Y perdieron. No se puede luchar contra los poderes establecidos, sobre todo aquí, porque las armas son demasiado poderosas y nuestros refugios demasiado frágiles. Tendríamos que armarnos hasta los dientes o utilizar una estrategia alternativa. Por eso nos escondemos, y mientras tanto ellos están inundando Marte con una población de otro tipo: gente que ha soportado unas condiciones de vida tan duras en la Tierra que las de aquí no les parecen tan malas. Además, tienen asegurado el tratamiento gerontológico: la felicidad completa. Ya no se ve a tantos tratando de alcanzar los refugios del sur como en los años anteriores al sesenta y uno. Algunos lo intentan, pero no muchos. Mientras disfruten de sus diversiones, de su pequeña tradición propia, no moverán un dedo.

—Pero... —empezó a decir Nirgal vacilante. Al ver su expresión Coyote se echó a reír.

—¡Hey! ¿Quién sabe? Muy pronto colocarán en posición un nuevo ascensor en el Monte Pavonis, y es muy probable que empiecen a apretar las tuercas otra vez, como los codiciosos bastardos que son. Y a vosotros, jovencitos, quizá no os interese que la Tierra lleve la voz cantante aquí. Cuando llegue el momento, ya veremos. Mientras tanto, nos divertimos. Y mantenemos la llama encendida.

Esa noche Coyote detuvo el rover y le dijo a Nirgal que se pusiese el traje. Salieron y Coyote le dijo:

—Mira hacia el norte.

Nirgal volvió la cabeza. Mientras miraba, una nueva estrella apareció sobre el horizonte boreal, y en unos instantes se transformó en un cometa de larga cola que volaba de oeste a este. Cuando había recorrido la mitad del cielo, la brillante cabeza del cometa estalló y los fragmentos se dispersaron en todas direcciones, blanco sobre negro.

—¡Un asteroide de hielo! —exclamó Nirgal.

—¿Es que no hay nada que te sorprenda, muchacho? —rezongó Coyote—. Pues te diré una cosa que no sabes: ése era el asteroide 2089

C. Ha sido el primero en estallar. Lo hicieron a propósito. Si los hacen explotar cuando entran en la atmósfera, pueden utilizar asteroides más grandes sin poner en peligro la superficie. ¡Y fue idea mía! Yo fui quien les sugirió que lo hicieran. Dejé una nota anónima en la IA del Asentamiento de Greg, cuando estuve allí urgando en el sistema de comunicaciones, y les gustó. A partir de ahora lo harán siempre así, uno o dos en cada estación. Eso espesará la atmósfera bastante deprisa. Mira cómo titilan las estrellas. En la Tierra lo hacían todas las noches. Ah, chico... Algún día también será así aquí. Respirarás el aire como un pájaro en el cielo. Quizás eso nos ayude a cambiar el orden de las cosas. Nunca se sabe.

Nirgal cerró los ojos y unas manchas luminosas bailaron ante sus párpados, como las chispas del cometa. Meteoritos que parecían fuegos de artificio, agujeros que penetraban en el manto, volcanes... Se dio vuelta y vio a Coyote saltando por la planicie, menudo y delgado, el casco extrañamente grande sobre la cabeza, como si fuese un mutante, o un chamán que llevaba la cabeza de un animal sagrado y ejecutaba una danza de transformación sobre la arena. Aquél era el Coyote, no cabía duda. ¡Y era su padre!

Habían circunnavegado el mundo, aunque en el extremo meridional. El casquete polar apareció en el horizonte y creció y creció, y al fin estuvieron bajo el saliente de hielo, que ya no le pareció tan enorme como al comienzo del viaje. A la vuelta de esa masa helada estaba el hogar. Una vez en el hangar salieron del pequeño rover-roca que Nirgal había llegado a conocer tan bien en esas dos últimas semanas, cruzaron las antecámaras y avanzaron por el largo túnel que llevaba a la cúpula con pasos rígidos. Y de pronto se encontraron rodeados de rostros familiares, y los abrazaban y acariciaban y les hacían mil preguntas. Nirgal se retrajo con timidez, pero no tenía necesidad de hacerlo; Coyote contó todas las historias y Nirgal sólo tuvo que reír y negar su responsabilidad en los hechos. Mirando más allá de su familia, Nirgal advirtió lo reducido que era el pequeño mundo en el que habitaban: la cúpula tenía menos de cinco kilómetros de ancho y doscientos cincuenta metros de altura sobre el lago. Un mundo minúsculo.

Cuando el recibimiento terminó, Nirgal paseó inmerso en la incandescencia de la mañana temprana, sintiendo la estimulante mordedura del aire frío y contemplando los edificios y los bosques de bambúes de la aldea, acurrucada en su nido de colinas y árboles. Todo le parecía pequeño y extraño. Paseó por las dunas y se acercó a la casita de Hiroko; las gaviotas revoloteaban en lo alto y él se detenía a menudo y miraba. Aspiró el aroma a sal y algas que subía de la playa y esa familiar percepción desató en él un millón de recuerdos simultáneos, y supo al fin que había regresado al hogar.

Pero el hogar había cambiado. O había cambiado él. El intento de salvar a Simón y el viaje con Coyote habían transformado su vida. Sí, había vivido las fantásticas aventuras que tanto había anhelado, pero con ello sólo había conseguido ser un exiliado para el grupo. Jackie y Harmakhis estaban mas unidos que nunca y actuaban como un escudo entre él y los jóvenes sansei. Nirgal se dio cuenta de que en realidad nunca había querido ser diferente. Su único deseo era reintegrarse a la intimidad de la pequeña pandilla y ser uno con sus hermanos.

Pero cuando se acercaba, todos callaban, después de los contactos más torpes que pudieran imaginarse, y Harmakhis se los llevaba. Y a él sólo le quedaba regresar con los adultos, que empezaron a dejarlo pasar las tardes con ellos como cosa normal. Quizá la intención era ahorrarle los desaires de sus compañeros, pero con ello lo marcaban aún más. No había solución. Cierto día, mientras paseaba por la playa envuelto en la luz gris del atardecer otoñal, sintiéndose muy desgraciado, se le ocurrió que su infancia había terminado. Ahora era otra cosa, ni adulto ni chiquillo, un ser solitario, un extranjero en su propia tierra. Y a pesar de la sensación de profunda melancolía, el descubrimiento le proporcionó también un extraño consuelo.

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